Análisis

Tras la pista de los números de la violencia contra las mujeres en México

Para tratarse de un presidente que llegó al poder con un discurso de cambio, las prácticas de López Obrador parecen enraizadas en el entramado que favorece la impunidad de la violencia de género

Mujeres durante la marcha del 8-M en Ciudad de México, el domingo pasado.Gladys Serrano

Las mujeres de México han sido las primeras en poner seriamente en cuestión el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. El detonante: la respuesta del mismo ante los casos de feminicidio, y la violencia contra la mujer en general. Para tratarse de un mandatario que llegó al poder con un discurso vehemente de cambio, sus prácticas y las de su entorno parecen profundamente enraizadas en el entramado institucional y cultural que favorece la impunidad de la violencia de género en el país.

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Las mujeres de México han sido las primeras en poner seriamente en cuestión el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. El detonante: la respuesta del mismo ante los casos de feminicidio, y la violencia contra la mujer en general. Para tratarse de un mandatario que llegó al poder con un discurso vehemente de cambio, sus prácticas y las de su entorno parecen profundamente enraizadas en el entramado institucional y cultural que favorece la impunidad de la violencia de género en el país.

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Como ejemplo paradigmático, hace unas semanas solo el Fiscal General propuso la eliminación del delito de feminicidio de la clasificación penal mexicana. Su argumento se resumía en que la existencia de un tipo agravado que había que identificar de acuerdo con una serie de criterios (que se resumen en saber si la mujer fue agredida por su género) ralentizaba los procesos. La respuesta de la sociedad civil fue casi inmediata, y lógica: en las palabras del Fiscal se aceptaba implícitamente la incapacidad del Estado con los medios de que dispone de lidiar con el tamaño del fenómeno.

Todos los análisis comienzan en este dato: en México, una minoría de los homicidios de mujeres son clasificados como feminicidio. Así lo muestra tanto el mapa elaborado con fuentes no oficiales por María Salguero, como una simple comparación de los propios datos proporcionados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.

Lo que es más llamativo aún es la enorme variación que existe entre entidades federativas en dicha proporción. En algunos casos. Difícilmente esta variación puede atribuirse por completo a condiciones estructurales distintas en cada Estado. Con estos datos de origen, Lisa Sánchez, politóloga y directora general de México Unido Contra la Delincuencia, es tajante: “¿Cuántos feminicidios ocurren realmente en el país cada año? No lo sabemos”. Y a renglón seguido resume algunas de las razones para la variación: la distinta de la tipificación entre entidades federativas, la multiplicidad de fuentes oficiales sin criterio unificado, e incluso las decisiones discrecionales de las autoridades sobre el terreno.

Cabe aquí reseñar que la ‘cifra negra’ de delitos contra las mujeres (no denunciados, no investigados) que estima el Instituto Nacional de Estadística (INEGI) mexicano ronda o supera en todos los casos el 90%. Este número, resalta Sánchez, “no refleja necesariamente el subregistro de feminicidios o de homicidios dolosos de mujer” porque este tipo de infracciones se investigan de oficio por las autoridades y porque agrega todos los delitos del fuero común: desde el secuestro hasta la violación, pasando por la violencia familiar. Para lo que sí nos sirve la cifra negra es para resaltar lo que podríamos calificar como impunidad estructural, que tiene el potencial de afectar de manera diferenciada a las mujeres.

Tomemos, por ejemplo, la violencia familiar reportada por ellas en la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las relaciones en los Hogares. Según esta, nueve de cada diez hechos no se reportan. Cuando se inquiere a las mujeres por la razón para la ausencia de reportes, el abanico de respuestas va desde los factores más individuales o culturales hasta impedimentos más mecánicos: falta de confianza en las autoridades, ausencia de conocimientos claros sobre a quién acudir, miedo a no ser creída.

Este tipo de factores se activan sobre todo cuando la barrera institucional es mayor. Cuando, por ejemplo, las autoridades a las que hay que acudir para cursar una denuncia son poco operativas. Para aproximar este fenómeno nos sirve la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública. En ella se pregunta a las personas que presentaron denuncias por cualquier delito qué tipo de trato recibieron, y cuánto se demoraron en el proceso. El INEGI ofrece los resultados por entidad federativa. Para comprobar si afecta a la probabilidad de denuncia, podemos aproximar esta de la siguiente manera: en cada Estado sabemos por los datos oficiales el número de denuncias per capita de violencia familiar. También, gracias a los datos de la encuesta del INEGI, estimamos el porcentaje de hogares con algún caso de violencia familiar física o sexual. Si dividimos la primera cifra sobre la segunda, tendremos una idea relativa de cómo de habitual es la denuncia en el Estado en comparación con los casos existentes.

Ahora, tomamos este ratio de denuncias de violencia familiar presentadas por hogar que reporta casos, y lo ponemos junto a las variables de facilidad de denuncia: porcentaje de denunciantes que afirman que el trato recibido fue muy malo, y porcentaje que tardó más de cuatro horas en poner la denuncia. Resulta que, como cabía esperar, sí hay una relación: a más reportes de dificultades en la denuncia, menos ratio de las mismas existe sobre la estimación de hogares con violencia familiar.

La misma lógica aplica al contexto cultural y actitudinal dominante. También por encuesta se puede aproximar el porcentaje de mujeres que en un Estado determinado no se dedican a ninguna tarea fuera del hogar (ni estudian, ni trabajan) desde hace al menos un año. Es una manera de aproximar la independencia económica. De nuevo, se advierte cierta relación con la incidencia de las denuncias por violencia familiar.

A Lisa Sánchez le encaja el dato: “Es perfectamente consistente con lo que se encuentra uno cuando hace monitoreos de Ministerios Públicos, o incluso encuestas sobre nivel de empoderamiento de las mujeres, mayor conocimiento de sus derechos, del funcionamiento institucional” y su relación con “el hecho de que reportes este tipo de conductas no se vea reflejado en que pierdas el sustento económico, la potestad sobre tus hijos, tu vivienda...”, añadiendo que “incluso quien llega al Ministerio Público y logra denunciar es porque sabe que existe, sabe dónde buscar la información, a qué número llamar, ubicar la información, etcétera” siendo todo ello más difícil para aquellas mujeres en contextos de exclusión real o potencial.

Todo esto solo es, en cualquier caso, un pequeño puñado de indicios para soportar el que ha sido desde el principio el argumento central de la sociedad civil: ¿en qué ayudaría una reclasificación del delito si no cambian ni los recursos públicos, ni el contexto en que estos operan? ¿No está ahí el verdadero cuello de botella que no permite ni tan siquiera conocer con fiabilidad el número de feminicidios en México, y que arroja altos índices de impunidad? El cambio demandado tanto en las calles como en las encuestas (un 82% desaprueba la gestión de AMLO de la cuestión, según el dato más reciente ofrecido por el encuestador Alejandro Moreno) va, sin duda, más bien en esa dirección.

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