Éteignez l’infâme! Por una secularización digital
‘TintaLibre’ reproduce las reflexiones de Bernat Castany donde anima a la ciudadanía a cuestionar las prácticas comunes y a tomar consciencia de sus acciones, especialmente en relación con el uso de la tecnología móvil
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Hostias para los ojos. El arquitecto Frank Lloyd Wright dijo, a mediados del siglo pasado, que la televisión era el chicle de los ojos. Visto lo no visto, si hoy viviera, diría (probablemente en un tuit) que los móviles son los polvos Peta Zeta de los ojos, si no las calcomanías de LSD, que, según la rumorología de los ochenta, se regalaban en la puerta de los colegios. Pues, para mí, y con perdón, los móviles son las hostias de los ojos, porque gracias a ellos participamos, o creemos participar, del cuerpo místico de una sociedad que voy a resignarme a llamar “tardocapitalista”.
Sin duda, el móvil no es más que un instrumento, neutro en sí mismo, cuyo significado último depende del uso que hagamos de él. Igual que el cuchillo puede servir tanto para untar una rebanada como para rebanarle a alguien el cuello, el móvil puede ser utilizado para casi cualquier cosa. El problema, quizás, no es que lo usemos mal, así en general, por culpa de lo que Isaiah Berlin llamó “el fuste torcido de la humanidad”, sino que está mal fabricado (por interés o por ignorancia), como si fuese un cuchillo sin mango, que no pudiésemos utilizar sin cortarnos. Por eso deberíamos desplazar el foco de nuestra atención desde el uso que nosotros hacemos del móvil al modo en que éste armoniza o cumple con los intereses, no sólo de unas cuantas empresas, en particular, sino de la cultura tardocapitalista, en general, que se ha vuelto tan envolvente y penetrante como ninguna religión soñó jamás.
Quizás a muchos les suene exagerado hablar de “religión capitalista”. Pero, dejando a un lado a Marx, que no dudó en caracterizar el capitalismo con una metáfora religiosa cuando habló, en El Capital, del fetichismo de la mercancía, y a Max Weber, que lo presentó en términos de culpa y de deuda, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, quien mejor expresó el carácter religioso del capitalismo fue la mismérrima Margaret Thatcher, cuando afirmó, en 1981, que: “La economía es el método; el objetivo es cambiar el corazón y el alma.” Y pudo decirlo porque, tras la derrota del fascismo y el inminente colapso del bloque soviético, el capitalismo estaba en condiciones de erigirse en la nueva fe mundial, o “católica”, que en griego significa “universal”. Otra cosa es que, aprovechando la deriva tanática del neoliberalismo, sus antiguos rivales nacionalistas, fascistas y religiosos no hayan dudado en contraatacar. Se nos disputan los cuervos.
La teología capitalista es simple: todos debemos esforzarnos por expiar el pecado original de nuestra naturaleza deficitaria, marcada básicamente por el hecho de que no trabajamos más que cuarenta años de ochenta, once meses de doce, cinco días de siete, ocho horas de veinticuatro. Eso cuando no nos enfermamos, estamos en paro o jugamos al buscaminas. Vamos, que la vida es un desperdicio. De ahí que, tras su apariencia materialista, el capitalismo abomine de nuestro cuerpo, que considera pecaminoso, por su tendencia a descansar, a enfermar, a envejecer o, simplemente, a vivir. De ahí también que, tras su apariencia hedonista, el capitalismo constituya una ética, más bien una ascética, mortificadora, que nos insta a dormir menos, a curarnos antes, a sacrificar la familia, a gestionar nuestra marca personal durante nuestro tiempo de ocio… Lo cual constituye una especie de nihilismo economicista, que fantasea con matar al perro de la vida, para acabar con la rabia de su naturaleza deficitaria.
