El gran negocio de las apariencias en la moda: hacer pasar por simple lo complejo y lo complejo por simple

Ya no se apela a la dejadez de Elaine Berres Seinfeld, aquel banderín de enganche del ‘normcore’ original, sino al minimalismo de Carolyn Bessette-Kennedy

De izda. a dcha. y de arriba abajo, desfiles de otoño-invierno 2023 de Stella McCartney, Ferragamo, Miu Miu, Prada y Gucci.ILUSTRACIÓN: MAR MOSEGUÍ. FOTOS: LAUNCHMETRICS.COM

En el principio se trataba de ser: somos lo que vestimos, decía el aforismo, apuntalando la identidad expresada vía indumentaria. Género y clase, ocupación y posición, todo revelado al primer vistazo por el atuendo, que quizá nunca haya hecho al monje, pero siempre ha ayudado. Hasta que las dinámicas sociales dieron un vuelco y cambió el verbo, de ser a tener: tenemos, luego somos, la lógica del capitalismo. Y ahí seguíamos, dopados en la acumulación materialista (más ropa, más zapatillas, más bolsos, más logos, sin sentir ni padecer), cuando nos alcanzó la perversa vuelta de tuerca que nos de...

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En el principio se trataba de ser: somos lo que vestimos, decía el aforismo, apuntalando la identidad expresada vía indumentaria. Género y clase, ocupación y posición, todo revelado al primer vistazo por el atuendo, que quizá nunca haya hecho al monje, pero siempre ha ayudado. Hasta que las dinámicas sociales dieron un vuelco y cambió el verbo, de ser a tener: tenemos, luego somos, la lógica del capitalismo. Y ahí seguíamos, dopados en la acumulación materialista (más ropa, más zapatillas, más bolsos, más logos, sin sentir ni padecer), cuando nos alcanzó la perversa vuelta de tuerca que nos define hoy: parecer para ser. En un momento en el que nuestras relaciones vienen mediatizadas como nunca antes por las imágenes —que es a lo que quedamos reducidos en las redes y el entorno digital—, lo único que cuenta son las apariencias, lo que aparentamos ser. Y la realidad ya no es sino un conjunto de situaciones construidas a propósito, juego de máscaras y ficciones. La vida pasada por los filtros y efectos de TikTok e Instagram. El favorito de la moda, ahora mismo, es el filtro de la normalidad.

Bienvenidos a la era del nuevo normcore, claman los titulares. Aquel presunto revulsivo estilístico de principios de la segunda década de lo que llevamos de siglo, oda al vestirse sin otro propósito que el de cubrir el cuerpo por razones funcionales, sin significado en términos de moda, está de vuelta, también en las colecciones de prêt-à-porter más o menos exclusivo. ¿Es lo que toca tras la fantasía de infantilización Y2K? Podría considerarse así. ¿Tiene que ver con un contexto socioeconómico de precariedad, asustado por el fantasma de la inflación? No lo descarten. “Por regla general, la incertidumbre financiera no supone en realidad un factor tan importante, a no ser que resulte algo devastador, como una gran recesión. Creo que esto tiene más que ver con un giro de guion de espectro distinto, una reacción minimalista al maximalismo surgido tras la pandemia”, concede Valerie Steele, directora del Museo del Fashion Institute of Technology de Nueva York. Sean Monahan, el analista de tendencias estadounidense que bautizó el arte de vestir aburrido como normcore, en 2013, define este revival de la (supuesta) normalidad como un “colapso total del vestir casual. En cuanto sales de tu vecindario, ya no sabes si la gente va a la oficina, al gimnasio o a quedar con los amigos”. Y sin ironía que valga, no como sucedía una década atrás.

Hace un año, Monahan (que sigue al pie del cañón, ahora al frente de la consultora 8Ball) escribió en The Cut un artículo en el que ya apuntaba la que se avecinaba, un “cambio de vibración” advertido entre el furor de los vaqueros de madre y las deportivas de padre. Una suerte de grunge digital espoleado por la nueva rabia adolescente zeta que prefería las tiendas de segunda mano a las boutiques exclusivas, a pesar del amplio calado centennial de la vulgarización chandalista/zapatillera de, por ejemplo, Balenciaga. Y citaba a Billie Eilish como heroína normcore 3.0. Igual que ocurrió en su día contra el hipsterismo que dominó el albor de las redes sociales, la idea es recuperar la normalidad sin filtros de la existencia offline, pasando en el intento de todo aquello con significación de moda, o que venga impuesto por ella. Con lo que el analista parece no haber contando, sin embargo, es con la capacidad para el subterfugio del negocio del vestir, experto no solo en canibalizar movimientos estético-sociales, sino además en practicar el arte de la posverdad. Porque no hay mayor fake ahora mismo que la tal nueva normalidad indumentaria.

Gracias a esa herramienta que ofrece la posibilidad de añadir o proporcionar contexto a los contenidos, los usuarios de X/Twitter le sacaron los colores a Dua Lipa, a mediados de noviembre, por el cacareado atuendo normcore lucido durante una visita a una emisora de radio de Los Ángeles para promocionar su nueva tonada, Houdini. Bueno, si no a ella, sí a los medios que jalearon hasta la náusea la simplicidad normativa del look de la diva pop: un jersey de punto rojo y unos vaqueros. El uno, de Bottega Veneta, más de 1.000 euros; el otro, de Acne Jeans, cerca de 500.

En efecto, es el precio el que define o expresa el valor de las prendas asociadas a la actual ficción en la que abundan diseñadores y marcas desde que la apariencia de la normalidad se instalara en la moda de lujo con aquel trampantojo de vaqueros, camisa de franela a cuadros y camiseta de tirantes del debut de Matthieu Blazy en Bottega Veneta (otoño-invierno 2022). “Aunque hayamos dejado atrás los años noventa como inspiración, la estética minimalista sigue ahí, pero esta vez de manera menos austera”, refiere Valerie Steele, que señala la transformación de la actual escalada normcore como una tendencia bastante más compleja, en la que el ‘estilo dinero viejo’ —la pretendida parquedad indumentaria de las fortunas de rancio abolengo— subyace bajo tanta sosería. O sea, que ya no se apela a la dejadez de una Elaine Berres Seinfeld, aquel banderín de enganche estilístico del normcore original, sino al minimalismo de una Carolyn Bessette-Kennedy.

Por supuesto, a pesar de las apariencias no hay nada de normal en las propuestas de las últimas temporadas (y la que viene, de Miu Miu a Fendi, pasando por Ferragamo o los hasta la fecha nada sospechosos de normatividad Coperni y Gucci), con diseños despojados de fantasía y grandeur para reducir las prendas a la mínima expresión del corte, silueta y tejido. La jerga de los medios, siempre necesitados de etiquetas reduccionistas en favor de la comodidad de quien escribe, los ha calificado como lujo silencioso, cuando deberíamos decir lujo situacionista: una ficción de la realidad construida artificialmente para responder al beneficio propio, el de la industria de la moda de alta gama. “Diseño atemporal y tejidos confortables se combinan en los nuevos básicos de fondo de armario”, reza el comunicado que glosa la colección otoño-invierno 2023-2024 de Loewe, de la que destacan las chaquetas de punto oversize, que ni las de tu abuela, y los vaqueros, ah, de denim japonés. Nada por debajo de los tres y hasta los cuatro dígitos. Lo único normal de toda la pantomima del nuevo normcore es eso, su precio. V


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