Una conversación en Wallapop que salvó vidas
EL PAÍS publica este lunes cinco cartas de ciudadanos que han contribuido al proyecto ‘Historias de la pandemia’
EL PAÍS publica una selección de las historias personales enviadas por los lectores sobre la pandemia. Cientos han respondido con sus relatos y experiencias a la invitación de la Redacción.
Mi nombre es Carmen, soy médico especialista en Anestesiología y Reanimación del hospital de El Escorial, en la sierra de Madrid. Durante el confinamiento no he estado en primera línea, dado que el 31 de enero nació mi tercer hijo, y estoy disfrutando de m...
EL PAÍS publica una selección de las historias personales enviadas por los lectores sobre la pandemia. Cientos han respondido con sus relatos y experiencias a la invitación de la Redacción.
Mi nombre es Carmen, soy médico especialista en Anestesiología y Reanimación del hospital de El Escorial, en la sierra de Madrid. Durante el confinamiento no he estado en primera línea, dado que el 31 de enero nació mi tercer hijo, y estoy disfrutando de mi baja maternal, o eso se supone.
No es fácil disfrutar de un bebé cuando cada vez que miras el móvil en mitad de la noche, entre toma y toma, tienes más de 100 mensajes de WhatsApp. No es fácil atender a un bebé cuando ves enfermar a compañeros de trabajo, amigos de la carrera, familiares... Esta situación no ha sido fácil para nadie, pero les aseguro que lo que estamos viviendo los médicos va mucho más allá de lo imaginable.
Entre las dificultades que hemos vivido, muchas de ellas muy conocidas por la sociedad, como la falta de test, la falta de EPI, la falta de información clínica verificada... hay que sumar la falta de aparataje en las UCI improvisadas. Los primeros datos de camas de UCI en Madrid hablaban de 372. Si en un momento dado tuvimos 1.500 enfermos ingresados en camas de críticos de Madrid, ¿de dónde salió todo el material para atender a esos pacientes?
Pues escribo esto para poner nombre a las personas que dotaron de material a las camas de críticos que salvaron muchas vidas en El Escorial.
Eduardo. Es un señor al que encontré por Wallapop un día a las tres de la mañana. Vendía una bomba [máquina que controla la dosis y el ritmo de infusión de los fármacos] con la que infundimos sustancias capaces de matar a un ser humano en menos de cinco minutos. Sin esas bombas los fármacos pueden ser letales. Me regaló 20. Podría haberlas vendido por más de 1.000 euros. Las envolvió con folios en los que ponía “gracias” y me las regaló. Nunca lo olvidaremos Eduardo.
Jaime. Me dieron su teléfono una noche muy larga, en la que no nos quedaban respiradores, pero los pacientes seguían llegando muy graves. Una llamada, no más de cinco minutos de conversación y un mensaje de WhatsApp: “Carmen, tienes que ir mañana a Barajas, consigue una furgoneta, llegan dos respiradores de Bruselas, te los regalamos”.
Pablo. Fue ese amigo ingeniero que recogió los respiradores, los llevó a la otra punta de Madrid y se preocupó cada día por ver si funcionaban, mientras su padre, médico de profesión, permanecía intubado en la UCI de otro hospital...
Eduardo, Jaime, Pablo... vosotros habéis salvado al menos a 10 personas en El Escorial, y no sois médicos. Os estaremos siempre agradecidos.
“Sabela ve la vida pasar”
Sonia Hermida Galán / A Coruña
Desde la pequeña galería de su cuarto, Sabela ve la vida pasar. Lo intuye, se le escapa a ratos y no sabemos cómo la recuperará. Observa cómo las urracas han construído un nido casi junto a su cristalera. Desde su ventana al mundo, toda la familia hemos visto cómo la vida se abre paso en medio de la pandemia.
Sabela es nuestra hija mayor. Suma 122 meses de vida, cinco millones de abrazos, seis de besos y todas las luchas. Durante 117 de esos meses ha sido una superviviente. Sobrevivirá a esto también, pero todavía no sabemos cuáles serán las secuelas. A los cinco meses sufrió una meningoencefalitis herpética aguda. Meses de UCI y planta en el hospital que terminaron con un daño cerebral cuyas consecuencias estaban por ver: dificultades severas de comprensión y comunicación, afectación sensorial, etcétera.
