La vida tras pisar una mina antipersona: un relato contra el olvido desde Mozambique
Líder en la lista de artefactos explosivos del mundo, el país africano fue declarado desminado en 2015, pero las consecuencias para quienes resultaron heridos, especialmente los amputados, aún perduran. Hablamos con tres de ellos.
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Las huellas que dejan sus andares en la arena son algo diferentes a las de los demás: un pie más marcado que otro, unos pequeños círculos en los extremos. Lo primero, por la prótesis, que es tosca, probablemente demasiado grande para su menuda constitución. Lo segundo, por los bastones, imprescindibles para desplazarse. Se contonea al caminar, despacio y no sin cierta dificultad a pesar de los años que han pasado desde el “accidente”. Porque así lo llama, como si se tratara de una desventura sobre la que no se pudieran reclamar responsabilidades. Sin prisa, pero sin pausa, Celeste José ha preferido ir a pie hasta el lugar del encuentro: la terraza de la cafetería de Lina, en el centro de Massaca. Allí aguardan ya Manuel Joâo y Sofía Elface. Sus vidas no se parecen demasiado, pero en algo coinciden: los tres viven con alguna de sus extremidades amputadas a consecuencia de haber estado en el momento y el lugar equivocados.
Manuel Joâo (53), Celeste José (50) y Sofía Alface Fumo (39) son hijos de la guerra civil que se libró en Mozambique entre 1977 y 1992. Los tres sobrevivieron pese a que cerca estuvieron de perder la vida a causa da una de los cientos de miles de minas sembradas por aquellos campos africanos que fueron hogar para sus antepasados, pero que para ellos tornaron en trampa mortal. También los tres dibujan las mismas singulares huellas al caminar por las polvorientas calles de su pueblo, a 40 kilómetros de Maputo.
Los 15 años de contienda en Mozambique dejaron más de cinco millones de desplazados, más de un millón de muertos y un número indefinido, pero abultado, de heridos. Y a estos hay que sumar los que dejó la guerra anterior, entre 1965 y 1975, por la independencia del país. Unos y otros sufrieron en buena medida las consecuencias de las minas antipersona: en 1994 la organización Human Rights Watch estimaba unos 8.000 amputados basándose en registros de asistencia hospitalaria, la mayoría de ellos civiles. El Gobierno estima que las personas con una o dos piernas amputadas suponen el 20% de las 475.000 registradas con alguna discapacidad.
“En Mozambique no se está haciendo nada. Parece que nuestro problema no es nada”, se duele Celeste José. Mozambique fue declarado país libre de minas en 2015, después de un intenso trabajo en el que se retiraron más de 171.000 artefactos esparcidos por buena parte del país, que lideraba las listas de los territorios con más minas del mundo (se han destruido 40 millones de artefactos explosivos en todo el planeta pero siguen quedando 110 millones activos). Pero si bien la guerra y las minas terminaron, no ocurrió así con las consecuencias para sus víctimas. Casi 30 años después del fin del conflicto, denuncian haber sido olvidados y dejados a su suerte.
“Como yo era militar, tenía derechos presentando mi documentación, pero no me daban nada. En los papeles dice que la ayuda existe, pero en realidad no es así”, afirma Joâo, que fue reclutado para el ejército de la Frelimo en 1983, con 13 años. Estaba de servicio por los alrededores de Massaca cuando pisó la mina, aunque cuando revive el episodio no lamenta tanto la pierna que perdió como la suerte de su compañero. “Tuvo daños en la vista, sufrió muchísimo y ahora sigue mal porque no ve y tiene que andar con un bastón de ciego para poder andar”.
Los derechos a los que se refiere Joâo no existen en la práctica, asevera. Ayudas con el transporte, con la asistencia médica, con el sustento de los hijos... Las reclamaciones de los amputados por minas se reducen a una: que se respete aquello que les fue prometido por su condición de supervivientes cuando su país firmó el Tratado de Ottawa sobre la prohibición de minas antipersonales. Bajo los términos de este documento, el Gobierno debe asegurar servicios de rehabilitación y seguimiento ortopédico, inclusión social y ocupacional, entre otras ayudas. “Y eso que los excombatientes siempre fuimos tratados mejor que otras personas que también tienen deficiencias. Todo por causa de la corrupción”, critica el exmilitar sobre un fenómeno lo suficientemente extendido en Mozambique como para que figure entre los últimos puestos (el 149 de 180) del ranking de países más corruptos. “Ninguno de nosotros ha recibido un buen trato. El Gobierno local puede decir que está cumpliendo, pero nosotros no recibimos nada”, completa.
Por parte de las autoridades, la realidad se impone a los tratados: Mozambique es uno de los diez países más pobres del mundo; en el ámbito sanitario cuenta con 2.500 médicos para sus 30 millones de habitantes y los medios escasean para todos. En 2017, El Departamento para Personas con Discapacidades informó que los recursos humanos y financieros son insuficientes para atender las necesidades y que el país necesita apoyo internacional para la atención médica, la rehabilitación y otros servicios especializados, según publicó el Monitor de Minas Terrestres y en Racimo, un programa internacional que investiga y hace seguimiento de la situación de estas municiones en el mundo. “La realidad es que después de que Mozambique fuera declarado libre de minas terrestres, hubo una disminución de la inversión de los donantes en lo que respecta a los problemas de discapacidad asociados a ellas, incluida la asistencia a los supervivientes”, concluye en un artículo James Kearney, director de la organización Action on Armed Violence.
