Visto para sentencia
El Tribunal Supremo tiene la oportunidad de restaurar la confianza en la justicia con su fallo sobre el caso del fiscal general
El juicio en el Tribunal Supremo por supuesta revelación de secretos contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, quedó ayer visto para sentencia un año y medio después de los hechos que dieron origen a un caso que ha afectado como pocos a la política española reciente. Con el juicio oral, los ciudadanos han podido ver el caso expuesto por sus protagonistas y desde todos los puntos de vista. A García Ortiz se le acusa de haber filtrado a la Cadena SER el correo electrónico en el que el abogado del empresario Alberto González Amador —pareja de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso— ofrecía a la Fiscalía un posible acuerdo a cambio de admitir dos delitos fiscales. Las sesiones, en las que no ha aparecido ninguna prueba de cargo de la filtración, han venido a confirmar las dudas sobre la calificación delictiva de los hechos juzgados y la fragilidad de los supuestos indicios incriminatorios.
Ya en su momento la polémica y torrencial instrucción del magistrado Ángel Hurtado no logró aportar ningún dato relevante a la secuencia conocida desde el primer día. Tampoco el juicio en el Supremo ha aportado grandes novedades indiciarias a esa secuencia. Su interés ha estado en escuchar a los protagonistas. Miguel Ángel Rodríguez, jefe de Gabinete de Ayuso, ha reconocido que se inventó la teoría de que había interferencias políticas contra el novio de su jefa. González Amador ha explicado su irritación con el hecho de convertirse en un personaje público. Media docena de periodistas han confirmado que conocían el correo horas o incluso días antes de que lo tuviera en sus manos el fiscal general del Estado y han negado que este fuera la fuente de dicha información. Él también lo ha negado. Se han expuesto agrias disputas personales dentro del ministerio público. La Guardia Civil ha reconocido que el informe en el que señaló la responsabilidad de García Ortiz es una deducción basada en indicios y en la coincidencia temporal entre determinadas informaciones en poder de la Fiscalía General del Estado y su publicación en los medios. La acusación entiende el borrado de los mensajes del fiscal como un indicio de culpabilidad y la defensa, como una medida de seguridad legítima. Pero no se ha aportado ninguna prueba de cargo contra García Ortiz, al que le asiste, como a cualquier ciudadano, la presunción de inocencia. Sería, por tanto, difícil de explicar una condena basada en un conjunto de indicios que, sujetos a interpretación, no superan el umbral de la duda razonable.
Basado en una instrucción inconsistente y con un fiscal general del Estado sentado en el banquillo de los acusados sin haber dimitido de su cargo —como aconsejaba la salvaguarda de la institución que encabeza—, este caso ha hecho mucho daño a la imagen de la justicia española. Es de esperar que en la deliberación prime la templanza en el Tribunal Supremo y que los magistrados apliquen a su trabajo la máxima asepsia. Un elemento que, por obvio, sería innecesario recordar si no fuera por el feroz ruido político y mediático que acompaña a este proceso.
Es hora de que la justicia se aleje del griterío y diseccione con objetividad lo visto y escuchado. La sentencia que salga del juicio que terminó ayer es, sobre todo, una oportunidad. Una sentencia sólida, que debería ser apoyada por unanimidad de los siete magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, ha de ser un ejemplo de la mejor técnica jurídica y respetar tanto la presunción de inocencia como la duda razonable, claves de los sistemas penales democráticos. Y ha de servir para restituir la confianza en la justicia, cuyo crédito lleva meses empañado por este caso.