Ángeles Caballero: “Todos llevamos un ‘señoro’ dentro, seamos hombres o mujeres”
La periodista y escritora publica ‘Orfidal y Caballero’, un retrato tan confesional como pizpireto sobre la madurez femenina. Con ella hablamos de complejos de infancia, su creciente ‘heteropesimismo’ y el poder de la ironía como escudo
Tras el éxito de su debut literario, Los parques de atracciones también cierran, Ángeles Caballero sentía vértigo cada vez que pensaba en su siguiente proyecto. Las ideas demasiado ambiciosas la bloqueaban, y no podía apartar de la cabeza ese lugar común que asegura que las segundas obras —ya sean libros, discos o películas— están condenadas al fracaso. “Si no publicas algo antes de dos años, el lector se olvidará de ti”, le advirtieron. Hasta que escuchó en casa la clave para salir del atolladero: “¿Por qué no haces algo que te divierta y ya está?”. El resultado es Orfidal y Caballero (Arpa Editores), un dietario sobre la experiencia de la madurez femenina. Una crónica confesional y costumbrista de una “señora bien” —etiqueta que la periodista madrileña lleva incluso estampada en la sudadera con la que acude a nuestro encuentro— que trata de mantenerse cuerda, y con cuerda, en la caótica vida moderna.
Calificas Orfidal y Caballero como un chute de exhibicionismo para una persona que desde niña ha vivido con complejos. ¿Cómo manejas esa contradicción?
Como puedo. Tenía varices y celulitis a los 15 años y también más pecho que el resto de mis amigas, generándome un complejo tan tremendo que hasta hoy sigo tendiendo a encorvarme por vergüenza a que se me note mucho. A eso se suman otras inseguridades más profundas, así que tiro del humor como coraza: cuando no quiero llorar o no sé qué decir, recurro a la ironía. A veces parece que soy muy extrovertida, pero luego pienso: “¿Por qué he contado todo esto?”. Pero me llevo bien con mis contradicciones, lo importante es reconocerlas.
¿Y qué ves ahora cuando te pones frente al espejo?
Me llevo mejor que antes. Sigo siendo coqueta, me encantan las cremas, los olores, las mascarillas... esa sensorialidad que me permite viajar. Trabajo desde casa y esos gestos me ayudan a no caer en la misantropía. Cuando me miro al espejo pienso que me gustaría estar más fuerte, pero no hago deporte, así que no me quejo. Y sobre todo me siento muy querida, también por mí misma.
¿Cómo es el proceso de elegir qué te pones para salir en la tele?, ¿te produce presión decidir cómo vestirte o maquillarte para que tu imagen no opaque tu discurso?
No, porque nadie me obliga a ir de una manera. Aprendí por experiencia: la primera vez que fui a la tele me puse una especie de faja-corsé para parecer más delgada que me apretaba tanto que me hizo heridas. Mi amiga Mamen Mendizábal me dio el mejor consejo: “Ve cómoda, que estamos aquí para hablar de la actualidad política, no para enseñar ropa”. Desde entonces me relajé y dejé de sufrir. En la tele hablo de política, de desgracias y dimisiones, no tiene sentido ir con degradé y pestañas postizas. En otros contextos, como La cena de los idiotés, sí recurro a un labio rojo, que es mi salvavidas. Además, yo colecciono barras de labios.
¿Es verdad que acostumbras a regalar labiales a tus íntimas?
Sí. Lo hago desde que fui madre, hace dieciocho años. Me di cuenta de que cuando nace un bebé todo el mundo piensa en el niño y nadie en la madre, que está agotada, dolorida y con la autoestima bajo cero. Así que empecé a regalarles cremas o detalles bonitos a las madres, algo que oliera bien y les hiciera sentirse cuidadas. Con los años lo he extendido: amigas que pasan por un mal momento, o incluso amigos, reciben un labial o un cacao. Me encanta regalar barras de labios porque hay tonos que favorecen a todas las personas, pieles y bocas, y los libros y perfumes son más personales. No hace falta una ocasión especial. Y si la amiga está atravesando un valle más profundo, le cae también un rímel.
Como buena esteta, para ti la belleza está sobre todo en el exterior.
