Convirtamos una deuda impagable en una inversión en los niños

Permitir que el pago de la deuda entorpezca los esfuerzos para combatir la creciente pobreza infantil, la malnutrición, las enfermedades prevenibles y la desigualdad educativa es un acto de injusticia intergeneracional

Abigail Sibal, de 13 años, estudia en su casa de Porac, en Filipinas.ELOISA LOPEZ (Reuters)

En plena crisis de la deuda africana a mediados de la década de 1980, el entonces presidente de Tanzania, Julius Nyerere, hizo a los acreedores del país una pregunta sencilla: “¿Tenemos que dejar morir de hambre a nuestro pueblo para pagar nuestras deudas?”. Los ministros de Economía de muchos de los países más pobres del mundo que participan estas semanas en las Reuniones Anuales (virtuales) del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial formularán la misma pregunta.

Esperemos que reciban una respuesta diferente a la que recibió el presidente Nyerere.

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Cuando la crisis de la deuda desbordó a los gobiernos de toda África y Latinoamérica en los años ochenta, los gobiernos occidentales se quedaron cruzados de brazos. Su devolución se logró exprimiendo unas economías en contracción mediante programas de austeridad supervisados por las instituciones financieras. Los niños fueron los que más sufrieron las consecuencias de una década perdida para el desarrollo, ya que se sacrificaron los presupuestos para salud, nutrición, protección social y educación, y la pobreza se disparó.

La pandemia de la covid-19 ha creado condiciones de tormenta perfecta para una nueva crisis de la deuda en gran parte del mundo en desarrollo. El crecimiento económico se ha ralentizado, los ingresos por exportaciones han descendido, las divisas se están depreciando y las reservas están disminuyendo. A diferencia de los países ricos, que pueden pedir generosos préstamos en su propia moneda y aprovechar la rumbosidad de los bancos centrales, los países en desarrollo tienen serias dificultades para devolver los préstamos ya existentes, financiar nuevos endeudamientos y responder a la pandemia.

De nuevo, la deuda está desviando recursos de servicios vitales. Está previsto que este año y el que viene, los países más pobres del mundo paguen 45.000 millones de dólares a sus acreedores. Cumplir con estos pagos supondrá que más del 40% de esos Estados gastarán más en reembolsos a los acreedores que en sanidad.

Detrás de las estadísticas sobre la deuda están los rostros de los niños a los que se les niega la oportunidad de desarrollar su potencial. Calculamos que, solo en este año, la crisis de la covid-19 empujará a otros 117 millones de niños a la pobreza. La malnutrición grave está aumentando. Mientras tanto, la interrupción de los servicios sanitarios podría tener como consecuencia otro medio millón de muertes de menores de cinco años debido a que enfermedades mortales como la malaria, la neumonía y la diarrea no reciban tratamiento. Los abandonos escolares se han disparado en un contexto en el que la pobreza empuja a los menores de edad a los mercados de trabajo o a los matrimonios tempranos, un destino que amenaza a millones de adolescentes.

Los países en desarrollo tienen serias dificultades para devolver los préstamos ya existentes, financiar nuevos endeudamientos y responder a la pandemia

Ante una crisis de esta magnitud, los niños ―no los acreedores― deberían ser una prioridad a la hora de asignar los recursos de los presupuestos nacionales.

Organizaciones como Unicef y Save the Children pueden prestar apoyo a las comunidades cuando se enfrentan a una crisis. Podemos establecer la diferencia. Pero no hay protección posible contra la inminente desinversión en la infancia, mientras que la deuda creciente reduce el ya estrecho margen fiscal de que disponen los gobiernos y los hogares pobres se ven obligados a reducir gastos fundamentales, incluyendo en alimentos.

Podemos debatir los orígenes de los problemas de endeudamiento de los países más pobres. Sin duda, las peticiones imprudentes y las concesiones irresponsables de préstamos han tenido que ver. Ahora está claro que se acumuló demasiada deuda extrapresupuestaria, en muchos casos garantizada con exportaciones de mineral, en unas condiciones de devolución tan opacas como gravosas. Pero lo que ciertamente no puede ser objeto de debate es nuestra responsabilidad compartida de proteger a la infancia de una crisis que pone en peligro su futuro.

