¿Sirve para algo la monarquía?
Una jefatura del Estado apartidista y neutral puede representar a la totalidad de la nación, cosa difícil con un presidente de la república electo
Creo no exagerar si afirmo que durante décadas los españoles hemos sido “juancarlistas” (sobre todo después del 23-F), y ahora no pocos “felipistas” (y puede que “leonoristas”), pero siempre sin mostrar especial interés en la monarquía como institución. ...
Creo no exagerar si afirmo que durante décadas los españoles hemos sido “juancarlistas” (sobre todo después del 23-F), y ahora no pocos “felipistas” (y puede que “leonoristas”), pero siempre sin mostrar especial interés en la monarquía como institución. Los sondeos lo acreditan: buena valoración del Rey, pero indiferencia hacia la institución. ¿Para qué sirve, pues, la monarquía, se preguntan muchos? Si el Rey no tiene poder para alterar el rumbo de las cosas (por ejemplo, negándose a ratificar la ley de amnistía), ¿no es un trasto inútil?
Trataré de avanzar una contestación comparando la monarquía parlamentaria como forma de Estado con otras formas de Estado alternativas. No son muchas, básicamente solo tres (monarquías, repúblicas o dictaduras). Y lo haré mediante una comparación en el tiempo y otra en el espacio.
En el primer aspecto, desde mediados del siglo XIX España ha tenido todo tipo de experiencias por lo que hace a la forma de Estado. Tras una monarquía fallida (la de Isabel II), tuvimos una Primera República, luego una primera restauración con Alfonso XII, más tarde una corta dictadura (la de Primo de Rivera) seguida de una Segunda República que desemboca en una Guerra Civil, otra dictadura con Franco, y una segunda restauración con Juan Carlos I. Se puede decir que, por probar, que no falte; los españoles lo hemos probado todo.
Pues bien, la Primera República fue, no ya un fracaso, sino un ridículo que duró pocos meses. Tras ella la primera restauración monárquica duró casi medio siglo generando el primer proceso claramente modernizador de nuestra historia contemporánea, y España tuvo por vez primera sociedad burguesa, alternancia política, administración pública, justicia y prensa libre, industria, ateneos, opera, e incluso ciencia (y recordemos a la Junta de Ampliación de Estudios). Una exitosa experiencia que se trunca por los errores de Alfonso XIII dando lugar a la breve (primera) dictadura de Primo de Rivera (no muy maltratada por los historiadores). Tras ella la Segunda República fue recibida si cabe con mayor ilusión que la primera, pero fue otro fracaso que duro cinco años (ocho, si incluimos la guerra) y fue destruida dos veces: primero desde dentro, y luego desde fuera por un golpe militar. La dictadura del general Franco duró mucho, pero de ella sólo se pueden destacar los años sesenta, y poco más; los demás deberíamos “echarlos al olvido” como aconsejaba Santos Juliá. Finalmente, la segunda restauración monárquica, que dura ya otro medio siglo, ha sido sin duda el periodo mejor de nuestra historia contemporánea y no me molestaré en acreditarlo, pues es bien sabido.
La comparación histórica admite pocas dudas: dos dictaduras más que discutibles, dos repúblicas fracasadas y dos monarquías exitosas. Los españoles lo hemos probado todo, y casi lo único que ha funcionado ha sido la monarquía. No estoy exponiendo una ley divina, sólo una inducción empírica sólida, pero al parecer la monarquía sí funciona en nuestra historia, sí sirve.
