Viejo corsario

Debería estar repasando viejos cuadernos, tomando notas, investigando, decidiendo qué incluir en la novela y qué descartar, preparándome para coger un tren que me dejaría en la estación de Hudson

Una mujer con mascarilla camina frente a los rascacielos de Nueva York, en una imagen del 10 de abril.John Minchillo (AP)

Ahora mismo debería estar en Nueva York, paseando por sus calles sola, disfrutando del ajetreo de la ciudad que visité hace seis años acompañada de mi padre y de mis hermanos y que tanto me gustó a pesar de que iba predispuesta para la decepción después de lo que pasó en París. Al contrario que los franceses, los neoyorquinos me parecieron amables, educados y dulces. Incluso en las colas de los comercios, la gente entablaba conversación por el simple hecho de estar compartiendo espacio vital y no porque quisieran obtener algo. Entonces, me pareció que los neoyorquinos carecían de ese deje mezq...

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Ahora mismo debería estar en Nueva York, paseando por sus calles sola, disfrutando del ajetreo de la ciudad que visité hace seis años acompañada de mi padre y de mis hermanos y que tanto me gustó a pesar de que iba predispuesta para la decepción después de lo que pasó en París. Al contrario que los franceses, los neoyorquinos me parecieron amables, educados y dulces. Incluso en las colas de los comercios, la gente entablaba conversación por el simple hecho de estar compartiendo espacio vital y no porque quisieran obtener algo. Entonces, me pareció que los neoyorquinos carecían de ese deje mezquino tan europeo que, en el caso más extremo se convierte en odio y en el más leve adquiere formas diversas y compartidas por la mayoría en las cuales subyace siempre la desconfianza en el otro.

Debería estar repasando viejos cuadernos, tomando notas, investigando, decidiendo qué incluir en la novela y qué descartar, preparándome para coger un tren que me dejaría en la estación de Hudson, a 124 millas de la estación de Penn, donde un desconocido estaría esperándome para llevarme en coche a una organización internacional sin ánimo de lucro que ofrece residencias artísticas. Tendría que estar chequeando en mi móvil todos los sitios en los que sirven “la mejor hamburguesa de Nueva York” y apuntando todas las cosas que querría hacer en la ciudad antes de irme a la residencia para después quedarme en el hotel leyendo una novela, mordiéndome las uñas, mirando Twitter y sintiéndome culpable. O al menos, debería estar algo apenada por no estar haciendo todo esto. En cambio, siento un profundo alivio, después culpa por sentir alivio y finalmente, ganas de abrazar a mi padre, que se ha dejado una barba que a él le parece de “viejo corsario” y a mí solamente de viejo. Pienso mucho en los viejos, pero sobre todo pienso en el mío y en que por favor, por favor, no lo mate el virus. No antes de que podamos pasear juntos por la playa y meternos en el mar helado, no antes de que probemos las croquetas del Izenbe, no antes de que le prepare un plato complicadísimo que hice hace poco y que me salió bastante bien. El 1 de abril cumplí 32 años y no se acordó, pero no se lo tuve en cuenta. 16 días después, él cumplió 76.

Zorionak, aita.

— Gracias, hija. Tengo muchas ganas de dar un paseo por la playa.

—Ya lo sé.

—¡Y de verte!

—Ya lo sé. Te quiero mucho, aita.

—¡Ya lo sé!

Aún no me han llamado de la red de cuidados de mi barrio, lo cual significa que hay tanta gente apuntada que no hago falta. Desde que empezó el confinamiento, compro flores todas las semanas. Aunque no sustituyen al júbilo que me invade cada vez que me baño en el mar, sí hay regocijo en ese capricho y en el ritual que lo acompaña: el paseo hasta la tienda, la elección de las flores, desenvolverlas al llegar a casa, cortarles parte del tallo y sumergirlas en un jarrón de motivos marineros. Contemplarlas y pensar que los viejos de mi barrio están bien y que el corsario me espera.

Lucía Baskaran es escritora. Su última novela es Cuerpos malditos (Temas de Hoy, 2019).


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