Orgullo de no beber: el fin de la épica de la borrachera
Mientras las nuevas generaciones reducen drásticamente el consumo de alcohol, las que se recrearon en él apuestan por proyectos artísticos y empresariales sobre su vida sin resacas.
«El alcohol es la encarnación del atajo. De quererlo todo inmediatamente. Era mi atajo a sentirme conectada, a la relajación, al romance, a la amabilidad». Hará cosa de dos años, la periodista Edith Zimmerman, cofundadora de la añorada The Hairpin (DEP) y primera voz en señalar el cliché de los bancos de imágenes mostrando a mujeres pletóricas y felices comiéndose una ensalada, ...
«El alcohol es la encarnación del atajo. De quererlo todo inmediatamente. Era mi atajo a sentirme conectada, a la relajación, al romance, a la amabilidad». Hará cosa de dos años, la periodista Edith Zimmerman, cofundadora de la añorada The Hairpin (DEP) y primera voz en señalar el cliché de los bancos de imágenes mostrando a mujeres pletóricas y felices comiéndose una ensalada, publicó una extensa tira sobre cómo habían sido sus primeros meses sin ingerir alcohol. Allí calculó que se había bebido unos 73.000 dólares en los últimos diez años y que con todo el vino que había tragado (un litro al día aproximadamente) podría haber llenado una piscina de 3×2 metros y casi un metro de profundidad. Podía bañarse, literalmente, entre sus borracheras. «Me volví sobria por despecho», escribiría después. «También por la sabiduría, el coraje, la racionalidad, la tristeza, la soledad, el aburrimiento y la desesperación, un vago deseo de ser esposa y madre, y, especialmente, por un libro, pero, en el fondo, parte de eso fue porque quería demostrar que estaban equivocados. Demostrárselo. Que lo sintieran». La periodista estaba harta de que sus ligues y amistades le dijeran que igual lo de refugiarse en el alcohol era un problema más que un supuesto y reincidente pasatiempo evasor y pasó a la acción. Dejó de beber. Empezó a tejer compulsivamente. Se frustró al comprender que «probablemente la parte más dura sería que nada volviese a ser divertido en mi vida» o que su circuito social se fuese al garete. Pero también volvió a un peso saludable para su complexión cuando perdió la hinchazón causada por el alcohol, su piel y rostro mejoró notablemente al evaporarse las rojeces de su cara y se enamoró.
Zimmerman es una de las voces (y lápices) más efectivos en esta nueva creatividad que en la última década saca pecho alejada de la épica del alcohol y las drogas. La generación que reivindicaba los pros de tomar cerveza para desayunar (ella misma lo defendió en The Hairpin en 2011) ahora explica por qué hacerse la cama con cuidado nada más levantarse ha sido una de las bondades y hábitos que más confort le proporcionan desde que dejó de beber. Todo esto se puede leer en The Small Bow, la web/newsletter que tanto Zimmerman como AJ Daulerio (ex editor de Gawker que se vio inmerso en el escándalo de la cinta sexual de Hulk Hogan) han creado donde publican «información y noticias sobre drogas, alcohol, sobredosis, budismo, filosofía, rehabilitarse, recaídas y recuperación». Allí conviven desde un decálogo de consejos de exadictos sobre Cómo no volver a ser un gilipollas nunca más a los tortuosos caminos de las recaídas en la lucha contra la adicción. No son los únicos en reivindicarlo.
Si en España el movimiento straight edge ha sido quien más callo ha hecho en las últimas décadas en denunciar, desde un prisma político, el consumo de alcohol como epicentro del ocio entre la juventud, las nuevas generaciones parecen querer desentenderse de la cultura de la borrachera de forma naturalizada. Según recogía Kiko Llaneras en Ideas, los adolescentes de hoy en día fuman, beben y se drogan menos que sus antecesores: solo el 8% toma alcohol cada semana, una tercera parte que en 2006 y el 76% cree que tomarse 5 o 6 copas un fin de semana puede causar “bastantes problemas”.
Mientras la vida social sin alcohol se normaliza (los denominados mocktails, cócteles sin alcohol, se han integrado en prácticamente todas las cartas de bebidas en restauración), el consumo en el entorno privado se glorifica, especialmente en el femenino. Los prejuicios sociales sobre las mujeres que beben siguen prevaleciendo (está peor visto que en los hombres) lo que lleva a que el consumo en solitario o a escondidas sigue extendiéndose. «Si creemos que lo de ‘autocuidarse’ es ponerse moradas de vino en la bañera, vamos apañadas», lamentaba en S Moda, Jara Pérez (Therapy Web), sobre esta nueva narrativa que se ha implantado en la que se banaliza y glorifica el consumo de alcohol y química para sobrevivir a una asfixiante rutina, donde las copas de vino nocturnas (o botella entera) junto a una vela aromática y ansiolítico de rigor son material recurrente para justificar y normalizar una especie de salvavidas emocional (no diagnosticado por profesionales) como refugio frente a la ansiedad y presión social.
Adiós a la borracha juerguista
«A menudos los libros sobre alcoholismo hablan sobre mujeres que ‘beben a escondidas’. Esa ha sido la línea argumental durante décadas. Botellas escondidas detrás de la maceta y tragos con manos temblorosas cuando no mira nadie, porque la sociedad no ve con buenos ojos a las mujeres que beben. Yo las admiraba. Estaba al lado de las rebeldes, de las que fumaban, de las que llevaban pantalones, de las que mantenían a raya la historia«, escribe Sara Hepola en el muy recomendable Lagunas (Pepitas de calabaza, 2019), en sintonía con Mary Karr y su Iluminada (Errata Naturae, 2019) o Leslie Jamison con The recovering (Granta, 2018), la suya es una autobiografía sobre el auge y adicción al alcohol en su vida y cómo forjó un camino hacia la sobriedad y el control de su vida.