Sabela se sienta en su mecedora. Es su lugar favorito en el mundo después de los brazos de sus padres y sus abuelos y de la playa. Bueno, en realidad, puede que sea su lugar favorito en el mundo después de la escuela y los despachos de sus terapeutas. Todos prohibidos.
La retahíla nos saluda cada hora desde el primer día de confinamiento. Cole, parque, Sandra (su cuidadora en el cole), Cris (su logopeda), Berta (su psicóloga), playa... Una tras otra reclama a diario sus rutinas, sus contextos, esos que ella necesita para mantener un mínimo de cordura, para localizar un asidero al que agarrarse en medio de este abismo que se ha abierto bajo sus pies de un día para otro.
Sabela, como miles de niños y niñas, de adultos y adultas en toda España tiene una forma diferente de procesar la información. No comprende nada de lo que está sucediendo ni quiere comprenderlo. Quiere recuperar su vida. Punto. No es que quiera, es que lo necesita. Este sucedáneo de vida en el que nos hemos visto obligados a comprometer su presente y su futuro no tiene ni un solo saliente, ni una triste rama a la que agarrarse. Excepto, claro, nosotros, su familia, su casa, su mecedora, su galería, por eso no nos suelta.
Y así se nos pasan los días. Convertidos en madre y padre orquesta de dos niños. Teletrabajando, teleestudiando, enseñando, calmando, convirtiéndonos en logopedas, psicólogos, terapeutas de cuerpo muy presente a golpe de pandemia. Intentando hacerlo todo sin conseguir llegar a casi nada. Acostándonos cada noche con la sensación de haberla cagado. Los cuidados, siempre los imprescindibles, estresantes e infravalorados cuidados.
El momento clave de esta montaña rusa llegó sobre la tercera semana de confinamiento. Nuestro hijo pequeño, Iago, empezaba a acusar nerviosismo y su hermana ya había decidido para aquel entonces que simplemente esta NO era la vida que ella quería. La ansiedad nos asolaba a diario, ya nos habíamos percatado de que nuestros intentos de reproducir aprendizajes de aula en casa habían sido un estrepitoso fracaso y una colonia de pelusas se había hecho fuerte en nuestro pasillo. No había escapatoria.
Dicen que las aulas abrirán al 50% en septiembre. Aseguran que se trata de salvar vidas. No lo pongo en duda, por supuesto. No somos asesinos. Hemos cumplido a rajatabla las normas de confinamiento aunque mi hija chupe la mascarilla y tengamos que retirársela. Mi duda es si se ha calculado el coste que esta pandemia tendrá en la vida de miles de niños y niñas para los que la escuela es CASA antes de explorar otras vías como las de la inversión en medidas de higiene sanitaria en educación.
Mi hija acude a una escuela ordinaria. Ha estado escolarizada desde bien pequeña. Es su lugar, pese a las carencias. Las aulas han sido su espacio de socialización simplemente porque allí, en un contexto en el que se siente cómoda, sabe cómo relacionarse con los otros niños y niñas. Esas mismas aulas han sido y deberían seguir siendo la tabla de salvación para la infancia que padece malos tratos, hambre, marginación o aquella a la que, simplemente, su familia no tiene ya mucho que ofrecerle.
No podemos permitirnos más muertes. Falta saber si podremos permitirnos lo que una escuela distópica y a media jornada supondrá para algunas infancias.
“El virus salvó mi matrimonio”
Rubén Heras Prieto / Valencia
Aunque de distinta forma, esta crisis nos ha marcado a todos y cada uno de nosotros. La relevancia de mi historia queda marcada por un día en concreto: el 17 de marzo de 2020. Justo ese día tenía cita en el juzgado para ir a firmar mi divorcio con mi mujer. No solo no pudimos hacerlo sino que empezamos una nueva convivencia durante este confinamiento que nos ha acercado a ambos de una manera distinta, incluso encontrando cosas el uno en el otro que en 10 años de matrimonio no hemos sido capaces de ver.
Para echarle más especias a la historia, ese mismo día, el 17 de marzo, me comunican en mi empresa que me despiden. Vaya vueltas da la vida en un segundo. Me encuentro sin trabajo y confinado durante más de dos meses con la mujer de la que tenía pensado divorciarme. Ironía o destino. Quizás algún día pueda contar a nuestros dos hijos pequeños que “el coronavirus salvó nuestro matrimonio”.