Pues es este sistema teológico-político, como diría Spinoza, el que ha conformado, a su imagen y semejanza, esa navaja suiza sin mango que es el móvil, con el objetivo de que, cada vez que lo utilicemos, nos cortemos, a la mayor gloria de la economía. Y es que, en lo que respecta al conocimiento, el móvil se nos revela como una Biblia, en la que se halla cifrado todo el “conocimiento” del mundo; en lo que respecta a nuestra concepción del mundo, el móvil es una vidriera, en la que no vemos el paisaje de lo real, sino el paraíso de lo ideal con el que nos tientan, y que nos lleva a odiar, por contraste, nuestra vida imperfecta, pero real; en lo que respecta a la ética, el móvil parece un santoral, en el que se nos muestran las vidas ejemplares de emprendedores ungidos y trabajadores abnegados, a los que sentimos que debemos imitar; y, en lo que respecta a la política, el altar sobre el que comulgamos con el cuerpo místico de una sociedad concebida como una gran empresa, cuyo único objetivo es producir y consumir. Biblia, vidriera, santoral y altar. Quién nos iba a decir que somos la sociedad más religiosa de la historia, y que necesitamos una verdadera secularización digital. Pero vayamos por partes.
Cabalismo digital. El móvil es la Biblia del capitalismo, porque es nuestra principal vía de acceso a lo que éste hace pasar por “la verdad”. Pues, como la avalancha de información que nos ofrece el móvil no ha hecho más que sutilizar nuestra ignorancia, los sacerdotes de la iglesia capitalista, y el espíritu santo de su algoritmo, han logrado llenar, en el río revuelto de la confusión, las redes de su propia ortodoxia. Por eso todos nos paseamos con él en la mano, y lo consultamos a cada instante, como si fuésemos sacerdotes, seminaristas o beatas. Como dijo Shakespeare, hasta el demonio puede citar las Escrituras a su favor.
Pero el papa-móvil, nunca mejor dicho, no sólo nos impone su credo, en particular, sino que empobrece nuestros modos de conocimiento, en general. Pues una cosa es robarle un pez a un hombre, y otra mucho más efectiva rajarle todas sus redes. Para empezar, nuestra inmersión en las pantallas está suponiendo un empobrecimiento de nuestro mundo perceptivo. Pues, a pesar de su nombre, el mundo digital es exclusivamente audiovisual, ya que, en él, no se toca, no se huele, y no se degusta nada. Lo cual implica que, durante unos años fundamentales para su desarrollo cognitivo, la mayor parte de los niños pasan la mayor parte del tiempo inmersos en un mundo en el que no usan más que dos de sus cinco sentidos. Es cierto que, en otras épocas, las masas sólo comían castañas, olían excrementos y tenían las manos encallecidas. Pero eso sólo demuestra que el poder, como la energía, no desaparece, sino que se transforma. La buena noticia es que el contrapoder también lo hace, aunque a veces le cueste ponerse a ello.
Pero las pantallas no sólo empobrecen nuestros sentidos, sino también nuestra razón. Primero, porque exasperan la atmósfera emocional. No hay noticia, argumento o idea que no nos llegue acompañada de música épica, imágenes excitantes, tropos incendiarios o falacias engañosas. Y con una velocidad siempre creciente, ya que el capitalismo busca incrementar nuestro ritmo de vida, no sólo para que produzcamos y consumamos más, sino también para que no tengamos tiempo de ver cómo dilapidamos nuestras vidas. “¡Que nos las quitan de las manos!” Decía Thoreau que, cuando se patina sobre hielo fino, sólo la velocidad podrá salvarnos. La cuestión —the question— es que, en este caso, el único que se salva es el sistema capitalista, forzándonos a patinar a toda velocidad, sin permitirnos pensar lento, como recomendaba Kahneman. De hecho, la lectura en diagonal es el método principal de la exégesis capitalista. (Tú que me lees, ¿estás seguro de no haberte saltado estas líneas?)
