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Rosalía, Messi y los últimos románticos

El misterio del triunfo de ‘Lux’ se resuelve al comprobar que la cantante ha creado algo distinto, que produce un pellizco y alegría y ganas de llorar

La vida se volvió un mercado hace ya mucho y nos hizo unos descreídos con razón, dispuestos a ver en cada cosa intereses y segundas intenciones. Tiene hasta sentido que los fondos de inversión tomen el fútbol, si nos quieren vender camisetas y discos y suscripciones a un canal y productos prescindibles, si quieren privati...

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La vida se volvió un mercado hace ya mucho y nos hizo unos descreídos con razón, dispuestos a ver en cada cosa intereses y segundas intenciones. Tiene hasta sentido que los fondos de inversión tomen el fútbol, si nos quieren vender camisetas y discos y suscripciones a un canal y productos prescindibles, si quieren privatizar el miedo y el gozo y hasta las ideas y, al precio de un realismo descarnado, acabamos por sospechar de cualquier emoción: porque todo el mundo quiere algo de nosotros y porque siempre hay gato encerrado.

La otra noche, Leo Messi volvió al lugar que extraña con el alma, que es como llamó al Camp Nou. Se presentó por sorpresa en el estadio y le dejaron pasar porque Messi, en realidad, no se ha ido nunca. Puede, incluso, que un vigilante se le acercara con el balón entre las manos a preguntarle cómo es que había tardado tanto y, peloteando, le contase cómo habían ido estos años, igual que si estuviera empezando el primer episodio de Siete Vidas.

Ahora todo son especulaciones y debates sobre lo que Messi quiso decir cuando dijo que ojalá vuelva algún día —cuándo, con quién, para qué, con qué dorsal si todavía hubiera tiempo—, pero hay algo más potente aún que la polémica y que se aparece solo con ver la sencilla imagen de un jugador contemplando un campo todavía en obras: la imaginación. Es imposible saberlo ahí, en ese estadio que le extraña a él con el alma, sin imaginar un regate, un pase imposible o un gol a desmano. Había algo que conectaba con una nostalgia desprovista de negocio: aquella ilusión con la que uno terminaba de ver sus partidos.

Rosalía ha grabado un disco que ya era un éxito antes de ponerse a la venta, y se ha escrito mucho sobre las estrategias de promoción que lo rodean. Claro, por supuesto. Y qué. El misterio de su triunfo se resuelve con escuchar el disco y comprobar que, por encima de las demás cosas, ha creado algo distinto, una mezcla atrevida y talentosa que produce un pellizco y alegría y ganas de llorar. Eso no se compra ni se vende: lo mejor que puede hacerse con eso es dejarse llevar y disfrutarlo, que milagros así ocurren muy de vez en cuando. Lo que ha hecho Rosalía no es un negocio: es una obra de arte que perdurará en el tiempo.

Hace ya mucho que la actualidad se volvió tóxica y malhumorada y, en parte, ese malestar lo avivan a propósito los algoritmos para tenernos crispados y para que dejemos de mirar. Por eso importa preservar un último reducto de inocencia, casi romántica: para que nadie nos robe la capacidad de ilusionarnos con un contragolpe y un regate, con un quiebro en la voz que, al dar con una nota inexplicable, te estremezca sin darte cuenta ni saber por qué. Urge la poesía, antes de que vengan a comprarla.

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