La belleza interior es importante, pero la exterior es fundamental. El primer vistazo dice mucho de una persona: cómo se peina, cómo se viste… te permite etiquetarla casi del todo. Yo, por ejemplo, vengo hoy de la peluquería porque respeto este momento profesional. Probablemente porque durante años me he querido poco o porque he sido un saco de complejos, siempre he valorado mucho la belleza ajena. Perdono antes a los guapos que a los feos, lo cual es terrible e injusto, pero cierto. Hay algo de “bueno, es guapo, cómo no va a ser un poco idiota, si yo tuviera esa cara…”. La belleza abre muchas puertas, pero la simpatía hace que duren más tiempo abiertas. Quizá por eso yo he sido siempre la simpática.
Confiesas que te has educado en la cultura de la dieta y que acudir a la báscula una vez al mes era una cita ineludible. ¿Sigue siendo así?
No, hace mucho que no me peso. La última vez que lo hice fue al mes de dejar el alcohol, y vi que había perdido dos kilos. Me dio alegría y pensé: “Bueno, no solo es el vinito, la patatita o la aceituna; hay todo un conjunto implícito”. Pero ya he dejado de pesarme; ahora solo lo hago en los reconocimientos médicos de la empresa. Antes, en casa de mis padres, tenía frita a la báscula, iba cada dos por tres. Fíjate lo que son las cabezas que yo tenía pavor a ir de compras. Recuerdo que se llevaban los Levi’s 501, y mi cuerpo no encajaba en ellos: me sobraba cintura y el cinturón me quedaba como un acordeón. Por más que me decían en las tiendas que mi cuerpo era de otro modelo, yo quería pertenecer a la tribu del 501. Toda la cultura de la dieta es muy perniciosa, hace mucho daño.
¿Ser madre hoy es más difícil que hace veinte o treinta años? ¿Se exige más a los padres ahora que antes?
Cada maternidad depende de muchísimas variables, no solo del tiempo que se vive. Yo no puedo comparar mi maternidad con la de mi madre: ella no trabajó nunca fuera de casa ni tuvo estudios primarios. Pasó hambre, estoy convencida de que hubo muchas cosas que quiso conseguir y no pudo, pero luego vivió bien gracias al trabajo de mi padre. Yo tengo ventajas: soy mujer blanca, heterosexual, en España, con casa pagada y la nevera llena. ¿Qué problema voy a tener? Mis hijos me ayudan mucho; soy muy presente y a veces pesada, pero intento comunicarme con ellos. Les recuerdo la suerte que tienen, y ellos lo comprenden cuando ven que algunos compañeros no pueden permitirse ciertos viajes o experiencias. También me recuerdan que no sé lo que hay por ahí fuera, con gente víctima de acoso, relaciones tóxicas... A veces pienso que me han tocado dos perlas como hijos… perlas imperfectas, como lo es su madre.
Has sido muy vocal a la hora de hablar sobre tu heteropesimismo. ¿Qué lo provocó? ¿Hay posibilidad de recuperar la fe en el género masculino?
Si me llamara Andrés Velencoso después de esta entrevista, recuperaría el ánimo (ríe). No es algo puntual ni provocado por un episodio concreto. Es una combinación de cosas pequeñas y grandes: decepciones con personas cercanas, con la política, con el envilecimiento y desacomplejamiento a la hora de pronunciar según qué cosas, con el odio que recibe en redes una mujer cuando opina… Todo eso suma. Cito un episodio en el libro: un hombre de mi edad, que estudió en mi universidad, me llamó “Charo” por un artículo que escribí en El País. Ese nombre y esos apellidos quedaron tatuados en mi lista de personas de las que espero vengarme. Creo en el rencor y la venganza efímeras: no macero odio a diario, pero de vez en cuando hago aquelarres con amigos y me divierte muchísimo. Mi heteropesimismo también tiene que ver con la observación de hombres heterosexuales que oigo en mi casa porque los están escuchando mis hijos en YouTube y con la sensación de que los imbéciles parecen multiplicarse como esporas.
¿Crees que hay un “efecto rebote” tras la última ola feminista, una especie de vuelta conservadora?
