Abusos en las parroquias españolas: “Mientras me tocaba el cura, la sacristana aporreaba la puerta para que me soltara”
“Intocables y su palabra, inapelable”. Así describen a sus agresores la mayoría de las víctimas de pederastia que denuncian a sacerdotes parroquiales. Para muchos supervivientes, la alta posición de estos curas en la comunidad era un gran obstáculo para contar lo sucedido
María Díaz de Jesús ha guardado un secreto durante siete décadas. Una historia que hasta hace poco pensaba que se llevaría consigo a la tumba. Ahora, con 80 años, ha decidido contarla. Cuando tenía ocho, un simple recado se convirtió en un calvario con el que cargaría el resto de su vida. “No puedo olvidarlo”, explica. En 1949, vivía con su familia en el pueblo vizcaíno de Erandio, en una casa frente a la parroquia de San Agustín. Un día, su madre la mandó a esa iglesia, donde el coadjutor José Luis Pujana le entregaría un papel para que su hermano pudiera matricularse en un colegio de frailes...
María Díaz de Jesús ha guardado un secreto durante siete décadas. Una historia que hasta hace poco pensaba que se llevaría consigo a la tumba. Ahora, con 80 años, ha decidido contarla. Cuando tenía ocho, un simple recado se convirtió en un calvario con el que cargaría el resto de su vida. “No puedo olvidarlo”, explica. En 1949, vivía con su familia en el pueblo vizcaíno de Erandio, en una casa frente a la parroquia de San Agustín. Un día, su madre la mandó a esa iglesia, donde el coadjutor José Luis Pujana le entregaría un papel para que su hermano pudiera matricularse en un colegio de frailes. “En la sacristía, el sacerdote se sentó en una silla, me cogió entre sus piernas y empezó a preguntarme si me dolía la tripa. Mientras tanto, me metía la mano dentro de las braguitas”, relata. El miedo, añade, invadió su cuerpo durante varios meses. Cuando salía de casa temía cruzarse con Pujana: “Miraba a ver si venía, y me escondía en los portales”, recuerda.
Pujana es uno de los 100 sacerdotes señalados por abusar de menores mientras ejercían su ministerio religioso dentro de una parroquia, según la base de datos de este diario sobre los casos de pederastia en la Iglesia y que ya registra 840 abusadores y 1.594 víctimas. En este tipo de casos —donde el agresor es un párroco o ayudante en estos templos— las mujeres representan tres de cada 10 de los denunciantes. En la contabilidad general, las mujeres representan aproximadamente el 17,5%. La historia de Díaz de Jesús también forma parte de los 451 casos que este diario ha entregado al Vaticano y a la Conferencia Episcopal Española (CEE) en dos informes, en 2021 y 2022.
Díaz de Jesús cuenta que el abuso que sufrió derivó en unas secuelas que ha arrastrado durante toda la vida. “Cuando empecé con mi novio, que ahora es mi marido, tuve problemas. No me dejaba tocar. Se lo comenté y tuvo paciencia, pero incluso de casados yo no quería preliminares, ni tocamientos, ni nada”, dice. El recuerdo de lo que pasó le llevó hace 20 años a rastrear el nombre del acusado por internet. “Puse su nombre y me salió un artículo de una mujer hablando de él, contando su historia. Contaba justo la misma historia que yo con el mismo sacerdote. Al parecer, de Erandio se fue a San Ignacio, otro barrio de Bilbao”, relata. La web de la que habla Díaz se llama Noizbehinkakoak. La autora, que prefiere permanecer en el anonimato, publicó en 2012 una carta con el título Hoy es nuestro aniversario, cerdo, en la que relataba cómo Pujana abusó de ella entre 1985 y 1989 en la Iglesia de San Ignacio y en excursiones que organizaba el cura. Lo que escribe sucedió más de tres décadas después de los hechos que describe Díaz de Jesús. “Me horroriza pensar que este sujeto estaba actuando ya en el año 49, cuando tendría unos 35 años. Qué barbaridad”, afirma tras conocer la historia de Díaz de Jesús. La diócesis bilbaína afirma que ha abierto una investigación sobre estos hechos y se ha puesto a disposición de Díaz de Jesús y de otras posibles víctimas.
