La tercera edad, esa gran olvidada de la crisis del coronavirus en África
La pandemia ha provocado más miseria precisamente allí donde ser pobre no era algo aislado o inusual. Dentro de los colectivos vulnerables de Tanzania, las personas mayores de las zonas deprimidas son las que más están sufriendo las consecuencias indirectas de la covid-19
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La habitación de Elisabeth Mbise tiene una cama con su respectiva mosquitera, algo más de una docena de cubos que lucen desperdigados por el suelo, algunos utensilios para cocinar y una cuerda que la atraviesa por el aire de punta a punta y de la que cuelga toda su ropa. En realidad, esa única habitación es también su hogar y esos bártulos, sus únicas pertenencias. Elisabeth, una mujer de 74 años de la etnia maru, vive en Kisambare, a unos 20 kilómetros de Arusha, en el norte de Tanzania. “Yo veo que, ahora, las cosas están más caras y que la gente tiene menos dinero. Pero, para mí, ha cambiado muy poco. Yo sigo sin tener nada”, lamenta.
Mientras habla, Elisabeth hierve agua en un pequeño hornillo de carbón dentro de su habitación. “Hay días que no como nada, solo bebo té”, dice. Porque, para vivir, Elisabeth depende de sus vecinos, del dinero que le dan por barrer un pequeño rellano común, o de fraccionar y vender en cantidades menores las verduras o sacos de carbón que antes le ha dado alguna amiga, o de la misma caridad. Y la covid-19 lo ha complicado todo pese a que, de manera oficial, Tanzania lleva desde el pasado mes de mayo sin reportar ningún caso positivo. Aunque el expresidente del país, John Magufuli, recientemente fallecido, reconoció a finales de febrero, solo unas semanas antes de morir, que la nación tenía un problema creciente con una enfermedad respiratoria y recomendó a la población usar mascarillas y respetar los protocolos sanitarios.
La pobreza no es un concepto nuevo en Tanzania ni algo que haya traído consigo la nueva pandemia mundial. El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) afirmaba ya antes de la eclosión virus que el 49% de la población del país vive con menos de dos dólares al día, con grandes diferencias, además, entre hombres y mujeres. Mientras ellos obtienen de media algo menos de 2.500 euros brutos al año, ellas apenas llegan a los 1.900. Pero es innegable que las consecuencias derivadas de la covid-19 pueden ayudar a agrandarla. No en vano, y pese a que el país se situó en el top 10 de economías que más crecieron en el mundo en 2020, con un saldo en positivo del 1,9%, bajó en cinco puntos porcentuales con respecto a la cifra del 2019. Y, si este aumento era desigual entonces y no llegaba a los sectores más vulnerables, ahora lo es mucho más si cabe y son precisamente las personas pobres quienes más lo sufren.
Hay días que no como nada, solo bebo téElisabeth Mbise, 74 años
Elisabeth explica que, además, ella tiene una discapacidad. Una malaria curada con un remedio casero a finales de los años noventa dejó su pierna izquierda muy dañada, lesión que ha empeorado con el paso del tiempo. Ahora, con el pie prácticamente deformado, debe caminar apoyada en un cubo, que arrastra por el suelo para deslizar su cuerpo con él. “Tampoco tengo familia. Mi hermana me echó de casa porque decía que yo era como basura, que no tenía nada. Ahora vivo aquí, sola, y debo pagar de alquiler 15.000 chelines al mes (5,35 euros). Casi nunca tengo suficiente. Una vecina me ayuda a pagarlo algunas veces. Cuando puede”, finaliza.
Vivir con 20 céntimos al día
Las hermanas Asha y Mariam Solemani no saben decir su edad. Alcanzan a afirmar que Asha es la mayor de las dos y que Mariam tuvo dos hijos que ya murieron y cinco nietos. “Con nosotros viven dos, pero ahora mismo se encuentran en el colegio”, afirma la segunda. Asha y Mariam habitan un humilde hogar de madera también en Kisambare. Iban tirando hasta que dos acontecimientos cuyas secuelas persisten hacen que su vida sea hoy más complicada que nunca. Primero la pandemia, que ha encarecido los precios y ha provocado que las posibilidades de trabajo en el campo, empleo tradicional para ellas, se hayan reducido drásticamente. Segundo, una caída que sufrió Asha el año pasado y que, hoy día, no le permite prácticamente ni desplazarse. Ella lo recuerda y lo resume así: “Me subí a una silla y me desplomé. Estuve unos meses sin poder moverme y ahora solo puedo ir desde la puerta de mi casa hasta la cocina –un pequeño cobertizo que colinda con la vivienda–. Para acudir al mercado necesitaría un coche. Así que ni eso”.