El móvil también ha supuesto un empobrecimiento de nuestro universo conceptual y simbólico. No se trata de lamentar que las pantallas hayan traído la decadencia de uno de los géneros literarios más leídos del siglo XX, como es la lista de ingredientes del champú, que todos repasábamos cuando íbamos al baño, y del que quizás podamos prescindir, sino de que hayan rarificado la práctica de la carta, del diario, de la nota, del grafiti, del avión de papel, de la cartela, del álbum de fotos… Sin duda, el móvil sigue cumpliendo con todas esas funciones. Y leemos, o deletreamos, más que nunca. El problema reside, quizás, en que nuestro universo simbólico se ha vuelto menos plural: primero, porque buena parte de nuestra vida simbólica ya no proviene de múltiples canales “analógicos”, como la observación, la conversación, la lectura o la interacción social, sino de un solo canal digital, más fácilmente controlable; y, segundo, porque debajo de la aparente diversidad simbólica que se halla en la red, lo que tenemos, en la mayor parte de los casos, es una aplastante monotonía, resultado, en buena medida, de las burbujas cognitivas que nos infligen los algoritmos, cuyo principal objetivo no es mostrarnos la realidad, sino captar nuestra atención el máximo tiempo posible.
Por si esto no fuese suficiente, el nuevo régimen audiovisual, que hoy se despliega en el móvil, no sólo erosiona nuestro siempre limitado sistema cognoscitivo, sino que excita hasta el paroxismo nuestras pulsiones dogmáticas. Y no sólo porque la enorme cantidad de información que nos ofrece alimente nuestros delirios de omnisciencia (que olvidan que una cosa es información, otra conocimiento, y otra aún más diferente, sabiduría), sino porque el exceso, la fragmentariedad y la precariedad de las fuentes de información, junto con la instauración de un estilo cognoscitivo “posmoderno”, que ha muerto por sobredosis de antídoto crítico, ha provocado una reacción dogmática, que nos ha llevado a enrocarnos en unas pocas fantasías compensatorias, que han llenado el mundo de cuñados, de profetas, de conspiranoicos y de fanáticos.
Vidrio y plomo. Pero el móvil no es sólo una Biblia, que nos impone el credo capitalista, erosiona nuestro conocimiento y excita nuestro dogmatismo, sino también una vidriera, cuyos cristales tintados nos impiden —o nos ahorran— ver el reino de este mundo, a la vez que nos muestran un más allá idealizado, encarnado en todos esos cuerpos, casas, viajes y vidas que se deslizan ante nuestros ojos y que han de llevarnos a sentir odio, asco, miedo o vergüenza respecto de la realidad real (sic), en lugar de considerarla maravillosamente imperfecta, impura y cambiante, por la sencilla razón de que la cabeza de un ratón analógico vale infinitamente más que la cola de un león digital. Las vidrieras corredizas de las redes sociales buscan convencernos de que este mundo es un lugar despreciable, esto es, poco rentable, del que debemos desentendernos, para salvarnos en la otra vida, la del éxito eternamente postergado. Todo lo cual nos lleva a odiar nuestra propia vida, y a despreciar el mundo en el que ésta se despliega, que, bajo otro prisma podría llegar a parecernos fascinante, si no al menos satisfactorio. De ahí que prefiramos estar en el mundo digital, alimentando, sin saberlo, nuestra insatisfacción. Que es lo que Nietzsche hubiese llamado “nihilismo digital”.
Pero el embotamiento perceptivo, racional y simbólico que nos provocan las pantallas no supone sólo un problema cognoscitivo, sino también ontológico, en tanto que disminuye nuestra capacidad para abrirnos al mundo. Porque si no estamos acostumbrados a oler, a saborear y a tocar la variedad de olores, sabores y texturas, agradables y desagradables, que caracterizan la realidad, ésta nos producirá extrañeza, asco o miedo. Lo cual nos llevará a encerrarnos todavía más en el mundo digital, tan liso y tan controlable. Este bucle “ontofóbico”, como diría Ortega y Gasset, nos ha hecho alérgicos o intolerantes a la otredad, esto es, a la realidad, que ya no soportamos, a menos que se halle filtrada a través de nuestros algoritmos, digitales (“me gusta”, “no me gusta”), que no tardan en convertirse en los algoritmos analógicos del nacionalismo, el racismo, el machismo y el clasismo (“tú sí”, “tú no”).
