Cubrirse el rostro para ser legión: el icono de la lucha feminista en Chile
Las capuchas que confeccionan y usan las chilenas se han vuelto un símbolo de su protesta por la igualdad. Siete feministas cuentan sus razones para salir a las calles con la cara cubierta
Las veinteañeras chilenas son la punta de lanza de un movimiento feminista diverso, potente y múltiple que tiene un papel protagónico en las revueltas sociales que estallaron en Chile en octubre. Es visible en las redes sociales y sobre todo en las calles, como probablemente se observará este domingo en la ...
Las veinteañeras chilenas son la punta de lanza de un movimiento feminista diverso, potente y múltiple que tiene un papel protagónico en las revueltas sociales que estallaron en Chile en octubre. Es visible en las redes sociales y sobre todo en las calles, como probablemente se observará este domingo en la marcha por el 8M en Santiago, que promete una inédita masividad.
La nueva ola por la igualdad de las mujeres explotó hace dos años, en el llamado mayo feminista de 2018, cuando las universitarias lograron paralizar decenas de facultades del país en demanda por educación no sexista. Hace un par de meses, el mundo entero fue testigo de su fuerza con la performance artística Un violador en tu camino, del colectivo Lastesis. Es la generación de mujeres que ha hecho propia la controvertida capucha, tradicionalmente negra y utilizada por hombres, para transformarla en el símbolo del feminismo chileno.
En un país donde su uso se considera un agravante luego de las revueltas de octubre y provoca controversias —incluso entre las propias mujeres—, muchas feministas chilenas usan capuchas, casi siempre rojas y personalizada con lentejuelas, bordados o retazos de tela que fabrican artesanalmente, solas o en grupo. Existen cursillos presenciales y tutoriales en Internet que enseñan a fabricarlas y decorarlas. Algunos, como el colectivo Complejo conejo, regalan en las calles sus capuchas bien trabajadas, que tienen un alto nivel de sofisticación, por el derecho al anonimato.
Para Munay, una de las fundadoras del colectivo feminista de danza Baila capucha baila, “la capucha no solo tiene un sentido estético, sino un trasfondo político”. Munay explica que ayuda a soportar los gases lacrimógenos y a asegurar el anonimato: “Necesitamos protegernos del machismo”. Pero, además, “gracias a la capucha no corren los egos propios. Cualquier mujer puede sentirse representada en cualquiera de las capuchas”, explica. De acuerdo con la artista visual Laura Ibáñez Kuzmanic, que en 2018 formó parte de la primera performance con capuchas feministas, las elaboradas en Chile tienen guiños a las máscaras de la lucha libre mexicana. “La capucha te permite reivindicar la rabia que una siente por dentro”, agrega Jimena Núñez, integrante de la agrupación Textileras del Museo de Solidaridad Salvador Allende.
Como el pañuelo verde que exportó Argentina al mundo, la capucha se ha convertido en un distintivo en la lucha de las feministas chilenas contra el patriarcado y las inequidades incrustadas en la sociedad.
Laura Ibáñez Kuzmanic, 22 años
La primera vez que se vieron las capuchas rojas en manifestaciones feministas fue en mayo de 2018, cuando las universitarias lideraron las revueltas en las facultades, en demanda por educación no sexista y luego de diversos casos de acoso de compañeros y profesores. Las utilizaron una cincuentena de estudiantes de Arte, Teatro y Música de la Universidad Católica —se llaman Bloque Oriente, en referencia a su campus—, en una intervención donde aparecieron casi todas las jóvenes con el torso desnudo. La imagen se transformó en un símbolo del mayo feminista: antes de que comenzara la acción en las calles, una de las estudiantes subió a una escultura del Papa Juan Pablo II en uno de los patios interiores de la sede central de la casa de estudios y levantó uno de sus brazos con los pechos al descubierto.