Cuando Asha se encontraba en lo peor de su convalecencia recibió la visita de Saidi, el hermano menor de la familia, y encontró a Asha tan enferma y a Mariam tan cansada por los cuidados y por tener que ocuparse sola de todo que decidió quedarse para echar una mano. Ahora viven los tres con los dos nietos de Mariam. Y las dificultades se hacen visibles en cada rincón de la vivienda. Si un documento del Banco Mundial afirmaba que, a principios del siglo XXI, una familia media rural en Tanzania debía subsistir con apenas 32 céntimos de euro al día, hogares como este amenazan con dejar esa estadística como apetecible o deseable, como un reto a conseguir. Habla Mariam: “Ya no puedo usar aceite para cocinar porque no tengo con qué pagarlo. Ahora utilizamos agua. Nosotros podemos gastar al día unos 500 chelines (18 céntimos de euro) y con eso podemos hacer poco. Sí, muy poco…”.
Solo 150.000 tanzanos, menos del 0′3% de la población total del país, ha superado la barrera de los 80 años de edad
Lo cierto es que Kisambare no es eminentemente rural, sino un área a caballo entre los pequeños y dispersos pueblos y las grandes metrópolis tanzanas. Para los ancianos que viven allí, esto lo complica todo. Elena Ramos, coordinadora de proyectos en Rafiki Projects for Development, ONG de cooperación con presencia en Kisambare que desarrolla programas para ayudar a estas personas, lo explica así: “Para bien o para mal, la gente que vive en las aldeas depende de su propia cosecha y de su núcleo familiar, que se encarga de cuidar a sus mayores. Además, la gente mayor no suele quedarse en las zonas urbanas; se vuelve a sus pueblos cuando no tiene edad ya para seguir trabajando. Pero en lugares semi rurales como este, que dependen de cómo vaya la economía en las ciudades próximas, la tercera edad se encuentra completamente olvidada. Se necesita la ayuda de los vecinos y, en tiempos de crisis, como la derivada por la pandemia, lo primero que se recorta son esos gastos”.
La dificultad de llevar una vida digna
Habiba Saidi, de pelo blanco, pocos dientes, andares dificultosos, forma parte del casi 0,3% de la población tanzana (algo más de 150.000 personas, dos tercios mujeres) que tiene más de 80 años. Como tantos y tantas otras en el país, dedicó su vida a trabajar el campo hasta que sus huesos dijeron basta. Y, también como tantos otros, fue ese el preciso momento en que dejó de ingresar dinero alguno. No en vano, la ONG Helpage International calcula que solo el 4% de las personas mayores en Tanzania recibe una pensión. De igual modo, afirma dicha organización que este sector de la población tiene muchas dificultades para ser atendido en los centros de salud públicos y que los medicamentos que necesita suelen agotarse con rapidez.
Habiba también vive en Kisambare. Habita un pequeño cobertizo dentro de una escueta comunidad de vecinos. Dentro de su habitáculo, de unos tres metros cuadrados, tan solo pueden verse algunos utensilios de cocina y un colchón picoteado por tres gallos, que comparten hogar con ella. Por culpa de los animales, la estancia huele a excrementos y tanto el suelo como las ropas de la mujer, también las que lleva puestas, lucen manchadas de boñigas. “Los pollos empezaron a vivir conmigo hace unos años porque tenía miedo de que me los robaran. Y ahora ya no quiero ni matarlos ni venderlos. Seguirán conmigo porque me gustan y me despiertan por las mañanas”, dice. Y, preguntada por su estado de salud, añade: “Por un ojo no veo. Por el otro, si hay nubes en el cielo, tampoco. La espalda me duele mucho”. Pero celebra que, cuando lo tiene, todavía es capaz de cocinar ugali, una especie de gacha elaborada con harina de maíz muy común en el país.
Cuenta Habiba que su familia no sabe si está viva o muerta. Que un hijo pasó por el pueblo hace poco tiempo y ni siquiera se preocupó por ir a verla. Y que, para alimentarse, depende de lo que le dan las vecinas y los feligreses de una iglesia cercana, que le llevan comida algunos domingos. Solo interrumpe la charla para levantarse de la banqueta de madera en la que está sentada y desplazarse adonde el sol no pega tan fuerte. “Al principio pagaba un alquiler, pero ya no puedo”, dice. Y, cuando termina de hablar, suelta un par de bromas en suahili a una amiga, otra mujer mayor que permanece sentada cerca de ella, quien ríe tras escucharla. Después, Habiba se pone de pie y encamina sus pasos al cobertizo donde le espera su colchón picoteado, el viciado olor a mugre y sus tres inseparables gallos.
163 millones de ancianos para 2050
La Organización Mundial de Salud calcula que, para el año 2050, la población subsahariana con más de 65 años alcanzará los 163 millones de personas, un incremento de más de 100 millones con respecto a los 43 del año 2010. Los avances en materia sanitaria y las mejoras de las condiciones de vida, como el mayor acceso a una alimentación adecuada, ayudan a explicar este significativo aumento. Sin embargo, este auge de la tercera edad puede significar un incremento de la pobreza y de las enfermedades si no lleva aparejada consigo la adopción de medidas sociales y una atención médica adecuada que se extienda por todos los países del continente
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