Análisis

Democracia bajo sospecha

Falta una asunción de responsabilidades propias por nuestra ausencia de vigilancia

El fiscal general del Estado, José Manuel Maza, en su comparecencia en el Congreso de los Diputados. Juan Carlos Hidalgo (EFE)

Las recientes interferencias del poder ejecutivo en el poder judicial, destacando entre todas ellas la destitución del fiscal de Murcia que investigaba el presidente de la región, han hecho sonar todas las alarmas. Asociada a este tipo de prácticas se encuentra el ninguneo del PP a gran parte de las condiciones impuestas por Ciudadanos para permitirle gobernar, tanto en el Estado como en determinadas comunidades autónomas —de nuevo aquí el caso de Murcia vuelve a ser sintomático—. A esto podemos añadir las noticias de instrumentalización de grupos policiales para satisfacer fines políticos —el...

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Las recientes interferencias del poder ejecutivo en el poder judicial, destacando entre todas ellas la destitución del fiscal de Murcia que investigaba el presidente de la región, han hecho sonar todas las alarmas. Asociada a este tipo de prácticas se encuentra el ninguneo del PP a gran parte de las condiciones impuestas por Ciudadanos para permitirle gobernar, tanto en el Estado como en determinadas comunidades autónomas —de nuevo aquí el caso de Murcia vuelve a ser sintomático—. A esto podemos añadir las noticias de instrumentalización de grupos policiales para satisfacer fines políticos —el caso del exministro Fernández Díaz—, o incluso de sectores de la policía que podrían estar maniobrando en la oscuridad más allá de sus atribuciones específicas.

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De otro lado, algunas de las últimas sentencias más mediáticas han sido criticadas como excesivamente rigurosas o, por el contrario, como demasiado livianas, arrojando una sombra de desconfianza hacia el poder judicial como un todo. Por no hablar de la judicialización del caso catalán, donde la única solución, la política, se elude detrás de argucias jurídicas por parte de algunos, o de una contumaz vulneración de los procedimientos por parte de otros. O los propios partidos, que han enterrado ya toda discusión en torno a la necesidad de abrir las listas, única garantía frente a su oligarquización.

Se mire donde se mire, toda actuación política o institucional en la España de hoy está bajo sospecha. La confianza, ese intangible imprescindible para lubricar el sistema, se desvanece. Pero no parece importar, dada la forma en la que se ha estructurado el propio sistema representativo: el problema no es solo de oferta; también de demanda. Si el PP se puede permitir sus torticeros usos con la fiscalía o no se siente presionado por rendir cuentas ante los casos de corrupción que ahora se ventilan en los juzgados es porque se sabe inmune ante sus electores. Estos hace ya tiempo que le perdonan cualquier desmán. Del mismo modo que permanecen impasibles ante su inacción en el conflicto catalán.

No todo es responsabilidad de las instituciones o de los partidos políticos, son los mismos ciudadanos los que dan muestras de poca “calidad” democrática. Cada sector popular da prioridad a su facción respectiva por encima de lo que reclamaría el interés general. Luego nos rasgamos las vestiduras por esto o aquello; todo menos asumir la que nos toca como protagonistas que somos del proceso democrático; no en vano somos los titulares últimos de la soberanía. Sobran quejas y falta una asunción de responsabilidades propias por nuestra dejación, ausencia de vigilancia y faccionalismo. Cada grupo electoral bien parapetado detrás de sus “verdades”. Mientras, ese sistema que tanto ansiábamos regenerar se va agrietando, consumido ya por la fatiga de materiales. Y, lo que es peor, sin esperanza alguna de la renovación que está pidiendo a gritos.

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