La urbanización especulativa es tendencia en Ciudad de México
¿Por qué el Gobierno ha autorizado la construcción de más megaproyectos para salir de la crisis, cuando esos edificios no se habitan, son inaccesibles para la mayoría de residentes de la capital e incrementan los precios de la vivienda? La respuesta: porque está de moda
En muchas ciudades del mundo asistimos al incremento colosal de edificios e infraestructuras que se construyen como activos financieros y permanecen deshabitados durante mucho tiempo. Este urbanismo fantasma se integra de nuevos y modernos rascacielos con departamentos caros, torres de corporativos y oficinas, hoteles, construcciones periféricas y megaproyectos comerciales, muchos de los cuales, por sus precios, son inaccesibles para la mayoría.
La covid-19 condujo a gran parte de la población a trabajar en casa, cosa que en México fue posible solo para las clases medias. Esto implicó la subutilización de muchas oficinas y una alta tasa de disponibilidad en el alquiler y venta de las oficinas construidas antes de la crisis sanitaria. Sin embargo, se continúan construyendo nuevas torres y se anuncia la edificación de otras nuevas en selectas áreas metropolitanas, para superar la crisis económica que ha dejado la pandemia. ¿Por qué el Gobierno de la Ciudad de México ha autorizado la construcción de más megaproyectos para salir de la crisis, cuando esas construcciones no se habitan, son inaccesibles para la mayoría de residentes de la capital e incrementan los precios de la vivienda?
La sobreproducción de esta urbanización especulativa está asociada a la evolución del capitalismo neoliberal. Muchos capitales financieros reproducen sus ganancias a través de los bienes raíces, no como bienes de uso sino como almacén de riqueza, gracias a la revolución de los instrumentos financieros, que han incorporado el suelo y las edificaciones como activos financieros.
La sobreproducción de esta urbanización especulativa está asociada a la evolución del capitalismo neoliberal
Las construcciones históricamente han servido para proveer cobijo y satisfacer necesidades multidimensionales, pero también para almacenar riqueza. En muchas economías, los bienes raíces ofrecen mayores garantías a los inversionistas frente a la inflación, la fluctuación de la paridad monetaria y los instrumentos financieros bancarios. Actualmente, esta función se ha exacerbado y hoy es posible invertir en ellos sin tortuosos procesos notariales. Aunque sean en diferentes países.
En México, una primera ola (2000-2013) de urbanización financiarizada –entendida como la producción del espacio urbano como almacén de valor de cambio, que garantiza activos financieros en mercados bursátiles– se concentró en la construcción de algunos millones de viviendas sociales de dimensiones y calidad miserables en periferias distantes. La herencia de ese auge inmobiliario es una gran parte de los seis millones de viviendas vacías que hay en el país, según el censo de 2020.
Actualmente, este fenómeno se dirige a territorios intra-urbanos de selectas ciudades mexicanas y a productos inmobiliarios verticalizados y caros. Para posibilitar la captura de capitales foráneos en los mercados inmobiliarios locales, el Gobierno federal introdujo varios instrumentos: en 2009 los Certificados de Capital de Desarrollo junto a cambios en la Administración de Fondos para el Retiro, para permitir que las pensiones de los trabajadores se inviertan en infraestructuras, minería y bienes raíces públicos y privados. Dos años después, en 2011, se crearon los Fideicomisos de Inversión en Bienes Raíces y los Certificados Bursátiles Fiduciarios Inmobiliarios o títulos que integran los portafolios de bienes raíces. Por su parte, la reforma de la Ley de Impuesto sobre la Renta condonan diversos impuestos a las empresas dedicadas a los bienes raíces.
En la última década (2010-2021) en la capital se han construido 307 megaproyectos inmobiliarios. De ellos, 179 están articulados a inversiones internacionales a través de Certificados colocados en la Bolsa Mexicana de Valores. La mayor parte (66%) se ubica en selectas áreas del poniente de la ciudad, donde se aloja la población de estratos medios y altos. El 46% son torres de departamentos, 20% son oficinas, 8% centros comerciales y 12% son megaproyectos de usos mixtos. Las 10 primeras inmobiliarias concentran el 54% del total, entre ellas aparece la del inversionista más rico del país: Carlos Slim. En mi investigación he identificado una española (Grupo Lar) y cuatro estadounidenses; dos de ellas vinculadas a dos grandes fondos de inversión: Black Creek Group y Ivanhoé Cambridge.
Este urbanismo fantasma se integra de nuevos y modernos rascacielos con departamentos, torres de corporativos y oficinas, hoteles y megaproyectos comerciales, muchos de los cuales, por sus precios, son inaccesibles para la mayoría
Los gobiernos de la Ciudad de México han facilitado la realización de estos desarrollos inmobiliarios a través de la flexibilización de la normativa para que permita mayores alturas y rentas urbanas, exenciones fiscales y facilidades administrativas; además de la introducción de obras viales que facilitan la accesibilidad de esas construcciones y hasta la creación de parques públicos adyacentes, como el Parque Lineal en Nuevo Polanco y el parque La Mexicana en Santa Fe.
Estas grandes construcciones profundizan en la histórica segregación socio espacial de la metrópolis, encarecen las rentas urbanas y contribuyen al desplazamiento directo e indirecto de la población residente. Las viviendas y los espacios construidos, por sus altos precios, son inaccesibles para la mayoría de la población local y las edificaciones suelen no ocuparse durante largas etapas.
Por su parte, las ventajas para el gobierno local son varias: la industria de la construcción crea empleos y desencadena la actividad de varias ramas productivas; se amplía la superficie para el cobro de impuestos y los nuevos edificios hacen parecer que se progresa, y también permite mostrar que la izquierda no está peleada con la inversión privada. En síntesis, la política pública que favorece este tipo de desarrollo está construyendo un urbanismo fantasma, porque sigue vaciando de población las áreas centrales y origina artefactos que no tienen uso, aunque hacen ver a la capital y a su gobierno como competitivos y modernos. Es decir, la política pública y la inversión inmobiliaria, financiera local y global están construyendo un enorme despilfarro en la ciudad.