De hecho, hacer de forma compulsiva fotografías, vídeos, comentarios, capturas y descargas constituye una fantasía de control. En el inicio de Los Fabelman, de Spielberg, un niño, traumatizado por haber visto en el cine un accidente de tren, necesita recrearlo y grabarlo en miniatura, para poder verlo una y otra vez, porque la repetición de esa escena y la seguridad de que puede interrumpirla cuando él quiera le ayudan a controlar la ansiedad que le produce. Pues esa misma sensación de desrealización, distancia y control es la que nos ofrece el móvil respecto de la pluralidad, contingencia, mutabilidad e imperfección del mundo. Qué consuelo decir, con Heráclito: “Nada es, todo es móvil…”
La leyenda áurea. En lo que respecta a la ética, el móvil parece un santoral, en el que se despliegan, incesantemente, la vida y milagros de los santos y los mártires de la religión tardocapitalista. Millonarios tocados por la gracia del éxito, influencers inspirados, trabajadores abnegados, fracasados impenitentes… Todo lo cual no hace más que aumentar nuestros sentimientos de miedo, ansiedad, envidia, culpa o vergüenza, que son las pasiones tristes con las que el poder reduce nuestra potencia, y aumenta la suya. Hemos pasado del ascetismo de la Imitatione Christi de Thomas Kempis, al consumismo falsamente hedonista de la “imitatione Christie’s”, que nos lleva a realizar todos los sacrificios económicos, dietéticos, laborales, familiares y sociales, para imbuirnos de la lujosa aura de redención que acompaña a los santos digitales. Y, del mismo modo que en otras épocas había predicadores, bulderos, milagreros y demás fauna eclesiástica, hoy hay expertos, dietistas, consejeros y gurús, que, aunque sólo buscan su provecho, no dejan de sobrecalentar la atmósfera religiosa que impregna nuestras vidas. Qué pocas cosas han cambiado, en el fondo, desde que Amado Nervo dijese aquello de:
¡Oh Kempis, Kempis, asceta yermo,
pálido asceta, qué mal me hiciste!
¡Ha muchos años que estoy enfermo,
y es por el libro que tú escribiste!
Una atmósfera que nos dice que nuestra vida en el valle de lágrimas de la realidad no es más que un medio para salvarnos en ese más allá que el móvil nos muestra insistentemente. Todo lo cual amenaza el antropocentrismo humanista (que sería mejor llamar “antropotelismo”, de telos, que en griego significa ‘fin’ u ‘objetivo’, porque no afirma que el ser humano sea el centro del cosmos, sino que la vida debe ser el fin de todos nuestros esfuerzos, y no un medio para alcanzar un fin que lo trascienda, ni religioso, ni nacional, ni económico). Porque lo que el nuevo régimen digital nos ha enseñado a creer es que nuestra vida deficitaria sólo puede redimirse siendo crucificada en el tripalium del trabajo. El capitalismo no es un humanismo. Qué de Sartre.
Por otra parte, el móvil es una especie de escopeta de feria, gracias a la cual el capitalismo ha logrado torcer (todavía más) el cañón de nuestro deseo, con el objetivo de ponernos a trabajar a su servicio. Sin duda, el ser humano siempre ha equivocado sus deseos, como bien analizó y combatió el mismo Epicuro. Pero, gracias a los móviles, el tardocapitalismo no sólo ha logrado desviarlo con mayor puntería, valga la paradoja, sino también volverlo extremadamente adictivo. Podríamos decir que sarna con gusto no pica.
El problema (para nosotros, claro) es que ninguna adicción genera un verdadero placer, porque, con el tiempo, las zonas de recompensa de nuestro cerebro se reducen, mientras que las de castigo, se amplían. Lo cual nos lleva a consumir, no ya porque sintamos el placer del consumo, sino porque no queremos sentir el displacer de la abstinencia. De ahí la “hedonia depresiva” de la que habla Mark Fisher, en Realismo capitalista, y que define como la búsqueda compulsiva de un placer, que nunca llega a colmarnos, y que él mismo compara con el impulso insaciable de revisar los mensajes del móvil. Porque si no hay mensajes, te sientes decepcionado. Y si los hay, también. Aunque en ambos casos sigues comprobando si hay nuevos mensajes. Vivir es buscar excusas para volver a mirar el móvil.