“Queríamos escapar de esa imagen de chica mojigata de la Universidad Católica”, cuenta la artista visual Laura Ibáñez, que participó de la performance como estudiante en 2018. Las jóvenes nunca imaginaron el impacto que tendría la intervención. Nunca volvieron a repetir, pero la agrupación sigue activa. “Incluía mucho el cuerpo, mucha fuerza, muchos gritos: casi todas terminamos llorando”, recuerda Laura. La capucha tuvo varias referencias, cuenta: “Pensamos en las que utilizan en la lucha libre mexicana y en las zapatistas”. En aquella ocasión eligieron un color rojo granate por “su nivel poético y simbólico”, asociado con la sangre. Y decidieron que cada una la adornaría a su gusto según su personalidad. “Conformamos un colectivo formado a partir de relatos individuales y todas alguna vez hemos sentido la violencia machista”.
Para Laura, “la capucha no es un disfraz”. Y defiende su uso, aunque sabe que genera controversia. “¿Por qué se cubren el rostro si no tienen nada que ocultar?”, les preguntaban en mayo de 2018. Ella responde: “Es una forma de defenderse ante la persecución política, pero existe un segundo elemento: la capucha es simbólica y nos ayuda a unificar y generar una cierta fuerza colectiva que nos hace sentir invencibles y protagónicas”.
Claudia (@cayamacana), 44 años
Diseñadora gráfica y madre de dos hijas —de 18 y 11 años—, pertenece a la agrupación de Lastesis senior: fue parte de las 10.000 mujeres mayores de 40 años que se reunieron en diciembre frente al Estadio Nacional de Santiago de Chile, el principal recinto deportivo del país, para realizar juntas la performance Un violador en tu camino. “Fue mega potente. No hubo ningún disturbio y ningún carabinero presente”, recuerda Claudia. Desde entonces, las participantes formaron grupos de WhatsApp donde siguen organizándose y ayudándose solidariamente. El domingo, como muchos colectivos, saldrán a marchar juntas.
Lo de la capucha ocurrió la noche de Año Nuevo. Cientos de personas se reunieron para celebrar en la plaza Italia, epicentro de las protestas en la capital, que fue rebautizada por algunos como plaza Dignidad desde que estalló la movilización. Claudia observó que muchas jóvenes lucían “capuchas bellas, originales y bien trabajadas” y dedicó el primer día de 2020 a confeccionar la suya: siguiendo los pasos del colectivo Complejo Conejo en Instagram, tomó una camiseta negra y comenzó a pegarle mostacillas. Le puso una cinta roja para formar una coleta. “Las mujeres tenemos un interés estético distinto”, dice, mientras muestra orgullosa su capucha.
Hasta octubre no participaba de ninguna agrupación, pero su activismo despertó con las revueltas: acude frecuentemente a protestar a la plaza Italia, aunque se cuida de estar siempre lejos de los enfrentamientos con carabineros: “Ni siquiera sé tirar una piedra”. Criada cerca de un barrio combativo de Santiago en dictadura —la villa Francia—, dice que no tiene temor. “Cuando era chica no podía gritar y, hoy en día, puedo”, relata Claudia, que trabaja para una compañía conservadora. Es su principal razón para usar la capucha: resguardar su identidad. “En Chile todavía no se puede opinar distinto a los gerentes o dueños de la empresa donde trabajas, porque puedes tener problemas”.
Jimena Núñez, 51 años
Roja, con lentejuelas, colorida y bordada. Jimena Núñez, actriz de 51 años, forma parte de la agrupación Textileras del Museo de Solidaridad Salvador Allende, donde se han impartido talleres para fabricar pañoletas y antifaces con miras a la movilización del 8M. Madre de una joven de 18, Jimena confeccionó con esmero en su propia capucha, cuya “connotación combativa” alaba y le encanta. Cubriendo su rostro, explica, se siente protegida: “Es el único lugar donde te sientes segura”. Su lucha, sin embargo, no está tanto en las calles: “El bordado constituye mi herramienta de protesta”, explica Jimena. En Chile existe una fuerte tradición de mujeres que han hecho política a través del textil.
