Madeleine no encuentra la paz en las redes sociales
Las sospechas sobre un alemán en prisión como presunto asesino de la niña reaviva las especulaciones en los medios
La noticia saltó el jueves: la Fiscalía alemana tenía un firme sospechoso de la desaparición de la pequeña Madeleine. En medio de la mayor crisis sanitaria y económica de las últimas décadas, que no ha abandonado las portadas de los diarios durante meses, los tabloides británicos se volcaron el viernes en el anuncio realizado horas antes por las autoridades alemanas de que habían dado con un nuevo sospechoso. Y ofrecían en bandeja...
La noticia saltó el jueves: la Fiscalía alemana tenía un firme sospechoso de la desaparición de la pequeña Madeleine. En medio de la mayor crisis sanitaria y económica de las últimas décadas, que no ha abandonado las portadas de los diarios durante meses, los tabloides británicos se volcaron el viernes en el anuncio realizado horas antes por las autoridades alemanas de que habían dado con un nuevo sospechoso. Y ofrecían en bandeja el titular: “Asumimos que está muerta”. Incluso The Times, que dedicaba a la pandemia su noticia principal, llevaba a primera una vez más la foto de la niña. Las redes sociales, que han tenido estos años un papel fundamental a la hora de mantener vivo el caso, volvieron a activarse, con comentarios tan hirientes como los que acabaron hace seis años en una nueva tragedia.
En 2014, Brenda Leyland, de 63 años, decidió encerrarse en la habitación de un hotel de Leicestershire (Reino Unido) y acabar con su vida. El periodista especializado en sucesos de la cadena SkyNews, Martin Brunt, se había presentado días antes en la puerta de su casa para decirle que sabía que era ella la persona que se escondía en la red social Twitter bajo el nombre de @sweepyface. Antes de morir, en menos de un año, Leyland publicó 424 tuits injuriosos contra Gerry y Kate McCann, los padres de la niña Madeleine, desaparecida el 3 de mayo 2007, a la edad de tres años, en el Algarve (Portugal). Les llamaba “lo peor de la humanidad” y deseaba que no dejaran de “sufrir el resto de sus miserables vidas”. Divorciada y con dos hijos ya mayores, tenía un historial depresivo y un intento de suicidio. Y cayó en la obsesión compartida entre millones de británicos por “el caso de una persona desaparecida del que más se ha informado en la historia moderna”, según dijo The Daily Telegraph un año después de la abducción de Maddie.
Ya lo dejó escrito George Orwell: “Tu pipa humea dulcemente, sientes debajo los mullidos cojines del sofá, las llamas del hogar están vivas, el aire es cálido y estancado. En estas gozosas circunstancias, ¿de qué te apetece leer? Naturalmente, sobre un asesinato”.
El caso Madeleine tenía muchos ingredientes para cautivar y dividir, durante años, a los británicos. Su rostro angelical de melena rubia y ojos claros (“Guapa y fotogénica, algo que marca la diferencia. No debería, pero lo hace”, ha escrito el columnista David Aaranovitch); su desaparición en un país extranjero; el sufrimiento de una madre y un padre de clase media acomodada a los que les sucede la mayor de las pesadillas, la evaporación de un hijo en medio de la noche. Pero, a la vez, el implacable juicio popular a unos progenitores que dejan solos en la habitación del apartamento de vacaciones a una hija de tres años y a dos mellizos de un año y se van a cenar con amigos a cincuenta metros de distancia. Y finalmente, la aparición de las redes sociales como multiplicador de un odio anónimo que por fin tiene altavoz para hacer notar su presencia. Facebook había comenzado a andar en 2004. Twitter, dos años después, en 2006. Ya no era una novela de Agatha Christie sino un juego de rol online en el que muchas personas, como Leyland, se apropiaron de una causa que no les pertenecía sin medir las consecuencias de su entusiasmo activo.
“Resulta doloroso y difícil de entender. ¿Por qué escribiría alguien una cosa así? ¿Por qué añadir más dolor? ¿Por qué hacer eso desde una posición de ignorancia?", se lamentaba Kate McCann en una entrevista televisiva concedida en el décimo aniversario de la desaparición de Madeleine, en 2017. Las redes se inundaron de acusaciones contra el matrimonio. Las más suaves, les condenaban por negligencia. Las más vitriólicas alimentaban la idea de que habían causado por accidente la muerte de la niña y ocultado el cadáver.
Cuando el pasado jueves la Fiscalía alemana señaló a Christian B., de 43 años, un preso condenado ya por otros delitos sexuales a menores, como sospechoso principal, las redes sociales se reactivaron. En una cuenta de Twitter se podía leer: “Un alemán conocido solo como Christian B., señalado como sospechoso del asesinato de Madeleine McCann”. Junto al texto, la foto del padre de la pequeña retocada con un bigotito como el de Hitler. Otros mostraban su escándalo porque la noticia (la Fiscalía llevaba dos años detrás del individuo, que al parecer se había delatado en un chat privado de Internet) surgiera justo cuando miles de personas protestaban en las calles de Londres bajo la consigna de Black Lives Matter por la muerte de George Floyd. La mayoría ponía en duda la culpabilidad del presidiario.
La historia de Madeleine fue la de una ofuscación nacional que se retroalimentó de modo enfermizo. Los periódicos aseguraban tiradas y las televisiones audiencia. La policía portuguesa abrió y cerró dos investigaciones. Scotland Yard retomó el caso en 2011, por presión directa del entonces primer ministro, David Cameron. La pequeña fue presuntamente avistada durante estos trece años en la localidad británica de Dorset y en Nueva Zelanda; en Australia o en una niña “de mirada triste” en una gasolinera de Marrakech; de la mano de una pareja francesa que recorría India o devuelta a sus padres por un matrimonio portugués que la localizó. La Operación Grange (Cortijo) ha gastado más de 13 millones de euros del erario público y un sumario de 30.000 páginas en el que se incluyen casi 9.000 potenciales apariciones de Madeleine en más de 100 países.
“Nunca perderemos la esperanza de encontrar a Madeleine con vida, pero cualquiera que sea el resultado, necesitamos saber y necesitamos encontrar la paz”, dijeron el jueves Gerry y Kate McCann al conocerse la noticia. Refugiados en su fe católica y volcados en sus dos mellizos, de 14 años, descubrieron ya hace unos años que el primer paso para lograr esa anhelada paz era no asomarse ni por asomo al abismo de Internet.