Respetar a Honduras
La descarada injerencia de Trump en las elecciones es un golpe a una democracia que necesita confianza en los procesos y las instituciones
En un país tan castigado por la incertidumbre históricamente como Honduras, la democracia necesita algo más que elecciones: confianza. Confianza en que los votos se cuentan con rigor, en que los resultados se respetan y en que ningún actor interno o externo va a torcer la voluntad popular. Las elecciones presidenciales debían servir para reafirmar esa certidumbre. En cambio, han vuelto a poner al país en vilo. El escrutinio avanza voto a voto, con Nasry Asfura y Salvador Nasralla prácticamente empatados, y con ambos campos reivindicando victorias anticipadas que solo contribuyen a elevar aún más la tensión política.
En democracias frágiles, la prudencia es más necesaria. La transparencia del proceso, la calibración de los mensajes y el respeto a la institucionalidad son las únicas barreras que evitan que un país con heridas abiertas causadas por la violencia, la corrupción, la desigualdad o el éxodo, se deslice hacia una crisis mayor. Honduras ha pagado un alto precio cada vez que sus líderes se han negado a aceptar un resultado adverso. Hoy, repetir ese error sería devastador.
El problema, sin embargo, no es solo interno. Pocas interferencias resultan tan corrosivas como la injerencia extranjera que, lejos de fortalecer las instituciones, busca manipularlas. La participación directa de Donald Trump en la campaña hondureña con el respaldo explícito a Asfura y el indulto al expresidente Juan Orlando Hernández, constituye un acto de intervencionismo impropio de cualquier potencia que se proclame defensora de la democracia. El indulto de Hernández, condenado en Estados Unidos por narcotráfico y símbolo de una era marcada por la captura del Estado, no puede entenderse sino como una maniobra política destinada a influir en el tablero hondureño.
Hernández no fue un preso político. Fue sentenciado por su vínculo con redes criminales que comprometieron la seguridad del país entero. Su liberación, ejecutada precisamente cuando Honduras acudía a las urnas, envía un mensaje gravísimo: que la justicia puede instrumentalizarse para premiar a aliados, que los crímenes pueden borrarse con una firma y que la soberanía de un país pequeño puede convertirse en moneda de cambio. Es una ofensa para los hondureños que vivieron los años más oscuros de su gobierno y una señal alarmante para el resto de la región.
Frente a todo ello, Honduras necesita volver a lo básico: certidumbre, legalidad y respeto. Si Asfura gana, su victoria deberá ser reconocida por todos. Si Nasralla se impone, su mandato no puede arrancar bajo sospechas ni presiones externas. El país solo podrá avanzar si el resultado es aceptado sin ambigüedades y sin discursos incendiarios. Honduras tiene la oportunidad de demostrar que su democracia vale más que los favoritismos de Washington, más que la nostalgia de sus viejos caudillos y más que las ambiciones de sus candidatos. Lo que está en juego no es una alternancia, sino la confianza en el futuro de un país entero.