Santo temor al déficit

Llegan las elecciones y los partidos muestran un gran pavor ante la deuda pública

“Para el creyente, la salvación está en el santo temor de Dios; para todo ministro de Hacienda, la salvación está en el santo temor al déficit”. Corría una tarde de 1905 cuando el ministro de Hacienda y premio Nobel José Echegaray pronunció en el Parlamento esta frase, hoy más viva que cualquiera de sus dramas. Echegaray sintetizó en pocas palabras un corpus arraigado de doctrina económica: los Gobiernos de cualquier rincón del mundo consideraban entonces que el Estado debía ser pequeño, apenas intervenir en la sociedad y nunca gas...

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“Para el creyente, la salvación está en el santo temor de Dios; para todo ministro de Hacienda, la salvación está en el santo temor al déficit”. Corría una tarde de 1905 cuando el ministro de Hacienda y premio Nobel José Echegaray pronunció en el Parlamento esta frase, hoy más viva que cualquiera de sus dramas. Echegaray sintetizó en pocas palabras un corpus arraigado de doctrina económica: los Gobiernos de cualquier rincón del mundo consideraban entonces que el Estado debía ser pequeño, apenas intervenir en la sociedad y nunca gastar más de lo que recaudara.

Una gran depresión y dos guerras mundiales arrinconaron este paradigma, pues Europa occidental comprendió tras ellas que solo reduciendo la desigualdad social cabía reconstruir el continente y deslegitimar las ideologías revolucionarias —o contrarrevolucionarias— que habían llevado a la debacle. Así, la convicción de que el Estado podía mejorar la vida de los ciudadanos se hizo hegemónica en las décadas centrales del XX. Los Gobiernos perdieron aquel temor religioso al déficit e impulsaron un aumento del gasto en educación, sanidad e infraestructuras, destinado a redistribuir las rentas, financiado con crédito e impuestos. Así ocurrió en toda Europa occidental salvo en las dictaduras del sur. Aislada bajo el franquismo, España siguió presa de la fe en el equilibrio presupuestario: el Estado del bienestar no llegó hasta bien avanzada la democracia.

Toda una hazaña pues a esas alturas la revolución conservadora de los ochenta instauraba un nuevo paradigma global, un liberalismo radical, remozado, presto a desmantelar la expansión estatal aún a costa del bienestar ciudadano y ahíto de temor al sacrosanto déficit. Temor que impregna desde final del pasado siglo a las instituciones europeas, resueltas a aplicar a martillazos la ortodoxia presupuestaria.

Y en estas seguimos hoy. Llegan las elecciones y los partidos de la derecha conservadora, el centro liberal y la vieja socialdemocracia, como sus afines en Europa, muestran en sus programas el mismo pavor al déficit que describía Echegaray, mientras la nueva izquierda hace aspavientos de protesta frente al mandato europeo, carentes de credibilidad vista la experiencia de Grecia. Pero quién sabe: si hubo una época —no tan lejana— en que el fervor místico por el equilibrio presupuestario parecía una antigualla, quizás llegue algún día otra racha del mismo signo. Un tiempo secularizado en el que los ministros de Hacienda no impongan a los ciudadanos sus creencias religiosas.

Miguel Martorell Linares es historiador.

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