Este obispado también hace frente a otra denuncia contra otro coadjutor, el sacerdote Vicente Gorocica y Lequerica. José María Viar, de 72 años, relata que a los 10 años visitaba semanalmente la parroquia bilbaína de San Francisco de Asís, conocida popularmente como la Quinta Parroquia. Un día, describe, Gorocica le llevó a su despacho. “Cerró la puerta con llave. Tenía un despacho grande, con esos muebles antiguos. Se sentó en un sillón y me sentó encima de su rodilla derecha. Empezó a hablarme sobre la confesión y me empezó a meterme la mano por dentro del pantalón, en mis partes”, describe Viar. Minutos después, añade la víctima, alguien llamó a la puerta, pero Gorocica no abrió. “Mientras me tocaba el cura, la sacristana aporreaba la puerta para que me soltara. Él no paraba. Después de un rato, me cogió del hombro y me sacó de allí. Fuera estaba doña Concha, la sacristana, que no dijo ni una palabra”, describe Viar.
Viar no volvió a pasar por la parroquia hasta décadas después, cuando trabajaba como electricista y su empresa recibió el encargo de cablear el templo. “Mientras trabajaba, escuché a unos feligreses de la Cofradía del Nazareno —hermandad de la que el acusado fue director espiritual— que le iban a hacer un homenaje y yo les dije que ese hombre era un pederasta. Que, si le hacían un homenaje, lo contaría a la prensa. No sé qué pasó después”, explica. No volvió a hablar de su caso hasta 2022, cuando leyó en la prensa otros episodios de abusos. “Decidí contarlo y escribí a EL PAÍS. Hace poco, he estado con la comisión de obispado de Bilbao y he presentado denuncia en la Ertzaintza, aunque sé que el delito está prescrito”, dice. La diócesis de Bilbao ha informado a este diario de que continúa investigando dicho caso.
“Me decía que lo nuestro era una relación de amor”
Daban misa y catequesis. Absolvían pecados en el confesionario. Compartían desdichas y alegrías con los feligreses. Les invitaban a las fiestas, y asistían a bautizos, bodas y funerales. Pero eran intocables. Y su palabra, inapelable. Así describen a sus agresores la mayoría de víctimas de sacerdotes parroquiales. Esta posición que tenían en la comunidad hacía imposible a los supervivientes de sus abusos denunciar el daño que esta persona les estaba causando. El miedo a no ser creído era una losa demasiado pesada para ellas.
Inmaculada García, de 45 años, sintió ese peso durante muchos años. García afirma que entre 1987 y 1989 mantuvo una relación con Vicente Santamaría, por aquel entonces párroco de la Iglesia de San Jorge Mártir, en Paiporta (Valencia). “Me decía que lo nuestro era una relación de amor, una relación especial que nadie entendería. Se acabó porque yo, como persona con creencias religiosas, no lo veía bien. El sacerdote se había enamorado de mí y no podía ser. Era pecado”, explica García, también presidenta de la Asociación contra el Abuso Sexual en la Infancia (ACASI) de la Comunidad Valenciana. “Solo con el paso del tiempo y mucha terapia, me di cuenta de que eso no había sido una relación de amor, sino un abuso sexual infantil”, señala. García por entonces tenía 10, 11 y 12 años. El cura, 44, 45 y 46. “¿Hasta dónde llegaron los abusos? Hubo violación, pero fue sin violencia explícita. Hubo chantaje, hubo manipulación, pero nunca me sentí amenazada”, describe. Las agresiones más graves, declara, sucedieron en casa del cura. Tras romper con Santamaría, García dice que dejó de acudir a la iglesia y evitó “por todos los medios” cruzarse con él.