“Mi primo sordo estaba vivo”
Antonio Galván Montes de Oca / Alcalá de los Gazules (Cádiz)
Durante la segunda semana del confinamiento recibí una llamada desde Cadiz para preguntarme si podía contactar con un primo en común que se encontraba solo en su domicilio. Era una petición de un sobrino de Jerez de la Frontera, preocupado porque no sabía nada de él desde hacia varios días y padecía un cuadro de resfriado. Ante esa situacion y la incertidumbre, le llamé, pero no daba señales de vida. Coincidió con un fuerte temporal de Levante, común en esta zona, y la línea de móviles se había caído. Entonces decidí llamar a la policia local y estos a su vez a los servicios médicos.
Se personaron en el domicilio y no contestó nadie. Me llamaron y fui al lugar. Por mi condición de familia decidí que se forzase la puerta, pero al final una vecina tenía copia de la llave y lograron entrar en la vivienda. Él es sordo, vive solo y tenía un poco de destemplanza, pero estaba bien y sin síntomas de la covid-19. Respiré tranquilo y pude hablar con él, y comentarle todas las incidencias. Yo estaba muy angustiado, temiendo lo peor, pero todo quedó en un susto. Mi primo tiene 81 años y por todo ello me esperaba lo peor, un día para olvidar.
473 días
Ana Pilar Muñoz Mínguez / Ciudad Real
Papá:
El 30 de noviembre de 2018 te diagnosticaron una especie de linfoma, cáncer al fin y al cabo. Tras el transcurso de los meses se te puso un tratamiento de varias sesiones de quimioterapia. A partir de la tercera, ya se te empezó a caer el pelo, un trauma para ti, pero nosotros te seguíamos viendo igual de guapo, con esa carita de niño que tanto nos gustaba. Eras un niño grande sin pelo y con un “huevo” en la cabeza. Nunca te habíamos visto ese huevo porque siempre has llevado esa melena tan envidiable que a tanta gente gustaba, a pesar de llevarla siempre despeinada, tan envidiable que hasta varias mujeres te preguntaron cuál era el secreto, pero tú nunca respondías. Siempre me sorprendía descubrir algo nuevo de ti y en este caso era ese huevo en la cabeza tan peculiar. Decías que era de nacimiento, pero yo sé que era parte de tu superpoder, el superpoder de ser como eras.
Pasaban los meses y a pesar de las sesiones de quimio seguías con tus bromas, tu sonrisa interminable y tu humor sarcástico que pocas personas entendían y a pocas gustaba. Pero al fin y al cabo era tu humor y eso también te hacía especial.
A pesar de tu terquería, eras el mejor enfermo que se puede tener… Hay cuatro tipos de enfermos: los que enferman, prefieren no luchar y mueren sin haberlo intentado; Los que luchan y salen adelante; los que luchan pero al final todo sale mal; y luego estabas tú, que tenías un poquito de todo y siempre sabías cómo regalarnos magia.
Las sesiones de quimio te dejaban realmente mal y siempre disimulabas cuando yo llegaba a casa. Querías taparme lo que realmente sufrías, pero yo sabía lo que había cada vez que me hablabas como si nada pasara, porque te delataba tu sonrisa, temblorosa, como nunca antes había temblado. Tus ojos me hablaban y me decían “hija, me duele tanto no poder sacar la fuerza necesaria para ser el superhéroe que siempre he sido para ti.” A mí me daba igual, no me importaba que esta vez no llevaras capa, llevabas sonrisa, y eso, papá, era lo más importante. Seguir sonriendo a pesar de todo.
Bendita sonrisa que siempre ha estado para mí. Siempre ha estado ahí ¡para todos!, hasta en el último soplo de tu vida.
Cuando tu pelo había vuelto a crecer y cuando ya por fin había luz al final de ese túnel, te ingresan de nuevo, sin ni siquiera saber por qué. Todo estaba superado ¿Qué podía haber salido mal esta vez?
Ese 17 de marzo, en medio de toda esta pandemia, realizaste tu última videollamada, era para mí, para dedicarme esa sonrisa que tanto me gustaba, esta vez tu última sonrisa. Nunca olvidaré la forma en que dijiste “hija, no puedo respirar” porque a pesar de tu falta de aire hiciste que mi último recuerdo fuera verte sonriendo. Y yo me quedo con eso.
Gracias por ese regalo, papá.
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