Tribuna

La crisis de los cuarenta

El PSOE padece una crisis de identidad que es la misma que aqueja a la democracia española

Por parafrasear a Mark Twain, las noticias de la muerte del PSOE son exageradas. Una serie de malos resultados electorales no tiene por qué significar que este partido haya emprendido ya el camino del Pasok griego. Es cierto que no se espera una revitalización de sus constantes similar a la que en poco tiempo consiguió el partido socialista francés, pero seguirá estando ahí. Fuera de las regiones donde compite con partidos nacionalistas, continuará siendo, cuando menos, el segundo partido más votado. Lo que está claro es que ya no es lo que era. Y tengo para mí que su problema no es ya solo de...

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Por parafrasear a Mark Twain, las noticias de la muerte del PSOE son exageradas. Una serie de malos resultados electorales no tiene por qué significar que este partido haya emprendido ya el camino del Pasok griego. Es cierto que no se espera una revitalización de sus constantes similar a la que en poco tiempo consiguió el partido socialista francés, pero seguirá estando ahí. Fuera de las regiones donde compite con partidos nacionalistas, continuará siendo, cuando menos, el segundo partido más votado. Lo que está claro es que ya no es lo que era. Y tengo para mí que su problema no es ya solo de liderazgo o de “ideas” —cualquier cosa que esto sea en los tiempos que corren—; ni siquiera de incapacidad para haber sabido explicar sus políticas una vez comenzada la crisis económica. (El PP tampoco lo consigue hacer y eso no le ha impedido ganar abrumadoramente en Galicia). No, las causas de su postración tienen que estar en otro lugar, son de otra naturaleza. Quizá solo recurriendo a una explicación de tipo genealógico conseguiremos dar con ellas.

Es solo una intuición, pero creo que la crisis del PSOE es la crisis de la democracia española. A nadie se le escapa que, a punto de cumplirse cuarenta años desde la Transición, hay algo que no acaba de funcionar en nuestro sistema político, en la percepción que los ciudadanos tienen de la clase política, en la propia organización del Estado. Desde que emprendimos el camino hacia la modernización política del país, esta es la primera vez en la que nos encontramos sin ilusiones y sin un auténtico proyecto común. En algunos lugares, como Cataluña, se ha tratado de contrarrestar por la vía escapista de la independencia. Pero en el resto de España cunde el desánimo. Miremos a donde miremos, no vemos referentes políticos que nos merezcan confianza. Esto no parece ser un problema para la derecha, que, infinitamente más pragmática, tampoco espera gran cosa de la política. Sí lo es en cambio para la izquierda, acostumbrada a exigir algo más que una “buena gestión”.

Aquí es donde entra la crisis del PSOE, derivada, paradójicamente, de sus éxitos anteriores. Fue el partido que logró crear un sólido bloque de centro izquierda, cuya moderación inicial permitió evitar la polarización izquierda-derecha en los primeros momentos de la Transición; el que, no obstante, introdujo un Gobierno de progreso que implantó el Estado de bienestar en España, nos incorporó a Europa y, ya en la primera legislatura de Zapatero, supo promover con fuerza los derechos civiles. Que en su gestión hubiera también un buen puñado de sombras no empece estos logros. Sobre todo aquél que hoy más echamos de menos, su inmensa facultad de vertebrar el país. El PSOE fue el partido de España, el único entre los partidos nacionales con capacidad para obtener sólidos resultados en Cataluña y el País Vasco. De ahí que, en cierto modo, la crisis del PSOE es también la crisis del Estado; o a la inversa.

Próximo ya a los cuarenta, nos lo encontramos, sin embargo, como un partido más. Falto de ese vigor juvenil que lo dotaba de su capacidad de seducción, entradito en años, con tripa y calva incipiente. Sin duda, porque se aburguesó, porque creyó realizada su misión histórica y se acopló con demasiada facilidad a la buena vida de la política sistémica, la política “normal”. Abandonó el proyecto de país para concentrarse en las guerras de los sistemas políticos autonómicos, se perdió en la política pequeña de las luchas de poder internas, las inercias de una vida parlamentaria cargada de simulacros y donde la cohesión del grupo imperaba sobre el pluralismo de opiniones. Y se permitió algunos lujos que ahora le están pasando factura, como no atender a las pautas del cambio económico y político más general. O ignorar la contradicción derivada de ser un partido “de orden”, maduro, y a la vez presumir de “progresismo” cuando su misión histórica en estos momentos consiste en algo tan poco épico como conservar los logros de su gestión anterior.

El resultado es que el PSOE padece una crisis de identidad que es, como antes decía, la misma que aqueja a la democracia española como un todo. Una crisis de proyecto, de identidad nacional, de capacidad para ilusionar, de pérdida de conexión con la ciudadanía. Y para salir de esta situación los socialistas siguen siendo fundamentales. Pero, como en toda crisis de mediana edad, lo peor es pretender aferrarse a la juventud perdida, en vez de reinventarse a partir de la nueva coyuntura. Necesitamos otro PSOE y otra democracia.

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