Vayamos a la comparación en el espacio. El pasado mes de febrero la Economist Intelligence Unit publicó su último ránking de calidad democrática de los países del mundo. Pues bien, las ocho escasas monarquías parlamentarias que podemos identificar (Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Reino Unido, España y Japón; dejo fuera algunos casos excepcionales), están todas en los 25 primeros lugares, son “democracias completas”. Datos reiterados año a año por otros dos institutos de investigación: el americano Freedom House y el sueco-americano Varieties of Democracy. Y la conclusión tampoco es discutible: las monarquías parlamentarias son los países más democráticos del mundo, tanto que es más probable que un país sea democrático si es monarquía que si es república (lo dice Freedom House, no yo). Sé que es un resultado contraintuitivo, y a mí mismo me costó aceptarlo (y por ello se sorprende el artículo de Timothy Garton Ash en EL PAÍS el 26 de noviembre), pero para eso está la ciencia social pues, como decía Marx, si la apariencia y la esencia de las cosas coincidieran no haría falta estudiarlas. No estoy diciendo que no hay repúblicas estupendas; sería una bobada. Pero sí que la forma de Estado monarquía parlamentaria, además de servir en España, sirve también en otros muchos países europeos.
La pregunta ahora es ¿por qué es esto así? Tendemos a creer que la democracia funciona por sus propios méritos, es decir, es eficiente. Pero hoy sabemos que hay democracias eficientes (digamos, Alemania) y otras deficientes (varias en América Latina) y que, del mismo modo, hay dictaduras ineficientes (Cuba, Venezuela o Corea del Norte, la mayoría), pero otras son eficientes (como el caso singular de China). Para que una democracia sea funcional necesita incentivos externos pues, en ausencia de ellos, cae en la partitocracia, la dictadura de la mayoría o incluso el cesarismo, y se autodestruye. Podría mencionar docenas de casos.
Pues bien, la monarquía parece aportar algunos de esos incentivos que la democracia no aporta por sí sola. Para comenzar, una jefatura del Estado que es apartidista y neutral y puede representar a la totalidad de la nación, cosa difícil con un presidente de la república elegido. De nuevo un dato contraintuitivo: se critica a la monarquía porque el jefe del Estado no es elegido, pero eso es, justamente, lo que le permite ser apartidista. Y esa neutralidad fortalece la unidad interna, sobre todo en países con demos compuestos y “reinos unidos” (España, Gran Bretaña o Bélgica). Y como aseguran Garton Ash y Tom Ginsburg, eso cancela tentaciones cesaristas y presidencialistas tan frecuentes en las repúblicas, y no solo en las presidencialistas.
En segundo lugar, la monarquía aporta una visión de largo plazo, ausente en las políticas democráticas que se juegan en uno o dos periodos electorales. Los reyes viven muchos años y desean dejar una buena herencia a sus hijos, de modo que la estrategia de “pan para hoy y hambre para mañana” les está vedada. Aportan sentido del futuro. A lo que contribuye que las monarquías se apropian y actualizan una larga tradición histórica dándole al país, además de una visión de futuro, un pasado común con el que identificarse. Unifican un país, no solo en el espacio, también en el tiempo.
Finalmente, si te preguntas por qué los países más posmaterialistas y posmodernos son monarquías (Suecia, Noruega, Dinamarca, Reino Unido), mientras algunas repúblicas (Italia, Francia o Estados Unidos) son más conservadores en materia de moral y costumbres, la respuesta es de nuevo que, bajo el paraguas de la continuidad y la tradición, caben muchas innovaciones en una estrategia anti-lampedusiana: nada cambia para que todo cambie. Los españoles lo sabemos bien, pues en muy pocos años hemos sufrido (o gozado, según se vea) de un cambio radical de moral colectiva (divorcio, género, homosexualidad, aborto, eutanasia, etc.), un salto que en otros países ha necesitado décadas.
Puede parecer que las monarquías no sirven pero el estudio nos muestra que sí sirven, y mucho, aunque su trabajo es siempre discreto, indirecto, simbólico y rara vez determinante. No mandan nada, y por eso son parlamentarias, pero ejercen una profunda influencia en la dinámica política de los países proporcionando unidad, solidaridad, sentido del pasado y del futuro, incluso tolerancia.
Por supuesto, también tienen sus problemas. Un periodista le preguntó a Isabel II de Inglaterra cuál había sido el principal problema de su reinado. En su respuesta no mencionó ni la pérdida del Imperio británico, ni el terrorismo del IRA, ni el referéndum escocés o del Brexit. Mi principal problema —fue su respuesta— ha sido la familia. Y así sigue hoy, allí y en muchos sitios.