El derecho a tener una puerta siempre abierta
Todos podemos ser refugiados algún día. La Historia nos lo enseña y la actual realidad, en donde las diversas crisis se superponen, nos lo muestra a diario en las noticias
Cuando vemos en los telediarios las imágenes de las personas que huyen e intentan llegar a lugares seguros, me gusta pensar que la inmensa mayoría de los espectadores tenemos una sensación de empatía. Sin embargo, hasta que a uno le ocurre es difícil, si no imposible, imaginarse realmente lo que supone tener que salir de tu casa por la guerra, por profesar una determinada religión, opiniones políticas, pertenecer a ciertos grupos sociales o étnicos, por tus preferencias sexuales o identidad de género. Dejar el hogar suele ser un periplo lleno de miedo, incertidumbre y penalidades. Cada vez con mayor frecuencia hay que añadir las barreras no siempre legales que muchos Estados ponen para que, quienes lo necesitan, accedan en condiciones de seguridad y legalidad al derecho de asilo y refugio que todos tenemos. También usted lo tiene.
Con muy buen criterio basado en estándares de derechos humanos básicos y de simple humanidad, todos tenemos derecho a tener una puerta siempre abierta para los casos en los que nuestra vida o nuestra seguridad corran peligro y solo podamos encontrar protección fuera de las fronteras de nuestro territorio.
Este mecanismo de protección ha funcionado y está funcionando de manera ejemplar en el territorio de la Unión Europea con quienes están saliendo de Ucrania por la guerra. Por primera vez, se ha aplicado la Directiva de Protección Temporal, una medida que se creó tras la guerra en Yugoslavia para casos de “afluencia masiva o inminente” de personas refugiadas.
El doble rasero del sistema de acogida europeo no deja en buen lugar los valores de derechos humanos en los que se basa la convivencia en el continente
La Directiva permite a grandes grupos de población tener las fronteras abiertas y obtener, de manera automática, una protección prorrogable hasta tres años. Todo ello sin necesidad de pasar por las barreras de entrada físicas y burocráticas de las solicitudes de asilo individuales, y otorgando acceso a múltiples derechos como la vivienda, la educación, la sanidad, la asistencia social y la reagrupación familiar. En nuestro país se ha extendido esta protección no solo a los ciudadanos de Ucrania, sino a aquellas personas de otras nacionalidades que estaban en este país con títulos de residencia permanentes o temporales. También, y con buen criterio, esta protección temporal se ha aplicado a la población ucraniana que ya vivía en nuestro territorio antes de la invasión rusa, permitiendo una vía de legalización a aquellas que estaban en situación irregular.
Esta Directiva, sin embargo, no se aplicó en la guerra de Siria, para quienes huían de Afganistán, para las de Venezuela, ni para las que huyen de los diversos conflictos activos que en estos momentos se desarrollan en todo el mundo. Este doble rasero no deja en buen lugar los valores de derechos humanos en los que se basa la convivencia europea. Tampoco la propia reacción de las sociedades en Europa, que han afrontado de manera unánime la obligación de acoger a los refugiados de Ucrania. Esto no ocurre siempre con ciudadanos de otros países que también eluden conflictos; quizá por desconocimiento de las realidades que estas personas están dejando atrás en el mejor de los casos, y por racismo, xenofobia o islamofobia en el lado oscuro de la balanza.
Todos debemos de reflexionar ante esto: instituciones de gobierno y ciudadanía. Los retos de la acogida y la integración de las poblaciones refugiadas son enormes en un mundo cada vez más convulso, pero debemos hacer lo imposible para mantener las puertas abiertas y poder seguir mirándonos como seres humanos que creemos en la justicia, la equidad y por qué no, la compasión.
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