Trasnochar por venganza: robarte horas de sueño para sentir que vives más

¿Qué hacer cuando el sistema te atrapa y no puedes disfrutar de las horas diurnas? Quitarse horas de sueño para sentirse libre sin hacer nada de provecho.

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«Muchas noches, después de llamar a mi familia y cenar, me pongo un vino, miro al techo y no quiero pensar en nada más. Tengo la tele puesta, pero más como ruido de fondo, ahí empiezo a dar cabezadas de sueño, pero me resisto ir a la cama. No puedo sentir que me he pasado el día trabajando y no he vivido nada más aunque eso suponga que me tenga que quedar castigada en el sofá por el toque de queda», cuenta Ana, responsable de comunicación de una galería de Barcelona. «Existe un momento de la noche en el que sé que debería irme a la cama para estar fresca para el trabajo a primera hora, debería...

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«Muchas noches, después de llamar a mi familia y cenar, me pongo un vino, miro al techo y no quiero pensar en nada más. Tengo la tele puesta, pero más como ruido de fondo, ahí empiezo a dar cabezadas de sueño, pero me resisto ir a la cama. No puedo sentir que me he pasado el día trabajando y no he vivido nada más aunque eso suponga que me tenga que quedar castigada en el sofá por el toque de queda», cuenta Ana, responsable de comunicación de una galería de Barcelona. «Existe un momento de la noche en el que sé que debería irme a la cama para estar fresca para el trabajo a primera hora, debería acostarme porque estoy cansada y no puedo más, pero es el momento perfecto para ponerme algún reality insulso, casi como un sedante, de fondo, para sentir que tengo algo para mí, que no me sirve ni me aporta nada, pero me da paz mental», añade Lucía, asistente social. Quedarse mirando el techo con una copa de vino. Ponerse un reality anestésico sobre jóvenes coreanos. Saltar sin rumbo y sin horizonte en la ventana «Explorar» de Instagram. Unirse a una de las mejores fiestas online desde el sofá, las del @clubquarantine. Procrastinar para fomentar la privación de sueño como rebelión personal es el nuevo trasnochar.

El toque de queda nocturno no ha arrebatado el ansia de robar horas de sueño a una sociedad agotada, cansada hasta de tener que encajarse en la «fatiga pandémica» para contextualizar sus ganas de desplomarse sin pensar en mucho más. Un espíritu de rebelión aflora en esta epidemia de cansancio –físico y emocional– que ya venía anunciándose y se aceleró hace justo un año, la que nos ha llevado a una sensación de cerebro roto y de niebla mental emocional y que también ha influido en un estado de insomnio poblacional como consecuencia a la hipervigilancia personal ante la enfermedad.

Ahora que se nos impide recurrir a fórmulas escapistas del estrés lejos del hogar, el ansia de trasnochar sigue igual, solo que, en un mundo acotado por la emergencia sanitaria, esa esfera muta hacia otro tipo de hábitos encerrados en lo doméstico. Existe un sector de rebeldes caseros que recurren a estrategias lúdicas para arañar horas de sueño y de supuesto descanso para sentir cierta liberación de la rueda social sin tener que hacer nada de provecho o asociado a la productividad doméstica o laboral. Aquí no vale poner lavadoras, recoger la casa, ordenar o ponerse a hacer pilates o meditar. Hablamos de estrategias que se presentan inútiles de por sí, lo que la cultura ha etiquetado despectivamente como «placer culpable» por aquello de no ser optimizable y provechoso. En 2021 ya no se trasnocha por placer hedonista, ahora se hace por «venganza». Más concretamente, la sociología lo ha etiquetado como «la venganza de procrastinación nocturna«.

La nueva estrategia de evasión la viralizó hace unos meses la periodista Daphne K. Lee, cuando leyendo prensa china se encontró con este fenómeno social. «He aprendido un término con el que me identifico: “報復性熬夜” (venganza nocturna por procrastinación), un fenómeno en el que la gente que no tiene mucho control sobre su vida diurna rechaza irse a dormir pronto para poder ganar cierta sensación de libertad», tuiteó, un mensaje que se viralizó por identificación emocional y traspasó fronteras.

Según informa la fundación del sueño, para que se cumpla la venganza trasnochadora se deben cumplir tres requisitos: retrasar adrede la hora de ir a dormir para reducir el tiempo total de sueño, no tener razones válidas para quedarse despierto más tarde de lo previsto y ser plenamente consciente de que retrasar la hora de acostarse puede tener consecuencias negativas. «Procrastinar a la hora de acostarse se considera una forma de vengarse de las horas del día con poco o ningún tiempo libre. Aunque inicialmente se localizó y denunció desde China, la idea ha resonado en todo el mundo y ha ganado tracción adicional en respuesta al estrés inducido por covid-19″, explican desde la organización al definir este nuevo fenómeno social. Un nuevo escenario que se suma a la iniciativa de las «compras por venganza» (invertir en objetos caros y poco funcionales en el confinamiento por puro capricho) porque, tal y como resumió Daphne K. Lee  al introducir este nuevo término de la sociología: «Todo lo que hacemos hoy es vengativo como consecuencia de nuestra rabia exacerbada».

En una sociedad que ya dormía poco de por sí –la media española es de 6,3 horas al día y el 63% asegura que duerme poco por el estrés–, la trampa de creer que robar horas de sueño al sistema nos libera de él es un paradigma más en una sociedad que vive permanentemente agotada por la presión de la productividad. Restar horas de descanso a nuestra mente no supone ningún triunfo de por sí –la privación de sueño continuada puede derivar en presión arterial alta, enfermedades cardíacas, obesidad y diabetes–, pero evidencia la necesidad de abrazar a una «nada» como una resistencia plausible y aspiracional en un mundo que se ha entregado sin reservas a la eficiencia personal encajando toda nuestra lógica vital en el discurso del capital.

La ensayista Jenny Odell, que lidera un culto de reactivación política a través de su ensayo Cómo no hacer nada (How to Do Nothing, 2019), lo ejemplifica en su manifiesto cuando introduce el nuevo marcador de estatus social al que solo pocos pueden acceder, el que la consejera delegada Kathleen Noonan describió en 2011 como «el poder de desconectar». ¿Quién tiene el privilegio hoy de poder permitirse el lujo de no chequear su correo cada cinco minutos? Esa sí que es una espiral sin salida aparente para la plebe y un techo que se vislumbra como imposible de derribar en la economía de la atención. Para la sociedad que ha desterrado de su imaginario el lema de las “Ocho horas para trabajar, ocho horas para vivir, ocho horas para dormir” que popularizó el movimiento obrero y que sí pudo materializarse durante un tiempo, dormir se presenta ahora como un impedimento para sentir la vida vivida. Un malestar generalizado, una rabia contenida y silenciosa entre las paredes del hogar e invisible a los ojos de los demás, que bien podría resumir acertadamente Bartleby, el copista de Melville que se quedó petrificado ante la rueda social mientras su jefe se desesperaba: «¿Dormir, dices? Preferiría no hacerlo».

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