No es la historia, es el presente y, sobre todo, el futuro

Lo que realmente une a las comunidades imaginarias del siglo XXI son valores de solidaridad e igualdad que jamás se le pasaron por la cabeza a ningún antepasado

Un trabajador sanitario inspecciona una muestra de un paciente con coronavirus en Cremona (Italia)MATTEO CORNER (EFE)

En estos días de reclusión forzada, me viene a la cabeza el concepto de “comunidades imaginadas”, acuñado por Benedict Anderson en los años 80: comunidades de gentes que, aunque no nos conozcamos, ni jamás vayamos a darnos siquiera la mano, estamos convencidos de estar unidos porque compartimos una lengua, unas creencias o unos valores que pensamos nos distinguen de las demás. Anderson apuntó además el papel que jugaron los medios de comunicación de masas o la educación en la difusión y exaltación de los rasgos propios de cada una de estas comunidades, lo que explica, al menos en parte, el aug...

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En estos días de reclusión forzada, me viene a la cabeza el concepto de “comunidades imaginadas”, acuñado por Benedict Anderson en los años 80: comunidades de gentes que, aunque no nos conozcamos, ni jamás vayamos a darnos siquiera la mano, estamos convencidos de estar unidos porque compartimos una lengua, unas creencias o unos valores que pensamos nos distinguen de las demás. Anderson apuntó además el papel que jugaron los medios de comunicación de masas o la educación en la difusión y exaltación de los rasgos propios de cada una de estas comunidades, lo que explica, al menos en parte, el auge político que han tenido los nacionalismos en los dos últimos siglos.

Una de las creencias más arraigadas entre los miembros de cada una de estas “comunidades imaginadas” es la existencia de un “pasado común”. Infinidad de historiadores han dado cuerpo a esta idea con relatos de héroes nacionales o pueblos ancestrales, que habrían vivido y, a veces, habrían luchado e incluso muerto, enarbolando la misma lengua y los mismos ideales que supuestamente nos identifican. Cualquiera puede recitar de carrerilla los grandes personajes o hazañas que historiadores, enseñantes o publicistas le han contado que encarnaron en el pasado el espíritu de esta o de aquella nación: desde Don Pelayo o los Reyes Católicos, hasta Rafael Casanovas y los sucesos de 1714, pasando por la irreductible resistencia del pueblo vasco frente a cualquier enemigo exterior. Naturalmente, estas reivindicaciones provocan interminables discusiones sobre la falsedad histórica de cuanto propone la comunidad rival a la nuestra, pues siempre hay argumentos para intentar demostrar que ni Don Pelayo inició la Reconquista, ni los Reyes Católicos tuvieron un proyecto de unidad nacional, ni los catalanes que se rebelaron contra los Borbones lo hicieron por algo que no fuera más que una mera querella dinástica. Es un bucle sin fin.

Además de inútil, siempre me ha parecido peligroso este empeño por buscar en el pasado “unidades de destino en lo universal”, sean del signo que sean. Las identidades a través de los tiempos las carga el diablo, como bien demuestran quienes practican violencias físicas y verbales justificándolas en los deberes sagrados y las heroicas resistencias de los ancestros. Por eso, ya va siendo hora de que los historiadores dejemos de jugar a ser los astrólogos que descifran constelaciones nacionales en el pasado, y pasemos a ser los astrónomos que escudriñan en el universo del tiempo los elementos que nos han traído hasta aquí. Quizá de esta forma, seríamos capaces de entender y hacer entender que lo que realmente une a las comunidades imaginarias del siglo XXI son valores de solidaridad e igualdad que jamás se le pasaron por la cabeza a ningún antepasado. Sin esos valores no se explicaría que exista un personal sanitario que, sin conocernos, nos atiende sin distinción de edad, raza o religión, que cada día haya gentes que garantizan nuestra subsistencia y nuestra seguridad, o que ahora mismo hombres y mujeres en todo el mundo estén trabajando contrarreloj para buscar una cura que frene la pandemia. De todos ellos, y de los vínculos imaginarios que les unen a nosotros, depende en estos momentos todo nuestro futuro.

Eduardo Manzano Moreno es profesor de investigación del CSIC y British Academy Global Professor en la Universidad de St. Andrews. Su último libro La corte del Califa. Cuatro años en la Córdoba de los omeyas ha sido publicado por la Editorial Crítica.

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