Tacita Dean, puro amor al celuloide
La película analógica le sirve para hablar del paso inexorable del tiempo. La artista recibe su máxima consagración con tres muestras en Londres y un homenaje en París.
Una pera fermentando en alcohol. Un eclipse de sol y sus efectos sobre la naturaleza circundante. El cigarrillo del pintor David Hockney consumiéndose en su estudio de California. Son algunas de las imágenes que pueblan la obra de Tacita Dean (Canterbury, 1965), reflexión incesante sobre el paso del tiempo en un soporte que parece condenado a desaparecer: el celuloide. La artista británica lleva años convertida en una de las principales activistas para garantizar la supervivencia de este medio de expresión. Dean es una de las estrellas de la temporada primaver...
Una pera fermentando en alcohol. Un eclipse de sol y sus efectos sobre la naturaleza circundante. El cigarrillo del pintor David Hockney consumiéndose en su estudio de California. Son algunas de las imágenes que pueblan la obra de Tacita Dean (Canterbury, 1965), reflexión incesante sobre el paso del tiempo en un soporte que parece condenado a desaparecer: el celuloide. La artista británica lleva años convertida en una de las principales activistas para garantizar la supervivencia de este medio de expresión. Dean es una de las estrellas de la temporada primaveral en el mundo del arte. Protagoniza tres grandes exposiciones en Londres: exhibe sus estudios históricos en la National Gallery, sus paisajes analógicos en la Royal Academy y sus retratos fílmicos en la National Portrait Gallery. Y acaba de recibir un homenaje en el Centro Pompidou de París, donde el festival Cinéma du Réel, de referencia en el campo del documental, le dedicó un ciclo a finales de marzo. Allí tuvo lugar esta entrevista.
¿Su obra documenta la realidad o se enmarca en la ficción?
Claramente, lo segundo. La mejor forma de retratar la realidad suele ser la ficción. No me formé como documentalista, sino como pintora. Más que documentales, hago documentos. Los primeros siempre tienen una dimensión didáctica, de la que prescinde mi trabajo. Un documento, en cambio, es como un cuadro. No me interesa conseguir información, sino describir un momento en el tiempo.
Esta primavera protagoniza tres muestras a la vez en tres grandes museos de Londres. Es un honor que pocos artistas tienen. ¿Cómo lo explica?
Tiene razón, no dejo de oír que es un hecho ‘sin precedentes’… No me había parado a pensar en lo que significaba porque estaba demasiado ocupada con el aspecto práctico. En realidad, fue una casualidad. Me lo pidieron a la vez. Decidí dividir mi producción en géneros, aunque yo nunca piense en géneros…
Hace poco cumplió 50 años. Históricamente, es el momento en el que llega el reconocimiento…
Sí, aunque para mi generación, la de los Young British Artists, fue al revés: a muchos de ellos el éxito les llegó siendo muy jóvenes. Yo tampoco puedo quejarme. Los museos británicos me apoyaron siempre. La Tate Modern compró obras mías y, en su día, fui la artista más joven en protagonizar una exposición en ese mismo lugar. Tal vez el único reconocimiento que nunca llegó fuera el de la prensa, aunque tampoco lo lamento. Estos días soy casi una figura odiada. No dejo de leer artículos que dicen: «¿Por qué le dan todas esas muestras? ¿Por qué a ella?». Lo entiendo: estoy ocupando tres espacios a la vez. Soy un poco avariciosa…
Un reciente editorial en The Guardian elogiaba su obra y la conectaba con la Historia del Arte en mayúsculas…
Fue emotivo leerlo. Nunca me veo a mí misma en un contexto más amplio, porque daría un poco de vértigo. Pero sí mantengo una relación estrecha con la historia. Me suelen tildar de nostálgica, pero no estoy de acuerdo. Utilizo un medio, la película cinematográfica, que pertenece a la actualidad. Es incorrecto pensar que se trata de un medio obsoleto o con los días contados…
¿No hay un riesgo alto de que acabe desapareciendo? Ya se ha convertido en algo casi marginal…
No. Justo ahora me comentaba su fotógrafo que muchos de sus compañeros están volviendo al celuloide, sobre todo en el sector de la moda. La producción industrial de película está en retroceso, pero eso no significa que se vaya a acabar. Yo intento sacarla de ese esquema determinista que dice que todas las tecnologías están condenadas a volverse obsoletas…
¿Qué diría que tienen los 16 o los 35 milímetros que no tenga el digital?
¿De cuánto tiempo dispone? [risas]. Para empezar, la película está formada por cristales de sal que, al recibir los efectos de la luz, reaccionan de formas distintas. Cada cristal es único, distinto del que tiene de vecino, como sucede con los copos de nieve. Hay vida en el interior de cada uno de ellos. La fotografía digital, por mucha calidad que tenga, es un formato binario, formado por unos y ceros. Por lo tanto, no tiene la misma profundidad.
También afirma que le gusta el celuloide por ser ‘ciego’…
Me refiero a que con la fotografía digital puedes ver de inmediato el resultado y repetirlo hasta la saciedad si no te gusta lo que ves. Mi forma de trabajar es distinta: con la película analógica es imposible saber cómo quedará el resultado. Y esa ceguera me gusta. A veces, lo que obtienes es mejor que lo que querías hacer. Trabajo a partir de la casualidad y del error, que son motores muy importantes.