García nunca ha denunciado su caso a la justicia, aunque ahora habla abiertamente de ello: “Cuando se enteró mi madre yo tenía 12 años. Me llevó a la casa del cura, pero yo no sé qué pasó allí, porque me dejaron fuera. Ella cortó toda relación con la parroquia y me llevó a un psiquiatra en Valencia, que le dijo que o lo denunciaba o callaba. Y callamos. No se volvió a hablar del tema hasta que fui mayor. Yo incluso lo negaba, por miedo a que se creara una situación incómoda. Ahora está todo prescrito”. Sobre las secuelas, destaca la “baja autoestima”, la “constante preocupación por lo que piensen los demás”, la “necesidad enfermiza de aprobación”, las “dificultades para conocer a gente” y la “dificultad de tener relaciones de pareja”.
Hace 15 años, García explica que sintió la necesidad de buscar al párroco: “Me encontré con él en casa de su hermana. No fui sola, por recomendación de la psicóloga, que también me recomendó que no me acercara a él, que no le diera dos besos. Yo a lo que iba era a decirle que eso no había sido una historia de amor; que se llamaba abuso sexual infantil y era delito. Él me respondió que no podía negar lo que había vivido y me pidió perdón: ‘¿Has tenido un coche? ¿Y nunca le has dado por detrás a otro o te has salido de la carretera?’, me preguntó. Y yo le contesté: ‘Sí. Pero eso es un error de dos segundos, no de dos años’”. Para ella, aquella conversación fue el “click” de su recuperación. “Un subidón, un cambio radical”, confirma. La archidiócesis de Valencia cuenta que ya ha hablado con la víctima y que abrió una investigación canónica, la cual sigue abierta a la espera de una sentencia.
“Mientras vivieran mis padres, este tema no iba a salir a la luz”
Concha H. Fernández, de 59 años, siempre ha tenido un deseo: que todo el dolor que sufrió con 17 años saliera a la luz. Por eso, más de cuatro décadas después, escribió un relato al EL PAÍS donde señalaba un nombre: Álvaro Iglesias Fueyo, coadjutor de la iglesia ovetense de San Juan el Real y responsable del movimiento junior de la parroquia. “Don Álvaro, muy conocido en la ciudad, abusó sexualmente de mí en 1979″, admite H. Fernández. Un sábado por la tarde, cuenta la víctima, cuando todo el mundo se había ido para casa, el sacerdote la llamó a su despacho ubicado en la calle Fray Ceferino, en el número 24. “Cerró la puerta del despacho y me pidió que me acercara donde tenía los libros que, según él, necesitaba leer. Pasados unos minutos, al sentirlo a mis espaldas, me giré y se abalanzó sobre mí. Al tiempo que manoseaba mis pechos, intentaba restregar su pene duro, que ocultaba bajo el pantalón, sobre mi cuerpo. Mientras, me decía: ‘Te deseo, te deseo’. Fue repugnante, asqueroso, repulsivo”, recuerda.
H. Fernández dice que no sabe cómo se zafó de él, cómo salió de aquel despacho, pero recuerda haberse ido para casa “muy asustada, corriendo, llorando, muy nerviosa”. Le contó a su madre lo que había sucedido, y ella se lo contó a su padre. Tras una noche sin pegar ojo, a primera hora de la mañana del día siguiente, los padres fueron a hablar con otro sacerdote de la parroquia, Benedicto Santos, ya fallecido. “Una bellísima persona que, eso sí, nos pidió que perdonáramos a Don Álvaro y que rezáramos por él. Había sido la suya una debilidad del hombre”, describe. H. Fernández no volvió a poner los pies en la casa parroquial. Su silencio, justifica, ha durado hasta que sus padres han fallecido. “Nada pudieron hacer más allá de lo que hicieron. Entonces nadie iba a la policía. No les habrían creído. Imposible todo”, termina H. Fernández. Por eso se juró a sí misma que, mientras vivieran, “este tema, que tanto les había dolido y no habían sido capaces de gestionar, no iba a salir a la luz”.
