El Salvador, un paraíso por descubrir
La inseguridad que vive la población local no impide que los turistas acudan a conocer un país del tamaño de Badajoz
Dos retratos pomposos de la pareja presidencial le dan la bienvenida al visitante nada más llegar al aeropuerto del país más pequeño de Centroamérica, gobernado desde hace tres años por un millennial (las personas nacidas aproximadamente entre 1980 y 1999) con fama mundial de dictador en ciernes. El visitante ha puesto pie en una geografía favorecida por una belleza natural y fértil y, al mismo tiempo, amenazada por las fuerzas telúricas de sus volcanes.
Ha llegado a una sociedad resquebrajada, desencantada de viejas promesas incumplidas por los mandamases de turno, y moldeada por el sueño americano tras décadas de migraciones en masa hacia una prosperidad que la guerra, la corrupción y la pobreza se han empeñado negar en el propio terruño. El visitante aterriza en una república formada en la tradición del rebusque por gente hospitalaria: seis millones y medio de ciudadanos asentados sobre una topografía surcada por montañas que esconden lagos volcánicos, bosques que invitan a explorarse a pie, ruinas prehispánicas, climas benévolos para el descanso contemplativo o playas con olas perfectas para surfear. Ha llegado, asimismo, a la cuna de la popular pupusa, el tentempié nacional: una tortilla rellena de carne o fríjol que se vende en todas partes.
No sabe el turista si llegó “al mejor país del mundo”, como calificó a esta patria herida el hiperbólico García Márquez, quien dejó escrito que “los salvadoreños beben en la misma copa la alegría y la amargura”. Pero sí sabe –imposible obviar un tópico tan manido– que ha llegado al país de las maras salvatruchas, las temidas y por desgracia célebres pandillas multicrimen.
El Salvador lleva tres décadas sufriendo el azote de los mareros, un grupo social que viste ropa holgada, hacen señas desafiantes y lucen tatuajes
El Salvador lleva tres décadas sufriendo el azote de los mareros, aquellos iconos del lumpen (un grupo social formado por individuos socialmente marginados) que visten ropa holgada, hacen señas desafiantes con los dedos y lucen tatuajes de la cabeza a las piernas.
“Hay turistas que vienen pensando encontrar un pandillero con un fusil M-16 en cada esquina, me dicen que quieren verlos y tomarles fotos”, comenta molesto el empresario turístico Alberto Marroquín.
La violencia de las pandillas ha impactado en forma dramática el desarrollo del país, que llegó a tener las tasas de asesinatos más altas del mundo: 71 por cada 100.000 habitantes en 2009 y 103 en 2015. El Programa Infosegura de Naciones Unidas reportó que la tasa bajó a 35 homicidios en 2019, después de los 50 por cada 100.000 personas de 2018. La cifra de 2021 fue de 19 asesinatos. Pese a la curva descendente, El Salvador sigue cargando el estigma de país peligroso.
“Algunos clientes me cuentan que antes de venir sus amigos les han dicho: ‘estás loco por querer viajar allá. Te van a secuestrar, te van a matar’. Pero es falso, porque como turista puedes recorrer el país de una manera absolutamente segura”, dice Marroquín.
La violencia está dejando de ser un factor desestabilizante para la industria del turismo en el Salvador
Al contrastar los flujos recientes de turistas extranjeros –más de 1.700.000 en 2019 y un millón solo en el primer semestre de 2022, según datos del Gobierno– con momentos de altísima inseguridad, como entre 2008 y 2009, cuando la llegada de visitantes cayó un 26% de un año al otro, salta a la vista que la violencia está dejando de ser un factor desestabilizante para la industria del turismo.
Para rastrear el legado violento de El Salvador hay que remitirse a los fracasados procesos de modernización que, entre la década del setenta del siglo XIX y los años treinta del XX, condujeron a la instauración de regímenes autoritarios, a la acumulación de poder en manos de unos cuantos grupos y a sucesivas crisis que desembocaron en una guerra civil que se cobró la vida de más de 70.000 personas. Todo esto seguido de unos acuerdos de paz firmados en 1992. En la posguerra gobernaron dos partidos, hasta la llegada al poder de Nayib Bukele, cuya aprobación ciudadana, que ronda el 80%, se sustenta en la lucha contra las pandillas.
El Índice de Paz Global (IGP) indica que, en cuanto a las medidas estatales para frenar la violencia, los costes de la inseguridad y la criminalidad homicida representan al menos un 19% del Producto Interior Bruto (PIB) salvadoreño.
Un itinerario nutrido
En una pupusería de Ahuachapan, después de pasar la tarde en un complejo de aguas termales vecino a esta apacible ciudad situada a 100 kilómetros de San Salvador, Adriana Sánchez, una bióloga colombiana que llegó en calidad de turista, abre Google Maps para ver su siguiente ruta: el Volcán Santa Ana, el más alto del país. Está fascinada con que un territorio tan modesto en extensión tenga un poco de todo: manglares, áreas protegidas, lagunas. “En un día puedes ir de un extremo a otro y conocer varios lugares”.
Este país, del tamaño de Badajoz, se deja atravesar en pocas horas: desayunar en uno de los cinco pueblos de la Ruta de las Flores y ver el atardecer en el Golfo de Fonseca. Y si se suman jornadas, el viaje no hace sino mejorar. Un recorrido de una semana podría comenzar, por ejemplo, en las playas de La Libertad, a 45 minutos en coche desde la capital, y continuar al oeste en Los Cóbanos, un ecosistema marino protegido, que guarda el segundo arrecife de coral más grande del Pacífico americano y es refugio de ballenas jorobadas. La siguiente parada podría ser el colonial Suchitoto, un pueblo cuyo esplendor estético se remonta a la bonanza del añil, principal fuente de divisas del país antes del auge de la industria cafetera, y mucho antes de la inyección de capital por vía de remesas familiares que llegan principalmente de Estados Unidos.
