El vasto territorio Bradbury, de la infancia a Marte
El autor de 'Crónicas marcianas' escribió siempre las mismas historias conmovedoras, transcurrieran en su pasado, el futuro o en otro planeta
Quizá ningún verano tan raybradburyano como este de su centenario. No solo por la atmósfera de relato fantástico envuelto en lo cotidiano —solo faltaría imaginar a los bomberos de Montag, a los marcianos, a la feria ambulante o a los morbosos transeúntes del escalofriante cuento La multitud con mascarillas— sino porque son unas vacaciones de vuelta a lo cercano, a disfrutar esas cosas que se nos escapaban con los grandes viajes, las fiestas, los compromisos sociales. Es un verano como el de El vino del estío (1957), la preciosa novela de ...
Quizá ningún verano tan raybradburyano como este de su centenario. No solo por la atmósfera de relato fantástico envuelto en lo cotidiano —solo faltaría imaginar a los bomberos de Montag, a los marcianos, a la feria ambulante o a los morbosos transeúntes del escalofriante cuento La multitud con mascarillas— sino porque son unas vacaciones de vuelta a lo cercano, a disfrutar esas cosas que se nos escapaban con los grandes viajes, las fiestas, los compromisos sociales. Es un verano como el de El vino del estío (1957), la preciosa novela de Ray Bradbury sobre su infancia y que es la obra más lírica de un escritor que fue un ávido lector de poesía toda su vida (Frost entre sus grandes influencias) y se dejó empapar como pocos por ella en su narrativa.
Como en esa melancólica historia, protagonizada por un alter ego, Douglas Spaulding, (su segundo nombre y el de su padre), de 12 años, un Tom Sawyer hipersensible, toca hacer vino de diente de león, beber limonada en el porche y calzarse unas deportivas nuevas para sentir la sensación de estrenarlas sobre la hierba de un verano irrepetible, conscientes de lo efímero de nuestros pasos y nuestras existencias, el miedo y la maravilla de estar vivos. Eso es puro Bradbury.
También la infancia propia y la ficticia localidad de Green Town (Illinois), que reproducía la Waukegan original del escritor, su Arcadia de zarzaparrilla del Medio Oeste, son las bases de otra de las grandes novelas de Bradbury que nadie debería dejar de leer, La feria de las tinieblas (1962), con más elementos fantásticos —ese carrusel que te permite retroceder en el tiempo, los siniestros feriantes bajo la advocación de las brujas de Macbeth (el título original es una línea de la tragedia, Something wicked this way comes)— pero la misma sensibilidad extrema al explicar los sentimientos, sean amores, terrores o nostalgias del ser humano. En esa novela, aparece una de las relaciones padre-hijo más hermosas de la literatura.
En el fondo, son las mismas historias conmovedoras y terribles las que cuenta siempre Bradbury, ya transcurran en el pasado arcádico, el futuro u otro planeta. Es el universo personal que acuñó desde su asombrada infancia en el cine de aventuras y horror, en los tebeos, en la literatura pulp, luego en los clásicos Poe, H. G. Wells, Verne, en las largas horas de biblioteca pública. Contaba que un día, de pequeño, un feriante, Mr.Eléctrico, le había tocado y le había dicho: “Vive para siempre”, consagrándolo a la maravilla. Le hubiera gustado ser mago y nunca dejó de poseer ese cordón umbilical con su yo niño, que es uno de los grandes rasgos de cualquier buen escritor.
Escribió una veintena de novelas y medio millar de cuentos (entre ellos el seminal de la teoría de la mariposa, Un sonido atronador, con sus cazadores de dinosaurios, llevado al cine y que reedita ahora Nórdica), con colecciones tan celebradas como El hombre ilustrado. Y además un libro sobre su insólita relación con John Huston cuando escribió para el cineasta, en un alarde de virtuosismo literario, el guion de Moby Dick.
Fahrenheit 451 es su gran novela de ciencia-ficción —y su creación mejor llevada al cine, por Truffaut, aunque cada vez que ves la adaptación de 1983 de La feria de las tinieblas, con Jason Robards, gusta más—, y la única del género que escribió, según decía él mismo, que calificó todo lo demás como fantasía o terror (reléanse sus estremecedores cuentos de El país de octubre, que tanto han influido en Stephen King).
En todo caso, son las Crónicas marcianas (1950), que siguen completamente vivas y conmueven lectura tras lectura, la cumbre de su obra. Ahí están los cohetes, los marcianos tristes, tremendos y evanescentes, los EE UU de su infancia conquistando Marte como si añadieran una estrella nueva a la bandera, la melancolía mezclada de extrañeza que te hace un nudo en la garganta —así como Patrick O’Brian compadecía a los que tenían miedo al mar, Bradbury sentía pena por los “reacios a llorar”—, los amores fracasados, la pérdida, la irremediable muerte y la esperanza.
Conservador, creyente, avizorador del futuro sin carnet de conducir, Bradbury sin embargo se sentía a gusto en Los Ángeles, al cabo Hollywood era la Meca de sus sueños infantiles (llegó a tener estrella propia en el Paseo de la Fama), y trabajó mucho para el entonces nuevo medio de la televisión, donde materializó a menudo sus fantasías. Su modernidad tenía límites y pese a que agradeció muy educadamente el irreverente homenaje en forma de canción y vídeo musical Fuck me Ray Bradbury, que le dedicó por sus 90 años Rachel Bloom, no hay duda que algunas estrofas como “Kiss me, you illustrated man/ I’ll feed you grapes and dandelion wine/ And we’ll read a little Fahrenheit 69”, debieron sorprenderle lo suyo.
Le hubiera gustado ser el primer terrestre enterrado en Marte, que enviaran sus cenizas al planeta rojo en una lata de sopa Campbell. De momento descansa en una tumba junto a su esposa de toda la vida, Maggie, en un cementerio de Los Ángeles. Pero no descartemos que un día puedan trasladarlo al terreno de Marte bautizado con su nombre, el lugar de aterrizaje en 2012 del rover Curiosity. Sería de justicia, y un colofón precioso a sus eternas Crónicas marcianas.