‘La vuelta 26′: el emocionante instante en que dos atletas dieron por finiquitado el apartheid en Barcelona 92

Derartu Tulú era negra, etíope. Elana Meyer, blanca y de Sudáfrica, un país que acababa de dejar atrás casi 45 años de apartheid. Juntas derribaron barreras, mucho más allá del deporte

Derartu Tulú y Elana Meyer en Barcelona 92.PASCAL PAVANI (AFP via Getty Images)

Una imagen preciosa: tres gimnastas negras en el podium de los JJOO de París. La brasileña Rebeca Andrade en el centro, en lo más alto, con su Oro, y a ambos lados, reverenciándola como a una diosa, como a una reina, entre risas, con empatía, con amor, con jolgorio, Jordan Chiles y Simone Biles, con sus respectivos Bronce y Plata. Como niñas celebrando, pidiendo aplausos para la ganadora, que, dijo al acabar la ‘escena’, entre risas, “”Fue muy bonito por su parte”, dice Andrade. “Son las mejores del mundo. Lo que han hecho significa mucho para mí. Me siento honrada. Siempre nos apoyamos mutuamente. ¡Y hemos demostrado el black power! Ha sido estupendo. Ya fuimos tres negras en los Mundiales, y ahora poder hacerlo en los Juegos Olímpicos significa que hacemos realidad nuestro poder. Nos aplaudirán o tendrán que tragárselo. Me quiero a mí misma, me encanta mi color de piel, pero no me centro en eso. Rebeca va más allá de su color. Lo mismo ocurre con Simone y Jordan”, declaró la atleta.

La presencia abrumadora (y ya proverbial) de atletas negras, que son tanto africanas, como afroamericanas, brasileñas, europeas… en las grandes competiciones deportivas, y este momento tan lindo entre las gimnastas me ha llevado a otra: La vuelta 26 se llama, y se encuentra en Movistar Plus, en Informe Robinson. Tuvo lugar hace 32 años, en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 y las protagonistas eran dos atletas, Derartu Tulú y Elana Meyer con muchas cosas en común: eran jóvenes, sacrificadas corredoras de fondo, africanas, de procedencia rural, entendían el correr como una liberación y estaban ante la oportunidad de su vida.

Les separaba la raza, eso sí. Derartu Tulú era negra, etíope. Elana Meyer, blanca y de Sudáfrica, un país que acababa de dejar atrás casi 45 años de apartheid, cuatro décadas y media en las que las personas negras eran ciudadanos de segunda y la minoría blanca gobernaba el país con mano dura, con represión, castigos y muertes. Acceder a las instalaciones deportivas era uno de tantos derechos que la gente negra tenía vetados.

De hecho, cuando se celebraron los Juegos de Barcelona, Nelson Mandela acababa de salir de la prisión después de 27 años encarcelado. Sudáfrica llevaba 21 años excluida de las competiciones deportivas internacionales por su política del apartheid (esos tiempos en los que ser un país criminal se penalizaba, vaya tiempos) y Barcelona 92 era el momento de la reincorporación de sus atletas al movimiento olímpico. Derartu Tulú y Elana Meyer saltaron a la pista del Estadio de Montjuic como las dos principales favoritas de la final de los 10.000 metros.

La etíope, con 20 años recién cumplidos, llegaba a Barcelona como la gran sensación del atletismo femenino. Venía de Etiopía, un país de grandes atletas de fondo, pero siempre masculinos. Las mujeres no habían hecho acto de presencia. Acababa de correr en el Mundial de Tokio y estaba decepcionada porque no quedó como esperaba, se hundió en las últimas vueltas por haber empezado la carrera con demasiada energía. Elana Meyer también estuvo en aquel Mundial, pero en la grada. Sudáfrica, al final, se quedó sin participar y ella sin competir, de espectadora. Barcelona iba a ser su estreno después de muchos años entrenando y compitiendo con la duda de si llegaría a unos Juegos. Eso explica como lloró en el desfile de inauguración. La carrera fue disputada. Meyer sabía que Tulu era muy buena y apretó y apretó para deshacerse de ella, pero la etíope se le enganchó como una sombra. Meyer miraba de reojo y Tulu estaba allí, pegada a su espalda. Sólo ella. Las demás se habían quedado atrás. Se iban a jugar la victoria ellas dos. Cuando ya habían dado 24 vueltas a la pista, cuando solamente quedaba una, la vuelta final, la 25, Derartu Tulu cambió de ritmo y Meyer no la pudo seguir. Ganó Tulu, medalla de oro. Meyer, medalla de plata.

Fue justamente en ese momento, pasada ya la línea de meta, cuando la emoción que supone el final de una prueba deportiva se multiplicó por mil. Las dos atletas se acercaron al público y recogieron las banderas de sus países. En el caso de Meyer, la del Comité Olímpico de Sudáfrica porque el país, como tal, todavía no tenía el reconocimiento. Entonces, Meyer se acercó a Tulu, se abrazaron y se besaron y de una forma absolutamente natural empezaron a dar una vuelta más a la pista, la 26, la vuelta que, realmente, provocó un estallido de emoción y pasó a la historia: dos africanas, una negra y la otra blanca, juntas, felices, radiantes. Celebrando la alegría compartida y ofreciendo a millones de espectadores la imagen del final de la división de un continente por razones de raza. Cuentan en el documental que en ningún momento fueron conscientes del significado de esos minutos de la vuelta que añadieron a su carrera, que lo hicieron por pura intuición, por amor a la otra, por el esfuerzo mutuo que ambas conocían. No lo sabían, pero se estaban convirtiendo en un símbolo de justicia y unidad, haciendo realidad, ante los ojos de todo el planeta, el final del apartheid. Y sin saberlo, la sororidad. Aquel sería uno de los momentos épicos de los Juegos de Barcelona 1992.