El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial han empezado a abordar la crisis de la deuda. La primavera pasada lograron que el G-20 acordase un plan ―Iniciativa de Suspensión del Servicio de la Deuda (DSSI por sus siglas en inglés)― que concede una moratoria de seis meses del servicio de la deuda a 74 de los países de más pobres del mundo. Todos los acreedores fueron llamados a participar en él. No todos han prestado atención. Mientras que la mayoría de los acreedores oficiales han suspendido el cobro, los comerciales todavía tienen que seguir su ejemplo. La cuestión no carece de importancia, ya que los acreedores comerciales ―principalmente, tenedores de deuda soberana― representan casi una tercera parte de la factura del servicio de la deuda.

La participación desigual en la DSSI no es el único problema. Algunos países no elegibles para la iniciativa se enfrentan a necesidades igualmente urgentes. Por otra parte, la suspensión que ahora se ofrece es el antídoto a una crisis temporal de liquidez, pero no un remedio para las dificultades de solvencia que en estos momentos muchos países tienen ante sí. Zambia pidió recientemente a sus acreedores que reestructurasen unas deudas que se habían vuelto impagables por la recesión y la caída de los precios del cobre. Es probable que otros le sigan.

Por supuesto, el alivio de la deuda no es una estrategia aislada. Se debería hacer mucho más para facilitar financiación asequible a países que se enfrentan a la recesión. Pero, como ha puesto de relieve un reciente estudio del FMI, la demora en su alivio no solo perjudica a las poblaciones vulnerables, sino también a las economías, además de retrasar la recuperación.

Ha llegado el momento de hacer una revisión a fondo de la sostenibilidad de la deuda, seguida por una acción coordinada que abarque a todos los acreedores a fin de reestructurar y, allí donde sea necesario, reducirla.

Ante una crisis de esta magnitud, los niños ―no los acreedores― deberían ser una prioridad a la hora de asignar los recursos de los presupuestos nacionales

Esta revisión debería tener en cuenta, más allá de los indicadores estrictos de la deuda, nuestras responsabilidades más profundas. Casi todos los países del mundo han firmado la Convención de los Derechos del Niño. Les recordamos que ello conlleva la obligación de proporcionar salud y bienestar a la infancia “hasta el máximo de los recursos de que se disponga... dentro del marco de la cooperación internacional”.

Permitir que el pago de la deuda entorpezca los esfuerzos para combatir la creciente pobreza infantil, la malnutrición, las enfermedades prevenibles y la desventaja en materia de educación constituiría una violación del espíritu y la letra de una convención que define lo mejor de nuestra humanidad compartida. Representaría un acto de injusticia intergeneracional.

Instamos a los países acreedores y deudores a trabajar conjuntamente para convertir la carga de la deuda de hoy en inversiones en los niños que representan el futuro de sus países. La iniciativa que puso fin a la última crisis de la deuda de África exigió que los gobiernos se comprometiesen a dedicar lo ahorrado en deuda a mitigar la pobreza. No cabe duda de que establecer un vínculo explícito entre la reducción de la deuda y el gasto en proteger a la infancia de las consecuencias de la pandemia de covid-19 y abrir oportunidades estimularía el apoyo más allá de las diferencias políticas, incluso en esta época de polarización.

El alivio de la deuda puede funcionar, como demuestra la experiencia reciente de Ecuador. Hace solo unos pocos meses, los acreedores acordaron reestructurar 17.400 millones de dólares en deuda, incluyendo un rapado del 10% de ella. La credibilidad crediticia de Ecuador ha mejorado. Y es que el riesgo más profundo para los acreedores y los deudores no proviene de una reestructuración ordenada, sino de la perturbación que seguirá a una ola de impagos desordenados.

La crisis de la deuda enfrenta al conjunto de la comunidad internacional a preguntas difíciles. No hay respuestas sencillas. Pero en estos tiempos desafiantes recordemos los vínculos que nos unen como comunidad humana, y ninguno es más poderoso que nuestra responsabilidad compartida por los niños.

Henrietta Fore es directora ejecutiva de Unicef. Kevin Watkins es director ejecutivo de Save the Children, Reino Unido.

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