“Es una forma de resistir desde un lado íntimo, pero sin dejar la rabia y la fuerza”, relata. Luego de las revueltas de octubre salió a los espacios públicos con sus compañeras a bordar junto a la comunidad. En una plaza cercana al museo, en el centro de Santiago, durante un mes trabajaron un lienzo con la ayuda de hombres y mujeres del vecindario. “Por una vida digna”, era el mensaje. Según cuenta, hay muchos colectivos dedicados a la resistencia a través del trabajo textil. “Existe incluso un lema: coser y bordar es otra forma de luchar”.
Jimena advierte que “la mujer en Chile vive en una constante precariedad” y que eso se observa en diferentes clases sociales: “Es un asunto de género”. En un país donde la jubilación promedio de las chilenas es un 39% menor a la de hombres, “el estallido social tendría una pata coja sin el feminismo”, dice.
Alicia Maldonado, 38 años
Agobiada por las deudas de sus estudios universitarios y por la incertidumbre de si el dinero iba a alcanzarle para pagar el colegio de su hijo de cinco años, la geógrafa Alicia Maldonado y su niño emigraron a Argentina en 2007. Fue desde Mendoza donde se involucró activamente con el feminismo y la lucha de 2018 de las argentinas por la despenalización del aborto. Las agresiones que sufrió de parte de grupos antiabortistas la empujaron a abandonar la ciudad y llevar una vida nómade. Pero en octubre pasado explotaron las revueltas en Chile y decidió regresar: “Muchos estábamos esperando este momento. Se siente en las calles la esperanza que genera la movilización”, relata ahora una de las voceras de la Coordinadora de Asamblea Territoriales, una organización autónoma nacida luego del estallido social.
No es raro verla en el epicentro de las protestas en Santiago de Chile, siempre con su capucha. De lana negra, con flores, lentejuelas y bordados, Alicia relata que la comenzó a trabajar hace dos años en medio de la campaña por el aborto legal en Argentina. “Del mayo feminista chileno se contagió lo de las capuchas al otro lado de la cordillera”, cuenta. “En Chile tomó fuerza política y se instaló como una construcción horizontal. La capucha permite perder la identidad y dejar el individualismo para componerse como un cuerpo colectivo”.
Alicia cuenta que no ha sentido rechazo de la gente cuando la utiliza, salvo en el marco de una actividad de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD), cuando le pidieron que no la usara. Ella cree que se trata de una resistencia generacional y que lo atractivo de las revueltas consiste en que cada generación ha instalado sus formas de lucha, “El mayo feminista chileno de 2018 ha logrado traer alegría a las capuchas. No hay revolución sin belleza y esta revolución es bella”.
Estefanía Gaete, 30 años
Se le puede encontrar sola con su manta en los alrededores de la plaza Italia, adonde llega desde su casa, en un municipio del sur de la ciudad. Luego de malas experiencias laborales —“me discriminaron por mujer y dudaron de mi capacidad”—, Estefanía decidió ponerse a prueba y emprender su propio negocio para sacar adelante a su hijo de cinco años: vender capuchas para las mujeres. Fue en un viaje reciente al norte de Chile donde se inspiró: observó las coloridas vestimentas de los bailarines del carnaval del Sol —donde participan agrupaciones de danza andina tanto de Chile, como de Bolivia y Perú— y se trasladó hasta la ciudad peruana de Tacna para comprar los accesorios. Regresó a su hogar con todos los materiales necesarios para confeccionar las capuchas que vende desde los cuatro dólares.
“Han resultado un éxito y una de las que me compran mucho son las con inspiración mapuche, con monedas y flores”, señala.
Habla de las revueltas sociales y el feminismo como un mismo asunto. “Cambiaron mi vida: me siento una mujer libre de culpas y combativa”, señala Estefanía, que tuvo que dejar sus estudios de educación diferencial porque, cuando quedó embarazada de su hijo, no le alcanzó el dinero para pagarlos. Muchos años antes, cuando tenía 10, vivió lo que todavía enfrentan muchas niñas chilenas: intentos de abuso sexual. En 2018, cuando se produjo en Chile el mayo feminista y se hicieron públicas las denuncias de acoso contra personajes conocidos, entendió lo que le había pasado de pequeña. “Recién empecé a darme cuenta de lo que viví y por primeravez se lo conté a mi mamá y a mi papá”, señala. “Tuve el valor de relatar lo que no pude de niña por vergüenza”.