Hepola traza un crudo y divertidísimo relato en primera persona, pero también deja el testigo de una generación de mujeres que cayó en el engaño de creerse más libre y progresista mientras se dejaba seducir por una espiral de autodestrucción. Puede que las más jóvenes ahora rechacen las copas de forma natural, pero a finales de los dos mil «las heroínas torpes y borrachas formaban parte habitual de nuestra narrativa». Películas, series, famosas o titanes mediáticos glorificaban a la mujer borracha como símbolo de libertad, modernidad y diversión: ahí estaban Bridget Jones, Carrie Bradshaw, Paris Hilton o Chelsea Handler. «Mis amigas inteligentes y triunfadoras devoraban los Us Weekly mientras los New Yorker se amontonaban en las mesitas rinconeras como si fueran deberes, y se empapaban de las desventuras juerguistas de aquellos días», escribe Hepola, y añade: «En esos tiempos de vídeos de sexo, y coños a la vista, que una mujer como yo escribiera que se había caído del taburete no era nada atrevido ni remotamente escandaloso».
La lucha de los principios de los dos mil fue la de ir contracorriente y tratar de forjar leyendas frente a esa norma no escrita que establece que no hay glamour, ni épica, para la escritora borracha. Lo recordaba Begoña Gómez Urzaiz en Ctxt: «Las escritoras alcohólicas (Elizabeth Bishop, quien, literalmente, bebía colonia cuando se le acababa el licor, Marguerite Duras, Anne Sexton, Maya Angelou, Lucia Berlin, Carson McCullers, Shirley Jackson o Jane Bowles que siguió bebiendo tras sufrir una hemorragia cerebral a los 40) lo han sido con vergüenza y sin leyenda. Su adicción, por lo general, no tuvo nada de romántico en vida y a nadie se le ha ocurrido adornarla después de muertas, quizá con una única excepción, la de Dorothy Parker, a la que sí se suele retratar con un martini en una mano y un cigarro con boquilla en la otra».
Hepola, que solía escribir artículos sobre lo que bebía como guiño divertido para el lector, casi acabó quemando su piso por quedarse dormida como una cuba mientras cocía unos espaguetis de madrugada. La echaron del edificio y su casero, precisamente, no se partió de risa. Uno de los relatos más escalofriantes de Lucía Berlín en Manual para mujeres de la limpieza (Alfaguara, 2016), es el del trayecto nocturno de una madre para hacerse con varias botellas mientras sus hijos duermen plácidamente en la cama. La gesta de los nuevos años veinte es la de probar que la sobriedad también puede ser algo de lo que sentirse orgullosa. Así lo prueban un nuevo regimiento femenino dispuesto a derrocar tabúes a través de podcasts, libros o planes educativos.
El negocio de las nuevas renegadas
«Vestía la ropa adecuada, tenía el apartamento adecuado, mantenía mi cintura a raya y estaba en la cima de mi carrera: era directora de una start up en San Francisco. Tenía todo lo que había imaginado para mí, todo lo que la sociedad me había dicho que debía tener, que lo había logrado. Para nada era así: todo era un show. Mi vida había perdido el control. Era tremendamente infeliz, desesperadamente insegura, estaba deprimida y ansiosa. Estaba enganchada al alcohol, a la marihuana y al tabaco y era profundamente bulímica», cuenta en su bio Holy Whitaker, fundadora de The Hip Sobriety, cocreadora del podcast Home con Laura McKowen sobre «grandes cuestiones de la vida tras salir de una adicción» y autora de Quit like a woman: the radical choice to not drink in a culture obsessed with alcohol (Déjalo como una mujer: la radical elección de no beber en una cultura obsesionada con el alcohol).
Whitaker, que también comercializa camisetas con el lema Feminist Sober Killjoy (Feminista, sobria y aguafiestas) se suma a una lista de nuevos rostros que están capitalizando el pujante negocio de la «nueva sobriedad» que acuñó Alex Williams en The New York Times el pasado mes de junio. Dentro ese área gris de las mujeres curiosas por dejar de beber esta Mia Mancuso, una especie de gurú y coach personal, que a través de The Sober Glow, su cuenta de Instagram con 45.000 seguidores, guía a mujeres a fines de semana o planes para dejarlo. Ahí también está Ruby Warrington, una periodista de estilo británica en Nueva York que se pasaba el día bebiendo gratis en eventos, decidió dejar de lado las resacas matutinas y el sopor y remordimientos por los mensajes enviados la noche anterior y fundó Club Soda NYC para los ‘sober curious’ (curiosos de la sobriedad) y debatir sobre la abstinencia entre jóvenes creativos que se veían un poco enganchados al alcohol y otras sustancias. El club fue la incubadora de su libro Sober Curious y posterior podcast. «Después de todo, hacemos yoga. Bebemos zumos verdes. Meditamos. Nos autocuidamos. Y aún así, tras un día largo de trabajo o al inicio del fin de semana, o en una situación incómoda, bebemos. Una copa de vino se convierte en una botella. En vista de cómo nos cuidamos de lo contrario, es difícil evitar ver cómo el alcohol realmente nos hace sentir… terribles», cuenta en su libro.
«Todas las historias de personas que dejan de beber son un precipicio. Ninguno sabemos cómo acaba nuestra historia», escribe Hepola en Lagunas sobre el temible horizonte de un mundo sin alcohol, pero también cuenta sobre la suya: «No sé cómo ha pasado o cuánto tiempo me ha costado. Pero un día me miré y me di cuenta de que, para mi sorpresa y la de todo el mundo, estaba empezando a ser la mujer que me gustaría ser».