Carolyn Cassady, la pieza indispensable para entender la carnicería sentimental que suponía acercarse a cualquier escritor maldito
‘Fuera de la carretera’ son unas memorias que exploran las sombras de convivir entre el pequeño grupo de escritores inmaduros de la generación beat
Interior día. Un joven periodista desempolva una primera edición de un libro de Jack Kerouac que ha encontrado en la biblioteca de Carolyn Cassady, y se sorprende ante lo valioso del ejemplar.“¡Vaya!”, se dice, “¡Nunca había visto algo así!”, ojeándolo, ante la atenta y hastiada mirada de una Carolyn anciana. “La única razón por la que a la gente le intereso es porque estuve casada con Neal Cassady, y fui amante de Jack Kerouac”, dice, en uno de los momentos del poco conocido documental Love Always, Carolyn, de Maria Ramström y Malin Korkeasalo. A ratos viste una camisa a rayas, y a ratos, una especie de jersey verdoso, y siempre mira como si el que la contempla no tuviese ni la más remota idea. Y no la tiene. No la tenemos.
¿Cómo era vivir en la Era Beatnik cuando primero esperabas que tu marido volviese de su horrendo trabajo en el ferrocarril y luego esperabas a que regresase de sus aventuras de semanas con otros tipos, todos escritores, tan perdidos como él, o aún más, tan engreídamente ridículos que se trataban como si fuesen estrellas cuando sólo eran críos que nunca jamás iban a saber lo que querían? ¿Cómo era oírle decir que deberías acostarte con su amigo Jack porque no hacerlo sería estar siendo una mala anfitriona? ¿Cómo era enterarte de que ibas a tener otro hijo del legendario muso de Kerouac, y a la vez, su perdición, ese auténtico homme fatale, cuando él acababa de tener otro con una tal Diana y seguía citándose en Denver con su primera mujer, Luanne? Horrible, ¿no?
El año 1990, Carolyn Cassady, una hija de profesores nacida en Michigan (en 1923), que murió en 2013 —sobreviviéndolos a todos, incluido el aparentemente inmortal William S. Burroughs, Bill, el tipo que mató a su mujer jugando a Guillermo Tell con, en vez de una manzana, un vaso de cristal, y se libró de la cárcel porque su abuelo había inventado la calculadora y era inmensamente rico, razón por la que podía consumir toda esa heroína que consumía y no hacer otra cosa que estar colocado todo el día—, publicó su biografía. Licenciada en el famoso Bennington College —al que luego irían Donna Tart, Bret Easton Ellis, Jay McInerney, y una pequeña horda de por entonces aún futuros clásicos—, Carolyn había sido criada para, en sus propias palabras, “temer y reverenciar el imperante código social de los años 30”. Iba a casarse con un tal Nigel, un estudiante inglés nada atractivo al que sus padres consideraban un buen partido. Pero un día de marzo de 1947, cuando accedió a que el caradura con el que había estado saliendo, Bill Tomson, subiese a su cuarto en la residencia universitaria su destino cambió para siempre. No podía sospechar la jovencísima Carolyn que aquella primera conversación con Neal Cassady sobre los discos de Lester Young que no tenía —Bill había estado presumiendo de chica delante de su famoso amigo, diciéndole que era una experta en jazz— iba a convertirla en pieza clave del más íntimo, e iluso, movimiento contracultural de la Historia.
“Siempre he creído que más que de la fama o de su público, los artistas se alimentan los unos de los otros. Entregar tu obra al mundo es una experiencia que entraña un vacío especial; la obra se separa del artista rumbo al vacío, como un mensaje metido en una botella y luego lanzado al mar. La crítica machaca y humilla [...] En cuanto a los elogios, se quedan cortos, en cierto modo, no son más que superlativos huecos. El verdadero artista conoce las trampas de la vanidad. Dar rienda suelta a la ansiedad es muy peligroso. Pero, ¿lo has entendido?, esa es la pregunta obligada. Apreciar y admirar no bastan: ¿lo has entendido? ¿Y entenderás lo que voy a hacer a continuación?”. Tan lúcida reflexión es de Joyce Johnson. Joyce John nació en 1935, y conoció a Jack Kerouac mucho después de que Carolyn Cassidy y él se convirtieran en amantes en la casa familiar, a instancias del propio Neal. Joyce Johnson publicó su propia biografía en 1983. La tituló Personajes secundarios (Libros del Asteroide), y probablemente hiciera más acuciante la necesidad de que Carolyn escribiese la suya. Porque Joyce había pasado poco tiempo con Jack, pero Carolyn había sido un elemento central de la generación. Joyce Johnson hace un retrato precioso y salvaje de cómo fue crecer en el Upper West Side deseando pasar las tardes en Washington Square tocando la guitarra con aquellos que habían decidido que el mundo no iba con ellos o que jamás iban a darle al mundo todo aquello que quería de ellos —trabaja, cásate, ten una familia, sé tu propio personaje secundario—, y se intuye, leyéndola, cómo era la cosa para las “chicas” del movimiento.