Mozambique, por otra parte, es un país donde casi el 70% la población vive en gran parte en el ámbito rural, algo que supone problemas añadidos, como la dificultad de alcanzar los servicios de salud. El Gobierno, no obstante, cuenta con un Plan Nacional para la atención de personas con discapacidad entre las que se incluyen víctimas de minas. Al final, son organizaciones internacionales y otras nacionales sin ánimo de lucro, como el Foro de las Asociaciones Mozambicanas de Personas con Discapacidad (Famod) y la Red de Asistencia a Víctimas de Minas (Ravim) quienes más trabajan para dar visibilidad a este grupo de población. Pero con recursos limitados.
Sentada con Celeste José y Manuel Joâo también está Sofía Alface Fumo, cuyo caso ya es conocido porque ella es una de las protagonistas de la serie Vidas Minadas del periodista Gervasio Sánchez, quien desde hace más de 25 años ha documentado su vida y la de otros supervivientes de estas armas en distintas partes del mundo. Alface perdió ambas piernas en 1993, cuando se dirigía con su hermana hacia la machamba –los campos de cultivo– y se salió un poco del camino conocido. Tenía 11 años. “Fui yo quien pisó la mina y me quedé con las dos piernas amputadas. Mi hermana tuvo lesiones en el cuerpo y murió en el hospital”. Habla con suavidad, despacio, sin aspavientos, como si los años transcurridos y las veces que habrá contado su historia en público hubieran aplacado algo los sentimientos.
Alface obtuvo cierta visibilidad por el trabajo del reportero español y también porque el escritor sueco Henning Mankell, que vivió muchos años en Mozambique, la hizo protagonista de su trilogía El secreto del fuego. Pero para ella la vida no ha sido fácil. “Cuando era niña, en el año 95 o 96, las cosas estaban mejor, pero ahora están peores. Entonces se consideraba cada cierto tiempo si tenías que cambiar [la prótesis] cuando te quedaba pequeña y necesitabas una más grande te las cambiaban, pero ahora es más difícil”, asegura. Mankell, fallecido en 2015 y a quien ella describe como un padre, fue quien le consiguió sus actuales prótesis, algo que le ha ahorrado muchos quebraderos de cabeza.
Y como Alface, Celeste José también ha sufrido la indiferencia en el hospital desde que pisara otro artefacto explosivo, a los 16 años, y también en la machamba, el lugar ocupado por millones de mujeres del África rural que subsisten gracias a su esfuerzo cultivando la tierra, la misma que escondía la mina que le arrancó la pierna izquierda a la altura de la rodilla. “Fui el pasado marzo al hospital y me dijeron que no tenían material. Yo respondí: ‘no puedo andar, por favor, simplemente arregladme este pie”. Mientras habla palpa la extremidad artificial, alza levemente la falda larga y se entrevé una pieza desgastada de madera por encima del calcetín. “Ellos se dieron cuenta de que la base estaba podrida, pero me dijeron que no tenían nada para repararla”.
Mozambique fue declarado país libre de minas en 2015, después de un intenso trabajo en el que se retiraron más de 171.000 artefactos
De los tres supervivientes surge una risotada irónica cuando se les pregunta si fue fácil construir sus vidas. “Yo nunca tuve trabajo porque entré en el Ejército siendo menor de edad. Crecí en él y el único trabajo que sabía hacer cuando fui herido era ser militar”, recuerda Manuel Joâo. Hoy no tiene empleo y urge a que alguien le contrate. “Tengo varios hijos y la ley dice que tendrían que ayudarnos, pero en cambio, yo los mantengo, los ayudo a ellos para que puedan tener un futuro mañana”.
Alface, por su parte, aprendió a ser modista y cuando una ONG le regaló una máquina de coser, decidió apostar por esa vía. “Tengo un taller de costura, un pequeño negocio, pero no es fácil: tengo cuatro hijos y no es nada fácil ayudarles, darles de comer… Como madre discapacitada tengo problemas, tengo que mantener las prótesis, pagar algunas cosas... Es difícil”, asevera.
Celeste José, que también tiene hijos, se las arregló durante años como empleada de hogar, fundamentalmente para lavar ropa. Pero lo dejó porque encontró un empleo en un criadero de pollos con la Fundación Encontro, una organizacion local que trabaja por el desarrollo rural de Massaca desde hace 25 años. La misma que también construyó la casa en la que hoy vive y que ha concedido una beca escolar a uno de sus cinco hijos para cursar Primaria.
Prótesis. Prótesis. Y una tercera vez: Prótesis. Es la respuesta unánime de estos supervivientes. Lo que pedirían si algún político los escuchase. Ni perdones, ni rencores; solo herramientas para hacer sus días más fáciles, para seguir en la brecha, para ver crecer a sus nietos, para seguir apoyando a sus hijos, para no dar problemas. Porque el antiguo soldado dice que él, con sus extremidades en buen estado, se puede hacer hasta siete horas conduciendo un vehículo, que hasta tiene carnet y llega a donde sea, pero que sin ellas ya no puede coger el coche, que tiene que pedir que le lleven, que le traigan... Que es una molestia. “Las necesidades son muchas para las personas como yo, y en lo que pueda ayudarme el Gobierno estará bien, pero lo que necesito realmente son unas piernas”, remata. Coincide Celeste José, y coincide Sofía Alface, con ánimo de no desfallecer: “Estamos aquí, estamos dispuestos a luchar, pero necesito tener salud para poder ayudar a mis hijos y que ellos en el futuro logren algo mejor de lo que tuve yo”.
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