Súbanme los impuestos
Lo que quizá quede de esta crisis es la convicción de que sin lo público somos seres insignificantes
El sexto día de confinamiento me acordé de Santa Teresa y su célebre sentencia: “Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”. Desde hace cinco o seis años tengo el deseo cada vez más terminante de permanecer en casa. La vida social, que antes me parecía admirable, ahora me parece excesiva y prescindible. Me gusta trabajar en casa, dedicar tiempo a mis libros amontonados, dormir a deshoras y ver películas en mi pantalla de cine gigante.
Plegarias atendidas. Reclusión forzosa, cautiverio. No ha llegado aún el momento de derramar las lágrimas, pero llegar...
El sexto día de confinamiento me acordé de Santa Teresa y su célebre sentencia: “Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”. Desde hace cinco o seis años tengo el deseo cada vez más terminante de permanecer en casa. La vida social, que antes me parecía admirable, ahora me parece excesiva y prescindible. Me gusta trabajar en casa, dedicar tiempo a mis libros amontonados, dormir a deshoras y ver películas en mi pantalla de cine gigante.
Plegarias atendidas. Reclusión forzosa, cautiverio. No ha llegado aún el momento de derramar las lágrimas, pero llegará pronto. Tengo una casa grande, una terraza enorme, la despensa llena, aproximadamente mil libros pendientes de lectura y un marido que me acompaña en carne real. Sin embargo, en la asfixia del encierro forzoso, dedico mucho tiempo a pensar en personas a las que no conozco. En quienes están aislados en una habitación interior y poco confortable. En los que no tienen compañía y solo tocan la piel fría de las pantallas. En aquellos que en vez de leer prefieren jugar al fútbol o ir a la piscina. En los que vivían al día y ahora han perdido el empleo y el dinero que necesitan para comprar comida. Pienso mucho, sobre todo, en los que están muriendo solos; o, aún peor, en los que se ven obligados a dejar morir a algunos de sus seres queridos sin acercarse a ellos.
Todos estamos convencidos ahora de que de esta guerra saldrá una sociedad mejor. Una sociedad en la que seremos capaces de sentir otros afectos y de cambiar el individualismo por la solidaridad. A mí me parece, en cambio, que esta creencia está inspirada en Santa Bárbara, de la que nos acordamos siempre cuando truena pero a la que olvidamos enseguida luego. El confinamiento será duro y dejará cadáveres de todo tipo, pero no durará el tiempo suficiente como para transformarnos.
El otro día aparecía en la prensa gallega la noticia de que el dueño de un local de Vigo había escrito a su arrendataria para decirle que mientras se mantuviera el estado de alarma no le cobraría la renta.
¿Cuántos caseros acomodados están perdonando el alquiler a sus inquilinos pobres? ¿Cuántos funcionarios o profesionales solventes pagan a sus asistentas domésticas aunque no trabajen? ¿Cuántas empresas con beneficios acumulados van a asumir las pérdidas de la crisis sin despedir a nadie? ¿Cuántas personas de las que llegan muy bien a fin de mes están reclamando que este año les suban los impuestos?
La reconstrucción después de una guerra no se hace con buenas intenciones ni con empatía espiritual. Hace falta dinero, trabajo y transferencias de riqueza. Por eso, en estos días, además de pensar melancólicamente en los que pasan penurias y soledad, estoy haciendo un inventario materialista de los modos en los que puedo contribuir a la recuperación. Algunos de ellos me competen solo a mí, pero otros están lejos de mi alcance y solo podrán hacerse —por otros— con mi dinero. Me gustaría que empezara a correr el hashtag diciendo #SúbanmeLosImpuestos. Es el momento de que los que podemos aportar más lo hagamos. No en una rifa benéfica ni en un mercadillo de caridad, sino en la declaración de la renta. Porque lo que quizá sí quede de esta crisis es la convicción de que sin lo público somos seres insignificantes.
Luisgé Martín es escritor, autor de El amor del revés (Anagrama)
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