No sé si hay un rebote, pero sí noto que ahora se dicen en voz alta cosas por las que antes se bajaría el tono. No creo que todos los hombres sean fachas, pero sí es verdad que ahora da menos vergüenza decirlo. Ese tipo de gente hostil y antipática, además, habla muy alto: en las terrazas se les oye a kilómetros. Gritan convencidos de que todo el mundo piensa como ellos, que el silencio les da la razón. Yo antes tenía impulsos de corregirlos, pero ya no. No sirve de nada. Hay una parte de la sociedad que antes callaba su machismo, su racismo o su homofobia, y ahora lo muestra abiertamente. Mientras tanto, muchos hemos optado por callar para evitar conflictos familiares o de amistad. Pero claro, ellos han ido ganando terreno. También hay quien lo vive como una moda: ponerse en la puerta de una terraza, gritar “¡Viva España!” o insultar al presidente. Yo, sinceramente, prefiero ir a hacerme las uñas. Yo voto, me manifiesto cuando toca y ya está. No soy feminista histórica ni clásica, llegué tarde, pero un día entendí que a mi marido periodista nunca le habían preguntado si pensaba casarse o tener hijos, y a mí sí. Y pensé: tengo una hija, esto tengo que canalizarlo. Y me fui al 8-M.
Ese tipo de preguntas te las hicieron incluso en procesos de selección profesional, ¿verdad?
Sí. Una vez me citaron en el hotel Orfila para una entrevista y el tipo, después de venderme su proyecto, me dijo: “Te brilla mucho la alianza, ¿acabas de casarte?”. Cuando le dije que sí, me soltó: “¿No pensarás tener hijos? Porque para el puesto de subdirectora no podrías”. Me quedé muda. Hoy le habría contestado: “Sí, como los tuvo su madre”. Pero entonces no supe qué decir. Soy de digestión lenta, me gustaría tener preparados varios bofetones verbales, pero me sigo sintiendo un poco Gracita Morales todavía… las que tienen que servir.
Tú que colaboras en La Sexta, ¿te ves más cerca de ganar el premio Planeta algún día?
Lo dudo. No me creo tan brillante como para merecer un premio así. Además, siempre me he llevado mejor con la abeja obrera que con la abeja reina. Me llevo mejor con los regidores, los vigilantes de seguridad o el personal de limpieza. Siempre he evitado los despachos y constato que voy por el camino equivocado porque la gente que ha optado por despachear en vez de pasillear le va mucho mejor que a mí. Yo sigo siendo un poco la simpática del oficio. No creo que gane el Planeta, pero tampoco hay que estar fustigándose por el ganador. Ellos se han llevado un millón de euros y van a vender muchísimo, ¿quién no querría eso? Que lo disfruten y enhorabuena.
¿Qué opinas de esta tendencia a beatificar a ciertas figuras, de Rocío Jurado a Sara Montiel, que durante años fueron vistas como baja cultura y ahora se revisitan como iconos?
Me da muchísima pereza, porque parece que siempre tiene que venir alguien a ponerte el certificado AENOR de “ahora sí eres un icono”. Como si hiciera falta la aprobación de los expertos para decir que te gusta una película o un artista popular. Mi primera obra de teatro fue Lina Morgan y mi primer concierto fue Raphael, y no necesito que nadie me diga si le parece bien o mal. A veces me apetece ver cosas más elevadas y otras no. Ahora, por ejemplo, lamento no haber conseguido entradas para Bad Bunny. ¿Por su reivindicación? No, porque me gusta muchísimo como hombre y no necesito que vengan después los intelectuales a justificarlo.
En tu experiencia, ¿la voz de las mujeres en las tertulias tiene el mismo peso que la de los hombres o notas que se os trata con cierta condescendencia?
Afortunadamente, sí. En este momento a los directores y presentadores de esos programas les chirría si hay más hombres que mujeres. Quedan otras diversidades por conquistar –la racial, la de edad–, pero en eso hemos avanzado. La condescendencia existe, claro, aunque a veces viene de otras mujeres. Todos llevamos un señoro dentro, seamos hombres o mujeres. Pero he aprendido a no desgastarme: cuando lo he sentido me he dicho, “vale, pues muy bien”, y sigo a lo mío. Y luego está esta cosa del tertuliano agriao, el que parece que va por la vida chupando limones. También hay otros que se han convertido en caricatura de sí mismos, pero que fuera de cámara son muy buenos tipos y entiendes que están ahí para animar el avispero. Al final, cada uno elige si quiere vivir enfadado o no. Ellos sabrán si tienen un mal día o una mala década, yo prefiero no contagiarme.