Crítica

El dilema social de las redes... y de Netflix

Un nuevo documental alerta del peligro de las plataformas digitales dispuestas a cualquier cosa por quedarse con nuestro tiempo y nuestros datos

Fotograma cedido hoy Netflix del documental 'The Social Dilemma'. En vídeo, tráiler oficial.Vídeo: NETFLIX / EFE

“No canta ni baila. No se la pierdan”. Así presentaba en 1953 a Lola Flores el crítico del New York Times. El dilema de las redes sociales, el nuevo documental de Netflix dirigido por Jeff Orlowski, no es una buena película ni un riguroso ejercicio periodístico, pero como a la Faraona, no hay que dejar de verlo. Es cierto que la parte dramática del documental es una sonrojante historia familiar con tantos clichés que haría a un telefilme de domingo por la tarde parecer cine de autor y que las entrevistas dan demasiado peso a unos yupis californianos (todos hombres) ...

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“No canta ni baila. No se la pierdan”. Así presentaba en 1953 a Lola Flores el crítico del New York Times. El dilema de las redes sociales, el nuevo documental de Netflix dirigido por Jeff Orlowski, no es una buena película ni un riguroso ejercicio periodístico, pero como a la Faraona, no hay que dejar de verlo. Es cierto que la parte dramática del documental es una sonrojante historia familiar con tantos clichés que haría a un telefilme de domingo por la tarde parecer cine de autor y que las entrevistas dan demasiado peso a unos yupis californianos (todos hombres) arrepentidos de trabajar en las empresas que los hicieron millonarios y demasiado poco a intelectuales como Soshana Zuboff o Cathy O’Neil (casi las únicas mujeres entrevistadas). Pero el tema que presenta es tan relevante que uno casi se olvida de los defectos del documental.

En una televisión llena de distopías futuristas es difícil encontrar algo que de más miedo que algunas de los testimonios que se muestran. “50 diseñadores, todos hombres blancos de entre 20 y 35 años, toman decisiones que afectan a 2.000 millones de personas en todo el mundo”, afirma Tristan Harris que era uno de esos 50 todopoderosos cuando trabajaba para Google y hoy trata de convencer a los otros 49 del nefasto impacto de sus creaciones. Tal vez sea demasiado tarde, porque, como propone el documental, estos nocivos efectos nunca fueron accidentales. La adicción, la inseguridad, los bulos o la polarización que generan las redes no son fallos de estos diseños. Son objetivos predefinidos de los mismos, hitos de una hoja de ruta, piezas orquestadas para conseguir el fin último con el que todas estas plataformas fueron creadas: “conseguir arrebatarnos todo el tiempo posible de nuestras vidas”, como afirma Tim Kendall, exdirectivo de Facebook.

Las redes, como los hombres grises en Momo, de Michael Ende, son ladrones de tiempo. Fueron diseñadas con ese objetivo fundamental y para ello utilizan todas las técnicas imaginables, entre ellas la programación conductual. El documental entra en las aulas de la Universidad de Stanford ―donde estudiaron muchos de los directivos de las grandes tecnológicas y también el propio Orlowski― y muestra cómo en las clases de esta prestigiosa universidad se enseña a crear productos capaces de condicionar nuestro subconsciente, de modificar nuestras conductas sin que seamos capaces de percibirlo. La forma en la que recibimos las notificaciones, el gesto de deslizar el dedo hacia abajo para ver las actualizaciones o la manera de presentar las noticias están pensados para generar comportamientos adictivos de los usuarios (como afirma uno de los entrevistados, la tecnología y la droga son los únicos sectores que denominan así a sus clientes). Algo similar ocurre con los contenidos. Estos gigantes tecnológicos saben perfectamente que las noticias falsas se extienden más rápido que las verdaderas, generan más clics, más atención y por lo tanto más dinero en sus cuentas de resultados. Por eso las campañas de Facebook o Twitter contra las fake news son como si las campañas antidroga las lideraran Pablo Escobar o Sito Miñanco (que también tienen su hueco en la parrilla de Netflix).

Inicialmente trataron de convencernos de que las redes sociales eran un ágora, un nuevo espacio público para la opinión y el encuentro. Pero cada vez es más evidente que no son una plaza sino un centro comercial con las puertas escondidas para que no podamos salir y en el que, además, no somos los clientes sino los productos. Solemos creer que las redes sociales son gratis pero no es así, lo que ocurre es que pagan otros. El documental plantea un interesante debate sobre por qué pagan esos “otros”. Qué es lo que realmente venden estás plataformas a sus anunciantes. Soshana Zuboff, profesora emérita de Harvard y autora de La era del Capitalismo de vigilancia, propone que venden certeza. El perfilado que hacen de nosotros permite a las marcas conocer con total precisión nuestro comportamiento. Somos conejillos de indias de un enorme experimento de marketing.

Jaron Lanier, pionero de la informática en Atari y de la resistencia a las redes en el imprescindible Contra el rebaño digital, va mucho más lejos. Según este analista y escritor, lo que estas plataformas ofrecen a las grandes empresas es la capacidad para cambiar poco a poco nuestros comportamientos, nuestras creencias y hasta lo que somos. Y cuando uno ve lo que las redes fueron capaces de hacer en la campaña de Donald Trump o luego en la del Brexit o la polarización política que están creando en medio mundo, uno no puede dejar de pensar que el poder de estos gigantes de los datos va mucho más allá de personalizar la publicidad o anticipar nuestros deseos y que cada vez se acerca más a la capacidad de crearlos. Porque cuando acabe El dilema de las redes y Netflix, inmediatamente, nos sugiere el siguiente documental, tal vez estaría bien preguntarnos si acierta lo que nos gusta o es que ya nos gusta todo lo que acierta. Y todo, para mantenernos pegados a la pantalla.

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