¿Niños que juegan a ser empresarios?
Las redes sociales son una potente herramienta del sistema para modular la imaginación y las expectativas de los más jóvenes
De la conciencia, del orgullo, pasé al rencor. Rencor de clase. En el inicio de su monumental ensayo El hambre —y pocas son 700 páginas de tocho para un mal que, según la ONU, sigue afectando a más de 800 millones de personas en el mundo— Martín Caparrós narra una anécdota muy reveladora. Tierra seca, un tapiz de mimbre, sol de mediodía en algún lugar de Níger y una mujer de unos 30 años a la que el periodista le pregunta: “Si pudiera pedir lo que quisiera, cualquier cosa, a un mago capaz de cumplir su deseo, ¿qué le pediría?”. Ella, Aisha, se llama, responde que una vaca que dé mucha leche. Y cuando Caparrós insiste en la omnipotencia del genio la chica, vacilando, con el recelo de quien no sabe si se está extralimitando, pregunta: ¿dos vacas? Así podría comer y, con el excedente, vender buñuelos.
El mensaje está claro: la pobreza es también el marco estrecho que impide incluso imaginar una opción distinta, tener expectativas. Esta larga crónica, resultado de viajes por Kenia o Sudán pero también por Argentina y España, se publicó en 2015. La idea de fondo de Caparrós, ¿ha cambiado en esta década? Crecí en una casa modesta, donde, tras Yo soy el Diego, de Diego Armando Maradona, los libros que acabaron en los estantes fueron culpa mía (del empeño de mis padres por que yo sí leyera, en realidad); internet me llegó en la adolescencia, cuando ya era un medio niño-medio viejo incapaz de fantasear en serio con ser de mayor, qué sé yo, director de cine. Ausencia de referentes que induce esa rabia mía hacia quien sí los tuvo (es la psicóloga quien le puso ese nombre: rabia; si le cuento que me gusta el ballet o que he ido al concierto de la violinista María Dueñas y he flipado noto en su cara que se controla para no zurrarme con todas sus fuerzas con un ejemplar de La distinción, de Pierre Bourdieu). Ya saben: el gusto como constructo social, como herramienta para diferenciar clases y legitimar a las altas. Otro tocho.
A lo que iba: ¿puede ser que esta premisa ya no sirva del todo? Porque ahora existen Instagram y TikTok, herramientas al servicio del mercado, ventanas tan globales como homogeneizadoras; porque, si hacemos caso a la filósofa Margot Rot, las redes condicionan no solo nuestras expectativas sino algo mucho más íntimo, como nuestro deseo. De los nacidos ya en la era smartphone, en cualquier punto del planeta, ¿se puede esperar que estén libres de aspirar a un Lambo y a unos pectorales por los que podría surcar un afluente del Tajo?
No sé cómo pasó. Ayer abrí Instagram y ahí estaba: mi peor pesadilla. Ya saben que las fronteras de ese país mínimo que conformamos cada uno y su teléfono móvil se mueven a golpe de lupa, y no sé qué debí buscar en la aplicación para terminar aquí. Dos niños, hermanos, 13 y 14 años, contaban su heroicidad, “a pesar del tiempo que les quitaba el cole”. Sin referentes de su edad también ellos, pensaban que nadie los tomaría en serio, proveedores, compradores; tuvieron que aprovechar viajes familiares a EE UU para importar de extranjis cajas y cajas de una bebida energética entonces sin distribución en España, que vendían a padres de amigos para financiar su idea. Pero, al final de esa dura senda, privándose de horas de FIFA o Call of Duty, estaba la meta anhelada. Lo habían logrado. ¡Habían sacado su propia marca de ropa! Ya son emprendedores.
El vídeo (tuve que buscar el podcast entero para cerciorarme de que no era producto de una inteligencia artificial maliciosa) lo había subido con sorna la cuenta de un cómico, Marc Biarnés (@nosoloviernes2), que bromeaba con llamar a los servicios sociales. Pero en los comentarios de su publicación el debate era muy vivo: ¿futbolistas o bailarines profesionales de 13 años sí, pero empresarios no? ¿Cuán natural puede ser en dos críos esa retórica de supuesto sacrificio y mérito en aras de un fin tan socialmente validado como ganar la mayor cantidad de pasta posible?
Lo comenté en mi entorno, sin saber muy bien si reírme o qué decir, y la respuesta me asustó todavía más: “¿Sabes que son tendencia las rutinas de skincare [cuidado facial] de niñas de 12 años?, ¿que están surgiendo marcas especializadas en cremas antiedad para niñas? Son tan virales que deben monetizar bien”.
¿Cómo se sale de aquí? Por suerte, otro golpe de lupa me llevó al que desde entonces es mi lugar seguro. Se llama Toniki (@sintechohumor), y dice de sí mismo: “No soy masivo, bro”; que hay que tener “cara de cemento armado y alma de Power Point” para ir por ahí diciéndole a la gente que si es pobre es porque quiere; que el problema no es “su mentalidad”, sino que no tiene herencias, un padre con tres casas, enchufes u otra forma de llegar a fin de mes, con un sueldo de 1.300 euros y un alquiler de 1.000. Sigo sin tener idea de qué decir, ni mucho menos de qué hacer. Y sigo bullendo de rencor. Pero, de momento, me quedo en este barrio.