Sus capuchas se las compran mujeres de todas las edades. Las fabrica en rojo, negras y verdes. Hace unos días, un grupo feminista le compró varias moradas para salir a marchar el 8M. Estefanía, que ha aprendido a conocer el feminismo a través de las mujeres en la calle, estará el domingo en la marcha ofreciendo las capuchas con las que intenta darle un nuevo aire a su vida.
Munay, 27 años
El 19 de noviembre pasado, Munay y una amiga llegaron como otros tantos días a la llamada zona cero de Santiago de Chile —el epicentro de las protestas— cuando se encontraron con otras tres compañeras del taller de dancehall. Hacía tantas semanas que no bailaban juntas que se hicieron un espacio junto a una batucada y bailaron una media hora con toda su energía en medio de la multitud. Como todas estaban encapuchadas, la gente comenzó a animarlas: “¡Baila, capucha, baila!”. Fue el nacimiento inesperado de uncolectivo de danza feminista, Baila capucha baila, que en cada convocatoria puede reunir hasta a 300 mujeres para realizar coreografías con las cabezas cubiertas. Este domingo, en la marcha feminista, realizarán una acción en memoria de las sesenta y tantas mujeres asesinadas por violencia machista de 2019 y las seis chilenas que ya han muerto en 2020 por la misma causa.
“La danza es la excusa para hacer feminismo, reunirse y conocerse entre mujeres. Bailamos todo el tiempo, pero lo que hacemos es construir una red de contención entre nosotras, hacer familia”, explica Munay, de 27 años, estudiante de nutrición. “Dejamos de pensar que las mujeres somos competencia: ese tipo de pensamiento está obsoleto. Nos educaron de esa forma, que tenemos que superar a la del lado, pero solo debemos competir con nosotras mismas”, dice, poco antes de comenzar un ensayo al que llegarían decenas de jóvenes con su capucha roja y personalizada con diferentes adornos.
En Baila capucha baila las jóvenes danzan con poca ropa en un intento por desobedecer la orden aprendida desde la primera infancia de que tienen que cubrirse con ropa para evitar los ataques de los hombres. “Lo que te hace sentir segura son las chiquillas, porque si las mujeres nos cuidamos jamás nos pasará nada”, relata Munay, que sufrió una relación de pareja violenta por cinco años. “El feminismo me salvó la vida. Es una contradicción biológica ser mujer y no ser feminista”.
Ashley y Alison, 21 años
Las gemelas Ashley y Alison, de 21 años, trabajan a contrarreloj. Faltan pocos días para la marcha del 8M y fabrican capuchas rojas para repartir en su colectivo de danza feminista Baila capucha baila. Una corta la tela y la otra no se despega de la máquina de coser en una pequeña habitación de la parcela donde viven junto a sus padres y hermanos en Pirque, una localidad de tradición campesina en el sur de Santiago de Chile.
“Es un oficio que nos enseñó desde niñas nuestra mamá, por lo que trabajar en textil tiene un significado simbólico”, relata Ashley, egresada de ingeniería en energía y sustentabilidad ambiental. Su hermana, estudiante de odontología, cuenta las capuchas confeccionadas y las que todavía les faltan por terminar: deben llegar a las 370.
El domingo, antes de la manifestación, se reunirán con su colectivo para ayudarse unas a otras a adornarlas mientras desayunan. “Cada una pone su sello. Algunas capuchas quedan hippies y otras metaleras. Compañeras les han bordado consignas como ‘No estamos solas’ o ‘Ni una menos”, relata Alison, que en su propia capucha ilustró con lana la figura de un útero. Ashley, en tanto, buscó representar una especie de mohicano. Ambas conocieron del feminismo recientemente. “Si pudiera nacer de nuevo, me gustaría haber podido elegir una educación feminista desde niña. En el colegio sufrí de acoso escolar y si entre nosotras hubiéramos conocido antes el feminismo, quizás no habría tenido que vivir aquellos episodios de bullying”, dice Ashley, mientras corta telas de rodillas en el piso.