Estado de gracia
Esa mañana no fui una adulta que busca silencio para escribir sino una criatura soñadora que abrazaba un mundo en el que nada era molesto
Me desperté y, poco más tarde, el mundo era otro. No eran las ocho de la mañana, no era Buenos Aires. La puerta del balcón permanecía abierta para que la gata se distribuyera al sol, el hombre con quien vivo preparaba café mientras hablaba con un amigo que estaba en Tierra del Fuego, la luz atropellaba los vidrios con ...
Me desperté y, poco más tarde, el mundo era otro. No eran las ocho de la mañana, no era Buenos Aires. La puerta del balcón permanecía abierta para que la gata se distribuyera al sol, el hombre con quien vivo preparaba café mientras hablaba con un amigo que estaba en Tierra del Fuego, la luz atropellaba los vidrios con la alegría marina del verano, ladraba un perro, cantaban los zorzales. Todo era desorden y bullicio y, de pronto, no estuve ahí, en mi departamento, tratando de concentrarme y escribir, sino en el barullo desprolijo de una mañana de verano en la pequeña ciudad en la que me crie. El aroma al jabón blanco derritiéndose en los fuentones de zinc, la ropa expuesta al sol, la radio sintonizada en un programa de folklore, la voz arqueada de mi madre cantando con esa redondez oscura que tenía para alcanzar los graves, el verdor efervescente de las uvas, los estallidos dulces de las brevas cayendo en el patio, el chasquido tierno de los pies de mi hermano saltando sobre el agua mientras regaba el romero. Vi la escalera contra la pared del fondo a la que subíamos para juntar las aceitunas de las ramas altas del olivo, vi el pañuelo de seda que mi madre usaba atado sobre el pelo, respiré el aire fértil, el olor ácido que traía mi padre cuando regresaba del campo, el ruido rechoncho de sus botas repletas del agua barrosa de los canales. Había ruidos, crepitaciones, roces, un erotismo inocente de velocidad amainada. Esa mañana, en Buenos Aires, no fui una mujer adulta buscando tensamente silencio y soledad para escribir sino una criatura soñadora que abrazaba un mundo lleno de ruido, de jabón y de tiempo, un mundo en el que la vida burbujeaba en el pequeño bullicio de las cosas, un mundo en el que nada era molesto porque todo estaba preñado de esporas de cariño y sonaba como si fuera una forma del amor y yo, en ese mundo, podía vivir en un estado de gracia que, bendito sea, no servía para nada.