Opinión

Comer dentro

No comeremos fuera por desidia o porque no nos apetezca cocinar.

«Cocinar tiene, además del poder de transformar las plantas y los animales, la capacidad de transformarnos a nosotros para dejar de ser consumidores y convertirnos en productores. Basta con modificar un poco la distancia entre esas dos identidades e inclinar la balanza hacia el lado de la producción para obtener una satisfacción profunda e inesperada». Esta reflexión la hace Michael Pollan en su libro Cocinar. Lo que Pollan no se imaginaba cuando la escribió, es que a principios de 2020 y ante todo pronóstico, la balanza se desestabilizaría a golpe de confinamiento, c...

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«Cocinar tiene, además del poder de transformar las plantas y los animales, la capacidad de transformarnos a nosotros para dejar de ser consumidores y convertirnos en productores. Basta con modificar un poco la distancia entre esas dos identidades e inclinar la balanza hacia el lado de la producción para obtener una satisfacción profunda e inesperada». Esta reflexión la hace Michael Pollan en su libro Cocinar. Lo que Pollan no se imaginaba cuando la escribió, es que a principios de 2020 y ante todo pronóstico, la balanza se desestabilizaría a golpe de confinamiento, colocando (a la fuerza) al total de la población mundial en el platillo de «productores», dejando de ser la cocina una calle de «poco tránsito» en el barrio que es nuestra casa para pasar a convertirse en una vía de escape y distracción, que nos permitía reinventarnos dentro del hogar para paliar la falta de estímulos externos y de paso alimentar (o despertar) esa dimensión del yo que se recrea desarrollando fórmulas culinarias que satisfagan las necesidades más elevadas.

En el otro platillo de la balanza, el peso que hasta el momento había tenido la oferta hostelera en la sociedad saltaba por los aires, resentida ante la súbita conversión de una sociedad que había sido en los últimos años mucho más consumidora que productora. Esto validó la aparición de una oferta hostelera excesiva y saturada, promovida por una demanda sin filtro que atendía más a parámetros de comodidad (sobre todo en las ciudades) que a un interés gastronómico, y que ha ido rebajando poco a poco la calidad de cierta oferta hostelera en los núcleos urbanos. La covid ha impuestos sus ritmos, forzándonos a parar y a repensar los modelos de vida imperantes y quizá también podamos sacar partido a esta nueva realidad que tanto ha reducido nuestras escapadas gastronómicas mediante la rigurosa regla del «salir lo menos posible».

La nueva normalidad ha dictado que tenemos que reencontrarnos con el yo productor, quien, para verse satisfecho, necesita reconciliarse con la parte más social y antropológica de la cocina: cocina entendida no como el acto de calentar un paquete de comida precocinada para salir del paso, sino como el viaje completo que comienza con la selección de los ingredientes (entendiendo su temporalidad y disponibilidad en el mercado, la parte de la cocina que nos conecta directamente con los ciclos de la naturaleza), pasando por su exposición a cualquiera de los cuatro elementos que dirigirán su transformación, para por último, obtener el resultado deseado y culminar el viaje con otro viaje que no es menos excitante: la ceremonia de preparar la mesa para disfrutar de nuestra creación, ya sea en solitario o en compañía. El ritual que se despliega en torno a la mesa ocurre cuando se presta el interés debido a cada uno de los detalles involucrados en torno al hecho de alimentarnos: no es si no el desapego a los detalles lo que ha originado que, poco a poco, hayamos ido prestando cada vez menos atención al acto del comer, que desde el inicio de las sociedades se había constituido como un eje central en el día de las personas y que, sin embargo, en los últimos tiempos hemos rebajado a la altura de mero trámite

Y si bien podemos culpar (en parte) a los ritmos frenéticos que rigen nuestras jornadas, es en cierta manera nuestro deber intentar modificar esos hábitos y poco a poco ir devolviendo a la cocina el lugar que merece en nuestras vidas. Cuando eso ocurra, se habrá equilibrado de nuevo la balanza entre el yo productor y el yo consumidor, y habrá crecido en nosotros la capacidad crítica necesaria para, cuando elijamos salir a comer fuera, lo hagamos por amor a la comida, seleccionando cuidadosamente los locales en los que depositamos la confianza necesaria para delegar la responsabilidad de alimentarnos. No comeremos fuera por desidia, o porque no nos apetezca cocinar; no entraremos en un local solo porque nos pilla de paso, o porque es bonito, o porque está de moda. Acudiremos con el deseo de aprender de aquellos que han masterizado el arte de la cocina o que han dado con las herramientas necesarias para hacer soñar a sus convidados. Acudiremos con el filtro necesario de quien se sabe conocedor, al menos en parte, del comportamiento de los alimentos, de su valor, de sus procesos, sus tiempos. Comer dentro… para comer mejor fuera.

* Clara Diez es activista del queso artesano.

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