La ciudad de las bocas tapadas
La euforia de medianoche, con cientos de personas festejando el final de la obligación de la mascarilla, dio paso a una mañana de gente prudente que prefiere esperar a desprenderse de ella
Poco antes de que terminásemos Maricón perdido, la estupenda serie recién estrenada de Bob Pop, desde las calles del barrio de Chueca, en Madrid, subió un griterío que nos dejó helados: “Tres, dos, uno… ¡Fuera!”. Le di a pausa, naturalmente, entre otras razones porque en pantalla no estábamos viendo ninguna escena de sexo que requiriese una cuenta atrás; en la calle, una multitud levantaba las mascarillas al cielo y las agitaban sobre sus cabezas como si fu...
Poco antes de que terminásemos Maricón perdido, la estupenda serie recién estrenada de Bob Pop, desde las calles del barrio de Chueca, en Madrid, subió un griterío que nos dejó helados: “Tres, dos, uno… ¡Fuera!”. Le di a pausa, naturalmente, entre otras razones porque en pantalla no estábamos viendo ninguna escena de sexo que requiriese una cuenta atrás; en la calle, una multitud levantaba las mascarillas al cielo y las agitaban sobre sus cabezas como si fuesen camisetas. Eran las doce de la noche y nadie, en la plaza de Pedro Zerolo y calles adyacentes, llevaba puesta la mascarilla. Escribí a una amiga: “Me voy a volver loco para encontrar a alguien mañana con mascarilla”. A las doce del mediodía del sábado, otro mensaje: “No me esperéis porque aún no he hablado con nadie sin mascarilla”. Las dos Españas, la de Quijote y la de Sancho, la que levita y la que se pega al suelo; “el loco que vive su sueño y el que te dice que poca broma, que lo que importa es comerse mañana un cocido y dejarse de hostias”, según David Trueba a propósito no de las mascarillas sino del libro.
Así que la ola de euforia de la madrugada del viernes al sábado se convirtió, desde primera hora de la mañana de este día, en precaución. ¿Por qué? Eulalia, de 47 años, medio bromea: “Porque los que madrugamos solemos ser más responsables”. Rodrigo, de 29: “Prefiero esperar un tiempo”. Marcos, de 57: “Me parece bien la medida, yo me siento más seguro con ella porque la incidencia sube poco a poco, y no me cuesta llevarla un poco más”. Una mujer de mediana edad acompañada de su hijo bajando la calle Preciados: “Nos la hemos puesto para estar por el centro de compras, demasiada gente aquí. Somos de Arroyofresno, allí no la llevamos”. Chiara, 25 años, sin la mascarilla puesta, y Ángel, de 28 años, con ella, sentados frente al palacio de la prensa en Gran Vía: “Yo me la quito cuando me da el sol y porque me dan sofocos, estoy embarazada. Pero prefiero llevarla por mi estado, y porque no creo que me vacunen así. Somos partidarios en cualquier caso de llevarla”, dicen los dos, ella italiana y él andaluz, aunque viviendo en Madrid.
Conté al salir de casa las primeras cincuenta personas con las que me crucé: 38 con mascarilla y 12 sin ella. Según uno avanzaba por el centro de Madrid, el porcentaje se mantiene. Hay parejas en las que la lleva uno y otro no. Parejas sentimentales y de amigos. En la calle Montera, esquina con Sol, estaban sentados cerca del mediodía Francisco Domínguez, de 70 años y con la mascarilla puesta, y Francisco Lorenzo, de 89, sin ella. ¿Amigos? “Pon conocidos, mejor”, dice Lorenzo. Domínguez da sus razones para llevarla: “No me fío de cómo están subiendo los contagios. Quizá en espacios abiertos me la quite, pero en el centro y con tanta gente prefiero llevarla. Yo tengo buena información, veo los telediarios y escucho a los expertos: hay varios que dicen que la medida se ha tomado demasiado pronto y traerá consecuencias”. Francisco Lorenzo es más tajante: “Lo de las mascarillas es una mafia que gana miles de millones. Se va a quedar para siempre”, y cuando Domínguez quiere interrumpirle, le responde: “Cállese usted que yo he estado callado mientras hablaba”. Al otro lado de la calle cruza un tipo con pinta de jipi al que Francisco Lorenzo, que cumple 90 dentro de unos días, le espeta a gritos en extraño tono de complicidad: “¡Dúchate! Que eres un cerdo”. ¿Son amigos?, le pregunto a Domínguez. “Pon conocidos”.
En Sol hay un hombre al que tengo ganas de echarle la grabadora. Habla para su teléfono móvil, que sostiene con un paloselfi. Da vueltas por la plaza mientras lo sigo tímidamente a la espera de poder cazarlo. Me despisto un momento y, cuando menos me lo espero, el hombre sale de detrás de la estatua del oso y el madroño apuntándome con el palo. “¡Lo tenemos! Vamos a hacerle una pregunta”. Ha resultado ser un periodista ecuatoriano en conexión en directo. Que me pregunta por qué llevo la mascarilla puesta. “Porque me estoy dirigiendo a muchos desconocidos, es educación”. Me pregunta qué opino. Qué opino de qué. A nuestro alrededor pasan decenas de peatones, la mayoría con mascarilla y sudando la gota gorda. Le pregunto cómo se llama él, que se da la vuelta para que lea su nombre en la espalda: “J. R”. Y él, ¿qué opina? Hace un calor de espanto a esta hora en Madrid. El hombre coge aire y hace una declaración institucional: “Lo que diga el Gobierno va a misa. Es la máxima autoridad”. ¿Y qué dice el Gobierno? “Que la gente ya puede ir sin mascarilla”. Y los dos, con la mascarilla puesta, nos despedimos hasta la próxima.