El presente continuo
No se puede planear nada, la dimensión temporal sólo abarca un lento presente continuo cuya marcha se contabiliza, a la hora de ponernos trágicos, en un conteo de víctimas
Vivo en Bogotá. Vivo solo. Salgo poco a la calle. Ya jubilado, desde hace más de diez años, me recogí en este apartamento silencioso que mira a los cerros orientales. Aquí hago nada, a ratos leo, a veces escribo. Esa es mi vida que se volvió obligatoria desde el 17 de marzo, día en que el gobierno dictó el decreto de ‘aislamiento preventivo obligatorio para mayores de 70’. Los setentones somos población de alto riesgo, presa deseable para el virus. Además, añado otro ‘alto riesgo’, tengo enfermedad pulmonar como corresponde a un devoto tabaquismo de más de 50 años, del que tuve que abjurar a c...
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Vivo en Bogotá. Vivo solo. Salgo poco a la calle. Ya jubilado, desde hace más de diez años, me recogí en este apartamento silencioso que mira a los cerros orientales. Aquí hago nada, a ratos leo, a veces escribo. Esa es mi vida que se volvió obligatoria desde el 17 de marzo, día en que el gobierno dictó el decreto de ‘aislamiento preventivo obligatorio para mayores de 70’. Los setentones somos población de alto riesgo, presa deseable para el virus. Además, añado otro ‘alto riesgo’, tengo enfermedad pulmonar como corresponde a un devoto tabaquismo de más de 50 años, del que tuve que abjurar a comienzos de este siglo. Dos razones más para seguir en mi casa, mínimo, lo dice el presidente en su decreto, hasta el 30 de mayo.
Si me sitúo antes de la fecha del encierro obligatorio y miro la agenda, durante la segunda quincena de marzo iba a ir dos veces a Medellín, recibiría a un amigo que venía de paseo desde España y luego yo mismo me iría a Madrid en abril. Todo cancelado: desde antes de ese día, viendo cómo iban las cosas, supe que nada de lo previsto iba a suceder. La plaga de Covid-19 nos instaló en un presente continuo por tiempo indefinido. El presente ocupa toda la dimensión temporal. No hay lugar a futuro.
No sé si ese hipotético 30 de mayo, día fijado como final de la cuarentena para mayores de 70, sea en realidad el término del encierro. No se puede planear nada, la dimensión temporal sólo abarca un lento presente continuo cuya marcha se contabiliza, a la hora de ponernos trágicos, en un conteo de víctimas. Por eso mismo, por no llegar a esa depresiva —y obsesiva— tarea, me dicté yo mismo varias leyes: la primera es limitar el acopio de información a la primera media hora del día. Tengo la ventaja de nunca haber ido más allá del correo electrónico; no tengo guasáp, ni féisbuc, ni pertenezco a ninguna comunidad virtual; desde antes estaba blindado contra la sobre información. Me quedan el teléfono y el correo para conectarme con los amigos.
Procuro tener el ánimo arriba y vivir la incertidumbre pensando lo peor; paradójicamente, la receta funciona. Con la edad que tengo y con la enfermedad pulmonar, mis plazos para salir a la calle fluctúan entre los tres meses que calcula la alcaldesa de Bogotá y el año que tomará la llegada de la vacuna, según los virólogos. Ser de alto riesgo significa, también, darle más tiempo a la etapa posterior a la plaga. Antes, a no tocar los pasamanos, a no estar al alcance de la saliva de nadie, a lavarme las manos, a seguir dedicado a leer, a escribir a ratos, a mirar por la ventana, a hacer nada.
Darío Jaramillo Agudelo es escritor. Su último libro es Poesía selecta (Lumen, 2018).
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