Derartu Tulú y Elana Meyer en la final de 10,000M en Barcelona 92.John Iacono (Sports Illustrated via Getty Ima)

Menos de dos años después, Mandela, que dijo aquello de “el deporte tiene el poder de cambiar el mundo”, llegó a la presidencia de Sudáfrica y en los siguientes Juegos Olímpicos, en Atlanta 96, dos atletas sudafricanos negros consiguieron medalla. Tulu fue, en Barcelona, la primera atleta de Etiopía en ganar una medalla olímpica. Las 10 anteriores las habían ganado hombres. Desde ese día, Etiopía ha ganado 50 medallas más, 26 de las cuales se las deben a mujeres.

En aquella final femenina de los 10.000 metros del Estadio de Montjuic que protagonizaron Meyer y Tulu, de 20 atletas en competición solamente cuatro eran negras. El pasado 9 de agosto, en París, de 26, 14 eran de raza negra. Y a media carrera ya parecían dos competiciones diferentes: por delante una carrera de atletas negras luchando por las medallas, y, por detrás, otra, con las de raza blanca disputándose entre ellas las últimas posiciones.

España no queda al margen de este fenómeno de aumento de las deportistas negras en la mayoría de selecciones. En gimnasia, en futbol, en baloncesto, en atletismo, en balonmano, en boxeo, yo qué sé… Tantos que habría sido un gesto estupendo que una de las personas abanderadas fuera negra. Por ejemplo, Ana Peleteiro, gallega que, después de ser madre, ha vuelto a las competiciones y que, pese a quedar clasificada como la sexta mejor saltadora del mundo en Triple Salto, ha oido el griterio que la despreciaba, la descalificaba por ser, precisamente, ejemplo de esta España plural, diversa, guapa, mestiza y abierta que la caverna más retrógada no soporta.

Cada nueva edición de los Juegos Olímpicos, cada nuevo Mundial sea del deporte que sea, cada nueva gran competición internacional ofrece una imagen más multirracional que la anterior. Y no hay vuelta atrás. Como no la hay en la calle, en la escuela y en las casas. Es así y es mucho mejor. Los podiums los copaban atletas blancos cuando los atletas negros estaban marginados, cuando había un mundo, el de los blancos, que, de hecho, marginaba a los diferentes aun sin reconocerlo. Ahora que los distintos han derribado la valla y demuestran que valen tanto o más que los blancos, toca compartir. Valgan las competiciones deportivas como metáfora para todo lo demás.

Estos JJOO 24 los estoy viviendo con deleite por primera vez, junto a mi hija Carlota, de 18 años, negra, etíope, que, como tantas de las deportistas, lleva su pelo afro perfectamente trenzado, con trenzas profesionales, no como la chapuza que yo le hacía de pequeña, cuando aún no tenía derecho a opinar.

Y en eso, entre otras cosas, nos estamos fijando: en ese estilismo fabuloso de la negritud, con ese traje majestuoso de Simone Biles, tan alambicado, y esos peinados perfectos como señas de identidad, que es lo que las mujeres negras cuentan con su pelo. Vemos juntas trenzas de todo tipo, porque hay muchas, cabello estirado, encerado; recogidos altos y tirantes, coletas coquette, flores en el pelo y alguna peluca, y me acuerdo de un libro, No me toques el pelo. Origen e historia del cabello afro, (Capitan Swing) de la académica y escritora negra irlandesa, Emma Dabiri, que es “un viaje por la esclavitud, la apropiación cultural, la ciencia, las matemáticas y la descolonización, y todo a través del cabello”, tal y como explican desde Afroféminas. Para las mujeres negras, el pelo es muy importante, es un asunto político, “tiene que ver con cómo nos ve el mundo y cómo interactúan muchas personas blancas con respecto a nosotras según el cabello”.

Los peinados de las atletas negras son mucho más que un peinado, son una declaración de intenciones que va más allá del cabello. Es una defensa de la negritud, de la raza, de la diferencia. Están cansadas de que los blancos las llamemos exóticas, de que nos tomemos la libertad de tocarles el pelo: no fui consciente de esto hasta que tuve a mi hija, a cuya cabeza iban todas las manos blanquitas con las que nos cruzábamos, acompañadas de la tópica frase de “ay qué chulo”, cosa que jamás hacemos con los pelos rubios de los niños caucásicos. Y esa manera de presentarse al mundo, en las competiciones deportivas, como cuenta el libro, aniquilan “los estándares eurocéntricos de belleza, aceptabilidad y feminidad que infectaron la conciencia negra dando como resultado el deseo de cabello lacio usando compuestos químicos peligrosos o planchas alisadoras al rojo vivo, en cremas blanqueadoras de piel cancerígenas y el colorismo desenfrenado en las comunidades negras donde cuanto más pálida es la piel, más alto estás en la escala social”.

En 2022, Tulú y Meyer se reunieron en Barcelona, 30 años después de aquel momento histórico. Se les preguntó qué se dijeron durante aquella vuelta 26. Ninguna de las dos lo recordaba, sólo tenían presente la emoción total, el sueño que supuso para ambas. Luego donaron la bandera con la que dieron la vuelta y en ella, ambas dejaron escrito lo siguiente: “¡El símbolo del poder de los valores de los Juegos Olímpicos! Amistades, pau y perseverancia”.

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