Cidade de Deus. Finalmente, el móvil es el altar sobre el que comulgamos con el cuerpo místico de la sociedad tardocapitalista. Ante él desaparece la comunidad real, diversa, mezclada, cambiante, y, sobre todo, deficitaria, para aparecérsenos como un coro angélico de productores y consumidores, dividido en pequeños grupos de interés enfrentados entre sí, reunidos bajo la lógica de la mera competición de reivindicaciones, victimismos e influencias, sin ningún tipo de valores, acciones o discursos comunes. Así, mientras competimos entre nosotros, el capitalismo nos devora uno a uno. Es el lobby feroz.
Además, el mundo digital alimenta el monismo ontológico, para el cual la realidad coincide exactamente con la posibilidad, de modo que no existe ninguna alternativa a cómo son, o se organizan, las cosas. Hay millones de imágenes, pero un solo mundo posible. La alternativa, el más allá, sólo existe a nivel individual, en ese paraíso largamente fiado de los triunfadores y los millonarios. Para el individuo there’s no limits, just do it, think big, y cómete el mundo. Para la colectividad, ajo y agua. Todo lo cual alimenta el fatalismo a nivel político y el culpabilismo a nivel personal. ¿Para qué quieres un sindicato si todo lo que necesitas es un coach? La banca siempre gana.
El móvil también moviliza los dos sentimientos religiosos, y por lo tanto apolíticos, por excelencia, como son el miedo y la esperanza, a los que Teognis llamó “poderosos daimones”. De un lado, los algoritmos saben que el miedo nos mantiene atrapados, ya sea por una curiosidad mórbida, ya sea porque la sensación de “investigar” sobre el peligro de marras constituye una fantasía compensatoria de control. De ahí que en las irisadas paredes de nuestra burbuja cognitiva, no sólo se refleje el rostro de Narciso, sino también el de Medusa. Y que las redes sociales sean, a la vez, el speaker’s corner del milenarismo actual, y un paseo dantesco por los círculos infernales del paro, la precariedad, la marginación y la soledad. Un miedo frente al cual el móvil funge como crucifijo. Y no sólo porque nos transmita una cierta sensación de seguridad, como señala Byung Chul-Han, al notar que hay gente que, en el dentista, necesita tener el móvil en la mano, para calmar su ansiedad, sino también porque nos sirve para espantar los fantasmas de la realidad. Cada vez que miramos el móvil decimos vade retro.
Pero el móvil también es la caja de Pandora de la esperanza, que se traduce en los numerosos rituales ludópatas que ritman nuestro día a día: el scroll infinito, el refresh del correo, el doblechequeo del wasap, la campanita azul del Twitter, el match de Tinder, los premios aleatorios de los juegos… Son movimientos compensatorios que relajan brevemente nuestra ansiedad, nuestra obsesión, nuestro miedo. Así se nos pasa la vida, rascando la bonoloto del refresh, dándole a la tragaperras del scroll, comprobando si nos tocó el número ganador del wasap feliz... Somos bonolotófagos… Pero también rezadores, porque cada una de esas aplicaciones es como un pequeño altar ante el cual no dejamos de orar moviendo las cuentas de esa especie de rosario digital en el que se ha convertido el móvil.
Finalmente, el sufrimiento que este sistema genera, provoca todo tipo de herejías y fanatismos. De momento, la extrema derecha se está especializando en la gestión digital de un miedo y una rabia, que ella misma se encarga de intensificar; y la izquierda woke, en la indignación, la intransigencia, el puritanismo y la agelastia. Las redes sociales son, hoy, la alternancia entre las hogueras de leña de la Inquisición y las hogueras de las vanidades de Savonarola. Pero no tenemos por qué elegir. Porque una herejía no es más que una religión esperando turno. Y lo que nosotros necesitamos es secularizar la sociedad, para que la vida individual y colectiva vuelva a ser el fin de todas nuestras acciones y deje de ser el carbón o el petróleo que quemar en el motor de un sistema socioeconómico inhumano y nihilista, para el que la vida es a la vez un medio y un obstáculo.
