Los brasileños que no pueden parar: “Tememos más al caos que al coronavirus”
La hora punta en el símbolo de la mayor metrópoli brasileña aparenta una extraña normalidad entre algunos trabajadores expuestos a la epidemia que ya se ha cobrado 59 vidas en la ciudad
Cualquiera que esté acostumbrado a caminar por la Avenida Paulista después de las cinco de la tarde sabe que es prácticamente imposible transitar por la acera sin toparse con alguien o alguna bolsa de compras o un que otro paraguas en días lluviosos. Ahora, en pleno estado de calamidad, que ha impuesto el cierre de las tiendas esta semana como medida restrictiva contra la propagación del coronavirus, la avenida más tradicional de São Paulo está mucho más vacía durante la hora punta, pero no tan desierta como uno podría imaginarse. Siguen circulando automóviles, autobuses —algunos llenos de pas...
Cualquiera que esté acostumbrado a caminar por la Avenida Paulista después de las cinco de la tarde sabe que es prácticamente imposible transitar por la acera sin toparse con alguien o alguna bolsa de compras o un que otro paraguas en días lluviosos. Ahora, en pleno estado de calamidad, que ha impuesto el cierre de las tiendas esta semana como medida restrictiva contra la propagación del coronavirus, la avenida más tradicional de São Paulo está mucho más vacía durante la hora punta, pero no tan desierta como uno podría imaginarse. Siguen circulando automóviles, autobuses —algunos llenos de pasajeros—, repartidores en motocicleta, ciclistas, turistas, personas sin techo y, sobre todo, trabajadores que no han tenido la opción de quedarse en casa para protegerse de la pandemia.
“Estoy en la calle por obligación, no por diversión”, explica la cajera de supermercado Maria Lemos, de 35 años, uno de los servicios esenciales que continúan funcionando. Como tiene que salir todos los días a trabajar, ha decidido dejar a su hijo de 17 años con su madre, de 52, que padece cáncer. Hace dos semanas, por precaución, dejó de visitar a su familia y tiene la intención de vivir sola durante la cuarentena para poder pagar las facturas, ya que su madre y su padrastro, que tienen una peluquería, han tenido que cerrar. En su trayecto hasta la Avenida Paulista, lleva guantes y una mascarilla, y, en la mochila, un kit de higiene con alcohol en gel. “Mientras nosotros, los empleados, tomamos todas las precauciones posibles, el presidente ordena a la gente que haga lo contrario. Para mí, es un genocida”, considera Lemos.
Se refiere a la declaración que hizo en televisión el martes pasado el presidente Jair Bolsonaro, que subestimó de nuevo la dimensión de la pandemia al pedir el fin del confinamiento masivo y la reapertura de los comercios. El jueves se planteó lanzar una campaña: “Brasil no puede parar”, que la Justicia Federal de Río de Janeiro prohibió dos días después por estimular comportamientos que no están “basados en directrices técnicas, emitidas por el Ministerio de Sanidad, fundadas en documentos públicos de entidades científicas reconocidas en el campo de la epidemiología y de la sanidad pública”. Sin embargo, para el artista callejero y vendedor ambulante Vagner Domingues, de 61 años, que empezó a vender alcohol en gel frente a una estación de metro de la Paulista al inicio de las medidas de aislamiento, la máxima autoridad del país tiene razón.
“Necesito trabajar, amigo. Las personas tienen miedo de algo que ni siquiera saben qué es”, dice el cantante, y garantiza que, a pesar de que forma parte del grupo de riesgo debido a su edad, seguirá con su rutina normalmente. “Temo más al caos que al coronavirus. Si el país se detiene, esto se convertirá en un caos. Al coronavirus nadie lo ve, pero al caos todos lo conocen”.
Dimas Oliveira, de 65 años, también forma parte del grupo de riesgo, aún más porque es hipertenso. Distribuye volantes promocionales de una farmacia en una parada donde dos docenas de pasajeros esperan a que llegue el autobús. Se enorgullece de no haber faltado ningún día al trabajo en más de tres años, antes de gritar que no se quedará en casa “ni por decreto”. Como aún no se ha jubilado, cree que vale la pena correr el riesgo para mantener el salario mínimo que cobra. “El jefe no me ha despedido. Si falto, me pone de patitas en la calle. ¿Algún político me pondrá comida en la mesa? Estuve mucho tiempo trabajando informalmente. No puedo dejar de trabajar hasta que tenga derecho a jubilarme”.
Nacido en Recife, Jonas Lopes da Silva, de 28 años, vive en São Paulo desde hace cuatro años y trabaja como pintor de fachadas. La empresa para la que trabaja distribuyó guantes y mascarillas a los empleados, pero no les permitió parar durante la cuarentena. A pesar de estar molesto y temer contagiarse en el trabajo o en el trayecto en autobús a Diadema, donde vive solo, sigue trabajando. “¿Y mis hijos?”, justifica, refiriéndose a la pensión que paga a los dos pequeños que dejó en Pernambuco. “El presidente [Bolsonaro] se equivoca. Esto es muy peligroso, nadie debería trabajar. Pero, como llegamos a un acuerdo con el jefe, no podemos hacer nada, ¿no?”. El pasado viernes, en otra parte de la metrópoli, una manifestación impulsada por partidarios de Bolsonaro protestó por el cierre del comercio que había determinado el gobernador João Doria.
El Estado de São Paulo es el que registra más casos de coronavirus. Ya hay más de 1.400 infectados, un tercio del total de contagios en el país, y 10 muertes por Covid-19 cada 24 horas. Hasta el viernes, solo la capital contaba con 59 muertes. El escenario alarmante en el epicentro brasileño de la pandemia preocupa a William Carlos, de 20 años, pero no lo intimida. El mes pasado, comenzó a trabajar como repartidor para aplicaciones de entrega de comida a domicilio. Aunque el brote de Covid-19 no deja de propagarse por toda la ciudad, convenció a su amigo Gabriel Alves, de 17 años, de que trabajara de lo mismo.
“Hay que darlo todo. Hay entregas todo el día”, dice el adolescente sobre su primera semana de trabajo y el aumento de la demanda de pedidos debido al confinamiento colectivo. Ambos viven en Taboão da Serra, en la región metropolitana de São Paulo, y recorren 22 kilómetros en bicicleta desde su casa hasta la Avenida Paulista, además del trayecto de vuelta y las carreras según lo soliciten los clientes a través de la aplicación. “Si no necesitáramos el dinero, nos quedaríamos en casa, escondiéndonos de este virus. Desafortunadamente, no tenemos otra opción”, dice William, que trata de protegerse con una mascarilla y mucho alcohol en gel.
El tránsito de bicicletas en el carril bici de la Avenida Paulista —impulsado principalmente por repartidores independientes, pero también por ciclistas que ignoran la recomendación de aislamiento— ofrece un aire de normalidad en un momento en el que las calles deberían estar vacías. También se observa a la clásica pareja de turistas que no pierde la oportunidad de registrar la postal y sacar fotografías entre los peatones que esperan que el semáforo se ponga verde para cruzar la avenida.
La impresión es que hay más personas circulando por la ciudad más afectada por el coronavirus que el día de la huelga general que detuvo a São Paulo, hace tres años. La mayoría de ellos lo hace por obligación, como señala Maria Lemos. “No puedo permitirme quedarme sin trabajo”, insiste la cajera. “Aun así, me asusta esta enfermedad, que no es ni de lejos una simple gripe. Quien pueda quedarse en casa, que lo haga, por favor”.
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