En tanto apasionante trabajo de campo, vibrante crónica sentimental y casi autopsia de lo que de veras pasaba (AHÍ DENTRO), en el bravucón espacio interior, el intercambio de cartas, las llamadas por teléfono, Fuera de la carretera (Anagrama) es una pieza indispensable para entender de qué manera todo lo que brillaba estaba, siempre, a punto de desmoronarse por dentro. En tanto primer movimiento norteamericano consciente de su importancia, la diminuta generación beat —apenas la forman Kerouac, Burroughs, Ginsberg, y el propio Neal, aunque por supuesto, todos los que les rodearon estaban también ahí, empezando por John Clellon Holmes, y de Diane Di Prima a Gregory Corso, o Lawrence Ferlinghetti— utilizó la hiperrepresentación —eso que hoy usamos todos, Instagram mediante— para construir una imagen sólida, apetecible, valiosísima, del desvío existencial, lo que permitió que existiera, al menos una década después, el movimiento hippie, y cualquier tipo de desvío juvenil, y social, que se imagine desde entonces. Y, sin embargo, ¿qué pasaba dentro?
Leer Fuera de la carretera es como sentarse a hojear las cartas, y los cerebros —a menudo, de chorlito— de sus integrantes, niños demasiado grandes, crueles, y enamorados únicamente de sí mismos. Porque sí, todo eran gradaciones en su infantil y ridículo, encantador narcisismo protonerd. Neal Cassady vivía para el espectáculo de sí mismo. Allen Ginsberg manipulaba descaradamente, y Jack solo sufría en silencio, fingiendo que era un tío duro cuando lo único que quería era seguir viviendo con su madre, no salir de su cuarto de adolescente.
La vida de Carolyn Cassady, esa mujer que en Love Always, Carolyn mira a cámara hartísima de todo, hartísima sobre todo de la mitificación de tan falibles hombres, es primero horrible —la carnicería sentimental a que la somete Neal es devastadora, la abandona en pisos sin nada que comer, con un niño en camino, y luego con un bebé por nacer y otro en casa, y él está siempre ¿dónde? Volviendo con una ex, o dejando embarazada a otra, subiendo a un tren, comprándose un coche, yendo a buscar a Jack a casa de su madre para llevarle a su boda en quién sabe qué ciudad de otro estado y ya no regresando—, y luego se vuelve un extraño paraíso, un oasis en expansión, cuando se convierte en la mujer de los dos, Jack y Neal, y disfruta del espectáculo de uno (el siempre imprevisible Neal) y la melancolía y la tristeza y el amor incondicional del otro (el siempre autodestructivo Jack).
Neal no necesita irse de casa si tiene a su amigo allí, porque puede así saciar su apetito de comprensión, y la sensación de no estar siendo un marido corriente, de no tirar su vida por la borda criando niños, de seguir siendo un chaval que queda con su colega para salir, que charla durante horas con él en la cocina, y deja por una vez que Carolyn intervenga en las conversaciones, porque Jack quiere que lo haga, y de repente los tres son una pareja que cuidan niños, y salen a cenar, y van al cine, y hasta viajan juntos. Oh, siempre conducía Neal, o conducía Carolyn, porque Jack nunca supo conducir. Sí, Jack Kerouac, el autor de En la carretera, nunca nunca nunca condujo un coche. No sabía cómo hacerlo.
¿Podría decirse que Carolyn desmitifica a ese par de hombres, y con ellos, al resto? Podría decirse que eso es lo que hace. Pero en realidad hace mucho más. Les ve por dentro. Porque nadie es una sola cosa, ni siquiera un escritor beatnik, y tampoco es únicamente todas esas cosas que los hagiográficos ensayos que enumeran sus aventuras pretenden hacernos creer. Oh, sin ir más lejos, Allen Ginsberg, el celebérrimo autor de Aullido, ya saben, “vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”, aparece en Fuera de la carretera como un nada empático, un cruel sabelotodo que, en realidad, no sabía tanto como pretendía. Son pocos, pero muy certeros y de una justicia poética maravillosa los zascas, notas al pie mediante, que Carolyn le propina, evidenciando lo poco que sabía de lo que hablaba siempre. Como cuando presume de algo relacionado con Gandhi, y ella dice “por cierto, Gandhi era hindú”, contradiciendo la construcción contraria al respecto que ha hecho en la insoportable —por malditista— carta, cartas que eran siempre un medio de loa a sí mismo. La realidad es un punto ciego —toda realidad—, y cuantas más ojos se posen sobre ella, más verdad, o más real, podrá considerarse. Así que más allá de por todas las aventuras que no sólo la incluyen, sino que aquí la tienen como centro —la heroína que sobrevive sabiendo exactamente quién es desde el principio, e instalada en el más adulto de los mundos a su pesar—, la biografía de Carolyn Cassidy debe leerse para acabar de entender en qué consistió pretender ser un escritor maldito decidido a vivir en el camino para siempre, o lo que ocurrió cuando el tímido Jack Kerouac pretendió seguir los pasos de Neal Cassady, su muso, y a la vez, su perdición, ese auténtico homme fatale que tuvimos por la encarnación del más libre sueño americano posible.