Iglesias Fueyo dijo adiós a la parroquia ovetense de San Juan el Real en 2012, después de 40 años vinculado a ella, y se convirtió en rector de la Basílica del Sagrado Corazón de Gijón. Desde 2016 oficia la misa a las seis de la tarde en la capilla de las Hermanas Esclavas de Oviedo. “Esta persona me hizo un daño psicológico enorme. Lo conocía desde los siete años, era muy cercano a mi familia y frecuentaba mi casa. Su acción tuvo una influencia increíblemente negativa sobre mi autoestima, mi personalidad y la manera de relacionarme tanto con hombres como con personas religiosas, en las que difícilmente podía confiar”, concluye la mujer, que, no obstante, se declara creyente.
La diócesis de Oviedo no ha respondido a las preguntas de este periódico sobre si está investigando este caso. No obstante, ha publicado un comunicado en su web haciendo referencia a la investigación periodística de este diario en el que matiza que solo investigará a los acusados en los que la denuncia sea “presentada ante la oficina [de atención] por la posible víctima, con su nombre y no de manera anónima”.
“Les dijo a mis amigos que me lo estaba inventando”
Con un muro de incredulidad fue con lo que se topó David Merino, de Madrid, cuando les contó a los que eran sus dos mejores amigos que estaba siendo víctima de abusos sexuales por parte del padre Carmelo. Uno de ellos, dice, necesitó pruebas para creerle; el otro, dejó de hablarle. “Todo sucedió en 1992 o 1993. Yo tenía 16 o 17 años cuando les confesé que era homosexual. El más creyente me convenció de acudir a un psicólogo. Dicho psicólogo era cura, y me ayudaría de forma gratuita, cosa que me venía bien porque aún no me había decidido a contárselo a mis padres y yo no podía pagarlo”, explica Merino. Esta víctima recuerda que la consulta del padre Carmelo estaba muy cerca de la Parroquia de San Antonio del Retiro, de los Franciscanos, a la que pertenecía. Al acusado, lo describe como “alto, corpulento, moreno y calvo”.
Merino cuenta que acudía al despacho del “cura-psicólogo” los sábados a última hora de la mañana. Al principio, “todo era medio normal”. Pero conforme iban avanzando las sesiones, “la cosa cambió”. “Una vez conoció mis puntos débiles y mis miedos e incertidumbres, me planteó que para superar lo que me pasaba —que, según él, tenía solución— debía perder el miedo al contacto con el cuerpo de un chico. Al principio, sólo me abrazaba al finalizar la consulta. Eso sí, bajando antes las persianas. De repente, un día, me tocó los genitales y me pidió que le tocara los suyos mientras me abrazaba”, relata.
“En la siguiente sesión bajó las persianas y me abrazó, me empezó a tocar los genitales y me llevó la mano a los suyos. Luego me llevó a la sala de espera, donde tenía un sofá, y me obligó a hacerle una felación. Después me condujo al baño, donde intentó penetrarme, pero ahí creo que ya me resistí”, explica. Este superviviente reconoce que hay partes de la historia que ha borrado de sus recuerdos. Inmediatamente después, dice, se lo contó a sus amigos y estos fueron a hablar con el cura. “Les dijo que me lo estaba inventando”, lamenta. Merino, al día siguiente, dice que acudió a la consulta con una grabadora. “Hablé con el cura de lo sucedido y lo grabé todo. Acudí a mis amigos para que la escucharan y uno de ellos, el más creyente, no quiso siquiera escucharla y dejó de hablarme. El otro, mi mejor amigo, la escuchó y comprobó que era verdad lo que decía”, declara. Merino guardó esas cintas, pero no consigue reproducirlas. “De las grabaciones, no tengo reproductor de cintas, así que no he podido ir revisando las cintas que tengo”, reconoce.
El caso de Merino fue unos de los que este diario entregó al Papa en diciembre de 2021, en el primer dosier. Poco después, la orden de los Franciscanos abrió una investigación canónica y “tomó medidas cautelares”, según ha informado a este diario el secretario provincial, Antonio Arévalo Sánchez. También contactaron a la víctima para, además de conocer su testimonio, pedirle perdón y ayudarle “en todo lo que pueda devolver su dignidad y cicatrizar su herida”. Medio año después, el proceso canónico sigue abierto, a la espera de una sentencia.
Si conoce algún caso de abusos sexuales que no haya visto la luz, escríbanos con su denuncia a abusos@elpais.es