Un poder oscuro y descontrolado
Ojalá el ‘caso Pegasus’ actúe como acicate para acometer las reformas necesarias para reforzar los sistemas de control sobre la actividad de inteligencia
El espionaje ha sido desde siempre la más opaca de las actividades del Estado, así como la más resistente a cualquier forma de control. Novelado hasta la saciedad, y a menudo con gran éxito, el espionaje se nos presenta como el reino de la impostura y lo amoral, un ámbito en el que todo vale cuando se trata de obtener información del enemigo con el fin de contrarrestarlo y aumentar las capacidades propias. La cuestión es que esa representación se corresponde con un mundo bipolar en el que los espías y agentes dobles trabajaban a su aire y de una manera cuasi artesanal.
Nada que ver con ...
El espionaje ha sido desde siempre la más opaca de las actividades del Estado, así como la más resistente a cualquier forma de control. Novelado hasta la saciedad, y a menudo con gran éxito, el espionaje se nos presenta como el reino de la impostura y lo amoral, un ámbito en el que todo vale cuando se trata de obtener información del enemigo con el fin de contrarrestarlo y aumentar las capacidades propias. La cuestión es que esa representación se corresponde con un mundo bipolar en el que los espías y agentes dobles trabajaban a su aire y de una manera cuasi artesanal.
Nada que ver con los cometidos que hoy tienen asignados los servicios secretos como organizaciones insertas en las estructuras burocráticas del Estado y encargadas de poner a disposición de los decisores políticos información contrastada y convertida, por ello, en inteligencia. Nada que ver tampoco con la sofisticación tecnológica que han alcanzado los instrumentos de los que pueden valerse para realizar sus tareas e intentar neutralizar las de otros servicios, si bien la medida del éxito en sus capacidades analíticas y predictivas sigue procediendo, sobre todo, de fuentes de conocimiento de carácter abierto. Pero sobre todo nada que ver con las exigencias de un Estado democrático, que reclama controles sobre todos y cada uno de sus ámbitos de actuación y proscribe el empleo de medios que puedan incidir, sin las adecuadas garantías, en los derechos de los ciudadanos. El control de los servicios de inteligencia en la era de las comunicaciones digitales a escala global representa, por tanto, uno de los retos insoslayables de los Estados constitucionales.
A la luz del espectáculo al que hemos asistido estos días es evidente que nuestro sistema no ha sabido afrontar dicho reto. La llamada Comisión parlamentaria de Gastos Reservados es una criatura de la época de los grandes escándalos provocados por la guerra sucia contra ETA, cuyo paroxismo fue el caso Roldán. Y la Ley del Centro Nacional de Inteligencia (CNI), que ahora cumple 20 años, fue en buena medida la solución de emergencia que se buscó para rescatar a los servicios del callejón sin salida a la que se habían visto abocados como consecuencia de las actuaciones del antiguo Cesid bajo la larga dirección del general Alonso Manglano. Ciertamente, el descubrimiento de actuaciones ilegales y la constatación de ineficiencias predictivas ha sido el principal impulso para reformar los servicios de inteligencia, desde el FBI y la Policía Montada del Canadá en los años setenta del pasado siglo hasta los atentados del 11 de septiembre de 2001 y las revelaciones de Edward Snowden sobre el espionaje masivo. Pero mientras que en los casos citados las correspondientes reformas legales fueron precedidas de informes y análisis de expertos que hoy son de referencia, aquí las cosas se hicieron de una manera superficial y a la ligera; parece como si el haber elevado el rango de la regulación, desde la disposición reglamentaria a la ley, y el haber puesto en pie un sistema de control judicial sobre las intervenciones telefónicas del que lo menos que se puede decir es que es extraño en el panorama comparado, hubiera bastado para satisfacer todas las exigencias de un Estado democrático en este ámbito.
En lo esencial, la ley del CNI se atiene a los rasgos inerciales procedentes de la regulación del antiguo Cesid: una apelación de brocha gorda al secreto para ocultar todo lo referente a las fuentes y los métodos de trabajo del servicio y una mirada miope y cargada de recelo hacia el control parlamentario, un extremo este en el que la ley ni siquiera parece cumplir el mínimo constitucional exigible. Con un control, en suma, en el que se deja al albur del controlado el alcance y el contenido concreto de la propia facultad de control, no es de extrañar la vida lánguida y de perfil político extraordinariamente bajo que ha tenido la comisión parlamentaria a lo largo de estas dos décadas. Basta una rápida mirada a lo que se ha hecho en los últimos tiempos en lo que solemos llamar los países de nuestro entorno para darnos cuenta de todo el camino que nos queda por recorrer. El Reino Unido (desde el año 2000), Italia (2009), Francia (2015) y Alemania (2009 y 2016) han reformado en profundidad sus sistemas de control sobre la actividad de la inteligencia, reforzando las facultades parlamentarias de control y/o creando organismos especializados e independientes de nueva planta (en el que a veces participan expertos en comunicaciones electrónicas) que supervisan de continuo la actividad de los servicios e informan periódicamente a los comités parlamentarios o al propio poder Ejecutivo, que es a quien corresponde garantizar, en último extremo, que la función de inteligencia no acabe socavando, en nombre de la seguridad, los fundamentos del Estado democrático. Ojalá Pegasus actúe, esta vez sí, como acicate para acometer las reformas que sean necesarias en esa dirección.