Para ir cerrando el viaje, merece la pena explorar un par de experiencias ecoturísticas. Si bien aún es incipiente en El Salvador, hay opciones interesantes en la Bahía de Jiquilisco, en el Parque El Imposible o en los alrededores del cerro El Pital, el punto más elevado del país.
El Pital Ecolodge no tiene wifi. A cambio, ofrece conexión con la naturaleza, un clima fresco, vistas privilegiadas y silencio para mermar el ruido de la mente citadina. Con este hotel rodeado de bosques y nacimientos de agua, sus propietarios proponen un equilibrio consciente entre el turismo y la protección medioambiental.
Al otro extremo del país, en la playa El Cocal, Mandala Eco Villas también se toma en serio el turismo sostenible. Construído con materiales reutilizables y fibras naturales, este resort ecológico se basa en la permacultura, un sistema de agricultura sostenible y consciente. Tiene cultivos orgánicos de hierbas, calabazas y hongos.
Vamos a la playa
Un viernes, después de entrenar en el mar toda la tarde, un grupo de surfistas conversa animadamente junto a una piscina de un hostal de El Zonte, una playa con olas de categoría mundial. En el último año, el Zonte ha intentado posicionarse como la capital salvadoreña de la criptomoneda, o Bitcoin Beach, donde empezó a gestarse el movimiento.
En El Zonte se puede comprar desde una pupusa hasta una propiedad, pasando por una noche de hotel o la factura de la luz. “Una amiga vendió su terreno al lado de la playa, que costaba 180 mil dólares, y se lo pagaron en bitcoins”, cuenta una surfista local con una cerveza en la mano. El símbolo impreso de esta moneda virtual está en pasacalles, restaurantes, puestos ambulantes o botes de basura. Sin embargo, comerciantes consultados por la prensa local han dicho que los turistas prefieren pagar con dinero en efectivo o tarjeta.
Cada mañana, David Torres consulta en un app la velocidad y el tamaño de las olas que le esperan. Comenzó a surfear hace 15 años. “Le tenía temor al mar, pero un día mi padre, que es ciego, me dijo que uno de sus sueños había sido sufear. Entonces le dije que yo lo haría por él. Al poco tiempo compré una tabla y empecé”.
David dirige el programa “Surftismo” (surf para niños con autismo) y fundó el proyecto “Olas y sonrisas”, para enseñar surf a niños que han sufrido abusos. “Les enseñamos que las pandillas ya no son una opción, sino que pueden optar por un deporte como este”. Torres es testigo del desarrollo pacífico de La Libertad en los últimos años. “El turismo ha ayudado mucho a generar empleo. La seguridad ha mejorado. Ya es difícil ver muchachos mareros. Está bien lo que ha hecho el Gobierno por estas playas”.
El pasado maya del ‘Pulgarcito de América’
Cuscatlán fue el nombre original de El Salvador. En el siglo V una tragedia partió en dos su historia. Una erupción volcánica destruyó a un pueblo maya situado en el centro del territorio. Se estima en casi un millón los muertos y la desaparición de un cultura entera. Durante los siglos de repoblamiento, vino un apogeo multicultural de enorme significación para Mesoamérica. De aquella era dorada viene la tradición de la cerámica, tan importante en El Salvador, y yacimientos mayas como Cihuatán y las ruinas de Tazumal. Los vestigios de Joya de Cerén, en cambio, son anteriores a la explosión del volcán.
“El Salvador está lleno de sitios arqueológicos, hay muchos núcleos ceremoniales, pero a la mayoría los arrasó la urbanización”, dice Carlos Flores, un arqueólogo salvadoreño que adelanta su doctorado en la universidad de Yale, y que aboga por que el patrimonio arqueológico y el turismo sostenible se engranen. “Hay muchos vestigios que no tienen las condiciones para recibir turistas, pero se pueden crear circuitos y contar historias que no han sido contadas sobre nuestro pasado”.
Un mural a la entrada del Museo Nacional de Antropología en San Salvador resume, de una manera trágica y colorida, la historia social del “Pulgarcito de América”, como llamó a este país la poetisa Alfonsina Storni. Entre las figuras de indígenas, colonizadores, campesinos, sacerdotes, militares y políticos que pintó el artista Antonio Bonilla, está la de Roque Dalton, asesinado por sus propios compañeros de guerrilla en 1975, y autor de este verso sobre su patria: “¿Quién eres tú, poblada de amos, como la perra que se rasca junto a los mismos árboles que mea?”.
En la plaza principal de San Salvador, Erick Calderón espera a una pareja de turistas para guiarla por el centro histórico de la ciudad. Desde niño la violencia le rondó: amigos tiroteados, un hermano asesinado. Calderón sabe qué es vivir en un barrio donde impera la ley pandilleril. Por eso celebra la reducción de la inseguridad y el cambio que ha tenido el centro.
“El casco histórico era un desorden total, inseguro y sucio. Con más presencia policial y las remodelacioes recientes, es evidente el cambio, ahora el turista puede sentirse más tranquilo”, dice Erick, cuyos tours incluyen, entre otros lugares, una iglesia singular de arquitectura modernista llena de vitrales, el Teatro Nacional; la cripta de Monseñor Romero, abatido mientras oficiaba misa en 1980; y la Dalia, antiguo club de baile y ahora tertuleadero de hípsters y jugadores de billar.
“No te dejes llevar por todo lo que se dice sobre la inseguridad y las maras”, comenta una mujer en Tripadvisor. “De todas las veces que estuve allí, nunca me sentí insegura. Así que a ponerse bronceador y a la playa”.
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