Jean Cocteau aseguraba que el cine era el arte de «filmar la muerte trabajando». ¿Se puede aplicar esa frase a su trabajo?
No conocía esa cita. Para mi libro Film, pedí a directores como Steven Spielberg, Martin Scorsese o Jean-Luc Godard que escribieran una serie de textos. También a Keanu Reeves, que decía algo parecido: «En cierta manera, la muerte está presente en la bobina». Yo digo que es la muerte trabajando, pero también la vida. Esa es la cuestión, supongo, que ambas están ahí…
Entonces, ¿prohibiría el digital?
Claro que no. Yo también lo uso: el sonido de mis películas es digital. A lo que me opongo es a la obligación de usar un único medio. Yo defiendo una pluralidad. Es como si, de repente, se dijera que los artistas tienen que dejar de usar la pintura acrílica, porque se ha decidido, por motivos industriales, que deben realizar sus cuadros imprimiéndolos digitalmente. Todo el mundo se escandalizaría ante esa perspectiva, cuando es lo mismo que nos están obligando a hacer a las personas como yo. Nos están quitando nuestro medio de expresión.
Su abuelo fue Basil Dean, fundador de los estudios Ealing, en las afueras de Londres. ¿Responde su obra a factores autobiográficos?
Supongo, porque la autobiografía siempre cuenta, pero apenas lo conocí… Se murió cuando tenía 11 años. Me encantaría poder hablar con él ahora.
¿Qué tipo de infancia tuvo?
Mi padre era juez y estudió a los clásicos en Oxford. Por eso me llamó Tacita [femenino de Tácito, el historiador romano]. Pero mis hermanos se llaman Ptolemy y Antigone… Así que, de los tres, supongo que fui yo la que tuvo más suerte…
Su nombre significa «silenciosa». ¿Les guarda rencor a sus padres?
Una vez conocí a una teórica feminista que se indignó al descubrir que mi padre me había llamado así… En realidad, estoy contenta con mi nombre. El hecho de que fuera un nombre único fue importante. Crecimos en una casa preciosa del siglo XVII en el condado de Kent, por la que tenemos mucho afecto. Allí desarrollé una relación muy particular con el paisaje británico y empecé mi colección de piedras y tréboles de cuatro hojas, que ahora expongo en la Royal Academy. Son cosas muy británicas, pero yo me considero profundamente europea. Aunque, ahora mismo, parece que ya no es posible ser las dos cosas a la vez…
Se fue a Berlín con una beca en el 2000. Y ya nunca volvió a su país.
Fue solo porque descubrí que yo funcionaba mejor en el extranjero. En Berlín podía afirmar que era artista sin que nadie se riera de mí. En Alemania, los artistas no son bichos raros. Se considera que tenemos una profesión perfectamente válida, a diferencia de lo que sucede en mi país. Ahora incluso estoy intentando conseguir la nacionalidad alemana, porque no quiero dejar de ser europea. El Brexit ha sido un motivo de gran angustia para todos los ingleses que conozco. Estoy convencida de que en este momento saldría el resultado contrario. Ha sido muy triste e idiota…
Padece artritis reumatoide desde hace años. Hace unas semanas comentó a The Observer que era «la génesis» de su trabajo. ¿A qué se refería exactamente?
No lo dije tan categóricamente. No creo que sea el origen de mi trabajo, sino una realidad que, obviamente, tiene un impacto en él. Aun así, en vista de lo débil que me siento, me parece que soy bastante intrépida, decidida. Es solo que, en lugar de subir montañas, las trepo a paso de tortuga…
Su trabajo, su obra, siempre ha sido bastante inclasificable. Parece que nunca encajó entre los artistas de su generación, como Damien Hirst o Tracey Emin…
En los noventa nadie me metía en ese grupo. Ahora todo el mundo lo hace. Tenemos la misma edad y algunos de ellos son amigos míos, pero en realidad nunca formé parte de esa pandilla. En aquel tiempo he de confesar que sí me sentí algo sola. Cuando tuvieron lugar las grandes exposiciones de los Young British Artists, yo no salía en un solo artículo. Por suerte, cuando me marché a Berlín, Todo eso pasó. Fue bastante liberador.
¿Se sentía más a gusto con artistas de otras generaciones? Se lo digo porque ha dedicado obras a David Hockney, Merce Cunningham o Cy Twombly, a quien dedicó su tesis doctoral. Todos ellos le sacan, por lo menos, 40 años…
Cada uno de esos proyectos surgió por un motivo preciso. No fue como si fuera por ahí persiguiendo a hombres viejos… A posteriori, sí veo que me he sentido atraída por ese perfil de artista, pero no se trata de un juicio contra mis compañeros de generación. En realidad, creo que hay artistas fantásticas entre los Young British Artists, como Gillian Wearing o Sarah Lucas. Supongo que, simplemente, me interesan los cuerpos que cargan con una historia. Son casi como árboles. Siempre me ha gustado mucho un poema de Edward Thomas. Habla de un árbol del que solo se percató cuando, un buen día, desapareció del paisaje. De eso habla, en gran parte, mi trabajo.