Ir al contenido

Un fiscal condenado por pardillo

La filtración es una práctica común entre el poder y la prensa. García Ortiz fue víctima de la prisa y las circunstancias

La noticia ya la saben, ahora —como diría Wyoming— les contaremos la verdad. La noticia es que 19 días —y 500 noches— después de publicar a toda prisa el fallo condenatorio contra el fiscal general del Estado, el Tribunal Supremo ha publicado por fin la sentencia, y la novedad es que no hay novedad.

Lo que sí contiene la sentencia es una frase que ha levantado una gran polémica en las redes: “Fue el acusado, o una persona de su entorno, quien entregó el correo para su publicación”. Un tuit del profesor de Sociología Dani Valdivia resume así el desconcierto: “Si a García Ortiz lo han condenado de esta forma, cualquiera podemos acabar de la misma manera”.

Los cinco jueces —más bien conservadores— que consideran culpable a Álvaro García Ortiz no han encontrado la prueba del delito, la famosa pistola humeante, el hecho incontrovertible que convirtiera al fiscal general en el autor material de la filtración de los correos del novio de Isabel Díaz Ayuso; y las dos juezas —más bien progresistas— que se han desmarcado de la sentencia destacan en su voto particular que, en efecto, no hay motivos suficientes para la condena, y dejan caer que sus colegas le tenían ganas al tal García Ortiz. Tal vez porque el fiscal general fue nombrado por Pedro Sánchez, y eso ya de por sí no es una buena carta de recomendación, sino más bien presunción de culpabilidad.

En resumen, por un tanteo de cinco a dos —que se asemeja curiosamente a la sensibilidad política de los magistrados—, Álvaro García Ortiz se ha convertido, a sus 57 años y 27 de profesión, en el primer fiscal general del Estado condenado. ¿Por filtrar un documento privado…? Técnicamente sí, pero sobre todo por pardillo, que es como en la jerga de los policías y los ladrones se conoce al incauto, al confiado, al torpe que lleva escrita su condición en la cara a merced de que, como le ha sucedido a García Ortiz, se cruce en su camino algún listillo —pelo cano, voz aguardentosa— capaz de aprovechar la coyuntura. El asunto tendría su gracia —salvo para el condenado, claro está— si no fuese porque las circunstancias, los personajes y los escenarios en los que se ha desarrollado la función —el bulo lanzado como un anzuelo, la publicación cómplice de una verdad mutilada, la torpe maniobra del pardillo, la instrucción del caso, el juicio extraño, el fallo precipitado, la sentencia…— eran las mismas circunstancias, los mismos personajes y los mismos escenarios donde cada día se maneja la filtración como moneda de cambio.

Si alguien, en las inmediaciones de un ministerio, un partido, una fiscalía, un tribunal supremo o una audiencia nacional pronunciara —al modo del capitán Renault en Casablanca— un “¡qué escándalo, he descubierto que aquí se filtra!”, sería tildado de cínico. No todos los fiscales ni todos los jueces filtran, y —sobre todo—no todos filtran mercancía averiada a periodistas sin escrúpulos, pero es una práctica común y tolerada en la relación entre el poder y la prensa. ¿Cuál fue entonces el detonante de un caso desproporcionado?

No sería descabellado apuntar a las prisas y las circunstancias. La noche del 13 de marzo, García Ortiz movió Roma con Santiago —o sea, sacó a un fiscal colchonero de un partido del Atleti— para desmentir a toda prisa una noticia que el jefe de prensa de Díaz Ayuso le había filtrado al diario El Mundo. No era una cuestión de muertos ni heridos, sino un chanchullo más del novio de la lideresa del PP. Si en vez de fiscal general se hubiese tratado de un cardenal vaticano, habría pensado: “Ya tuvimos un caso así en el siglo XIII”. Pero el fiscal, para su desgracia, pecó de impaciente. Lo que vino después es eso que llamamos las circunstancias. La polarización extrema. La agonía de Sánchez por mantenerse en el poder. Las prisas de Núñez Feijóo por ganar unas elecciones antes de que el tipo canoso, aquel que ya se las apañó para colocar en La Moncloa a un político con el carisma de José María Aznar, le amargue la fiesta. En fin.

Sobre la firma

Más información

Archivado En