¿Qué hacer? Como suele pasar, se me ha ido el tiempo en el diagnóstico, y ahora apenas me queda espacio para el tratamiento. Mea culpa. Diré sólo dos cosas. Primero, la nueva ilustración digital debe saber que el nuevo avatar del infâme ya no pesca hombres desde los púlpitos de las iglesias, sino desde la red de las pantallas. Y que éstas usan las mismas técnicas de lavado de cerebro que las sectas, puesto que repiten mantras, infligen adicciones, imponen rituales, interrumpen el sueño, aíslan al individuo, prometen la salvación y nos sumen en una melaza de miedo y esperanza en la que no podemos hacer más que chapotear mientras nos hundimos. Necesitamos, pues, una desprogramación, en todos los sentidos de la palabra.
Al mismo tiempo, la secularización digital de nuestras vidas no puede limitarse a apuñalar hostias, como aseguraba la Inquisición que hacían las brujas, esto es, a obsesionarse con los móviles, sino que debe ir a la raíz del problema, enfrentándose a los mandamientos, desaprendiendo los rituales y desatendiendo a los sacerdotes de esta nueva religión. Porque, sin una redefinición profunda de nuestros modos de conocer, de ser, de vivir y de convivir, a lo máximo que llegaremos será a que, al despertarnos por la mañana, vayamos a orinar al váter antes de ponernos a orar ante el móvil. Lo cual es excusado.
Necesitamos, pues, refutar sus dogmas; desobedecer sus mandamientos; desacreditar a sus predicadores; retrasar el bautizo digital de los niños; expropiar sus iglesias; no participar en las procesiones digitales, en las que no exponemos tanto nuestras opiniones particulares como la creencia general en un sistema infeliz; no dejar que el móvil oficie todos los sacramentos de la vida capitalista, como son las comidas, los viajes, las compras o las tareas laborales; no confesarnos en las redes; no rezar el rosario por las calles…
Pero, tal y como nos enseñó Spinoza, no se puede vencer a una pasión triste más que sustituyéndola por una pasión alegre. No se trata, pues, de instituir un ascetismo sustitutorio, sino de volver a poner la vida en el centro, sin aceptar que exista nada que la trascienda; en este caso, nada económico (aunque no es imposible que vuelvan tiempos en los que tengamos que impedir que la vida vuelva a ser sacrificada ante los altares de la nación, la religión o el partido). Como diría Lenin: ¿qué hacer?
Podemos aprender a relacionarnos de otro modo con el conocimiento. Informándonos menos y mejor, diversificando nuestras fuentes, aprendiendo a gozar de la ambigüedad, estableciendo una vivencia más lúdica con la verdad, acostumbrándonos a la multiplicidad de perspectivas, recuperando, quizás, la charla de sobremesa, la lectura detenida o la conversación casual.
Podemos también pasar más tiempo en la realidad, tratando de ampliar nuestra superficie de contacto con el mundo, paseando por lugares desconocidos, hablando con gente inesperada, oliendo o degustando olores o sabores desacostumbrados, mitridizándonos, en lugar de martirizándonos, con el carácter mezclado, imperfecto y cambiante del mundo y, sobre todo, resistirnos a los cantos de sirenas (de policía) del nihilismo digital, que ya ha aprendido a articularse con los demás nihilismos anteriores.
Podemos, asimismo, reaprender a poner la vida en el centro, obligándonos a trabajar para vivir, y no a vivir para trabajar, lo cual incluye también liberar el ocio, que ha acabado convirtiéndose en una forma de consumo y de autopromoción, que busca expiar su carácter improductivo. Y también luchar contra las adicciones digitales que han profundizado nuestra sumisión, recordando, con Mark Twain, que uno no se libra de un hábito tirándolo por la ventana, sino haciéndolo bajar por las escaleras, peldaño a peldaño.
Podemos, en fin, generar un nuevo marco legal que promueva un uso más humano y democrático de los móviles. Que les ponga, básicamente, un mango, para que no nos cortemos siempre que los usamos, de modo que podamos usarlos para cortar las ignorancias y las compulsiones que nos esclavizan. Pues igual que la ilustración se propuso convertir las iglesias en bibliotecas y en museos, nosotros podemos proponernos convertir los móviles en instrumentos de emancipación. Para lo cual necesitamos una nueva secularización digital.
Éteignez l’infâme!