Jerez, tierra de historia líquida
Jerez, Sanlúcar y El Puerto, un triángulo vinícola al que miran la alta cocina y los nuevos maridajes.
Ya sabían los fenicios que la de Jerez iba a ser una historia líquida. Ellos, repasa César Saldaña, iniciaron el cultivo de las vides hace 3.000 años en ese triángulo gaditano formado por Jerez de la Frontera, Sanlúcar de Barrameda y El Puerto de Santa María; «luego, en el siglo VIII, llegan los musulmanes e introducen innovaciones como la destilación, y gracias a eso se empiezan a hacer vinos fortificados, a los que se les añadía alcohol para que pudieran soportar los viajes por barco para exportar a Inglaterra», añade. Se sabe la historia al dedillo, porque es el director ge...
Ya sabían los fenicios que la de Jerez iba a ser una historia líquida. Ellos, repasa César Saldaña, iniciaron el cultivo de las vides hace 3.000 años en ese triángulo gaditano formado por Jerez de la Frontera, Sanlúcar de Barrameda y El Puerto de Santa María; «luego, en el siglo VIII, llegan los musulmanes e introducen innovaciones como la destilación, y gracias a eso se empiezan a hacer vinos fortificados, a los que se les añadía alcohol para que pudieran soportar los viajes por barco para exportar a Inglaterra», añade. Se sabe la historia al dedillo, porque es el director general del Consejo Regulador de los vinos de Jerez, que agrupa 70 bodegas.
Las hay enormes e históricas, pero también pequeñas y nuevas. Todas usan tres uvas blancas: palomino, moscatel y pedro ximénez, cultivadas en los nueve municipios que conforman el denominado Marco de Jerez: paisajes de tierra albariza (muy pobre, pero muy rica para la vid) y brisas salinas del océano Atlántico (donde confluyen poniente y levante creando un microclima). «La principal característica de nuestros vinos es la diversidad –subraya Saldaña–, los tenemos secos, como el fino o la manzanilla, que intensifican los sabores, y amontillados y medium que crean una sinfonía con cocinas especiadas como la tai. Son muy gastronómicos, podemos maridar con sushi, comida mexicana…».
Esa variedad ha entrado (para sorprender) en la alta cocina. Los grandes chefs se fijan ahora en las peculiaridades de los diferentes caldos de la zona, los han puesto en valor, los incluyen en sus cartas de maridaje. Los hermanos Roca o Dabiz Muñoz cocinan con ellos. «Carlos Muro, sumiller de Akelarre, tiene nuestro Palo Cortado VORS [más de 30 años] y va a meter nuestro PX, también estamos en Atrio, Aponiente…», cuenta ilusionada Rocío Ruiz, enóloga de Urium, una pequeña bodega familiar que abrió en 2007. Para ella, «la forma de hacer los vinos, con el sistema de criaderas y soleras, hace sentir que te estás bebiendo un trozo de historia». Pero siempre en constante evolución: «En los dos últimos años ha habido un cambio muy grande, parece que el vino de Jerez se ha modernizado, está en auge, la zona se ha convertido en un punto enoturístico y gastronómico».
A esa renovación contribuyen la dedicación y el atrevimiento de algunos jóvenes chefs que, tras curtirse fuera, han regresado a su tierra para romper tópicos. «Había que acabar con el encasillamiento arcaico en el que estamos los jerezanos. Conocer lo de fuera y aplicarlo a tu cultura. Yo le enseño a hablar andaluz a los platos de la cocina francesa, sustituyo mantequillas por mantecas, borgoñas por jereces», explica Juanlu Fernández. Tras formarse con Martín Berasategui y ser director gastronómico de Aponiente una década, en diciembre inauguró LÚ, un espacio onírico creado por el interiorista Gaspar Sobrino, que se inspiró en Alicia en el País de las Maravillas.
Muy cerca, Israel Ramos abrió el año pasado Mantúa, que ofrece dos menús –Arcilla y Caliza– maridados con vinos de Jerez. Algo que también propone Javier Muñoz en La Carboná, una antigua bodega que su padre transformó hace 25 años en restaurante de carnes y a la que ahora él –que empezó en El Serbal de Santander y El Celler de Can Roca– ha dado un nuevo giro. «Me daba rabia ver que fuera los sumilleres estaban enamorados del vino de Jerez y cuando venía a casa los camareros no le daban la importancia que tiene. Por eso decidí apostar por una cocina con él y que nuestro personal sepa explicarlo», subraya. En sus mesas invitan al juego: el palo cortado potencia el picante del mole, el amontillado casa con el escabeche. «Hay una nueva escena, y la juventud está volviendo a tomar vino de Jerez. Se han recuperado los tabancos [tabernas nacidas para la venta de vinos que estuvieron a punto de desaparecer en los primeros años de 2000] y se va allí a escuchar flamenco y tomar algo», apunta Muñoz.
Locales como El Pasaje y San Pablo, con espectáculos en vivo, o el Bar Juanito, famoso por sus alcachofas, son imperdibles mientras se pasea por la ciudad para visitar monumentos como su catedral del siglo XVII, algunos de sus palacios (Campo Real, Virrey Laserna…) o la Real Escuela Andaluza del Arte Ecuestre. En agosto, además, se celebra Tío Pepe Festival, donde este año actuarán Luz Casal, Joan Manuel Serrat o Sara Baras. Y luego está el otro gran representante del patrimonio histórico y cultural del Marco: las impresionantes bodegas catedrales.
Como La Mezquita, con sus 1.100 arcos blancos, que alberga 30.000 botas [como se llama a las barricas de Jerez] y ha llegado a tener 70.000. Lo dice con orgullo Youssef Mrabet, brand ambassador de Fundador, que presume «del primer brandy de Jerez del mundo, de 1874». En La Mezquita se observa algo que hace únicos a estos vinos: el velo de flor, una blanquecina capa de levaduras que se forma sobre el caldo propiciando su crianza biológica. «Se crea por el clima y el vino se extrae con la venencia [una varilla con un cazo al final] para no romper ese velo», indica Mrabet.
Paola Medina, enóloga de Williams & Humbert, maneja con soltura una de esas venencias para mostrar el fruto de sus investigaciones. La biblia del vino británica Decanter la ha señalado como símbolo de la «Sherry Revolution», y ahora acaba de lanzar uno de sus últimos ‘experimentos’, un fino ecológico en rama y de añada. «Nos gusta seleccionar y embotellar momentos especiales del vino», explica. Esta química, nacida en Sanlúcar, lleva desde 2009 trabajando con palomino. «Antes elaboraba tintos en La Mancha, luego volví a casa, pero no quiero perder la conexión fuera, hay que coger perspectiva para saber lo que tienes entre manos», dice.
Montserrat Molina, enóloga de Barbadillo desde hace 20 años, cree que la revolución del jerez se nota tanto en el producto como en el consumo: «La gente tiene ahora la mente más abierta, y aquí la tradición es importante para innovar: hemos recuperado la tintilla de Rota para hacer tintos, retomado el espumoso y lanzado vermú». De ahí que en verano surjan nuevos cócteles, como Rebujito & Mint o Cream & Tea, para probar de otra forma unos vinos con los que en su momento ya experimentaron Lord Byron o Victor Hugo.