Saber rendirse
El amor no se trata de dignidad, ni de elegancia, ni de estrategia, sino de sucumbir, de dejarse caer
Hace rato que quiero ver de nuevo Holy Smoke, una película de Jane Campion que se estrenó en 1999. Campion maneja materiales de riesgo —el amor, sus berrinches posesivos, su obviedad patética, su cursilería— y, con lo que otro haría una telenovela de mala calidad, ella logra algo extraordinario. Holy Smoke está protagonizada por Harvey Keitel y Kate Winslet. Keitel encarna a un improbable experto en recup...
Hace rato que quiero ver de nuevo Holy Smoke, una película de Jane Campion que se estrenó en 1999. Campion maneja materiales de riesgo —el amor, sus berrinches posesivos, su obviedad patética, su cursilería— y, con lo que otro haría una telenovela de mala calidad, ella logra algo extraordinario. Holy Smoke está protagonizada por Harvey Keitel y Kate Winslet. Keitel encarna a un improbable experto en recuperar personas cooptadas por sectas. Se dirige al desierto australiano donde está Kate Winslet que, bajo la influencia de las enseñanzas de un gurú de la India, se niega a volver a su casa. No pude encontrar la película, pero sí la primera escena. Keitel, bigotito canalla, anteojos negros, está en un aeropuerto. Los pasajeros tironean infructuosamente de los carros para las maletas. Keitel se abre paso con suficiencia y desprecio. Su forma de caminar, su ropa, su pelo, gritan: “Soy el peligro”. Con un movimiento preciso destraba los carros y los hace rodar hacia unas señoras que se derriten por ese hampón con buenos modales. Recuerdo muy poco de la película, pero, en algún momento, ese hombre frío y acerado se enamora como un perro de Winslet, la jovencita acerca de cuyo lema “amor y paz” se ha burlado brutalmente desde el comienzo. A partir de entonces, de aquel matón no queda nada. Se humilla, babea, aúlla de dolor, se desespera. Ella, por supuesto, no le corresponde. No sé si Holy Smoke es tan genial como El piano o El poder del perro, pero siempre recuerdo a ese hombre que renuncia a su economía negra, a su ahorro de afecto, y claudica, irresponsable y perdido, decidiendo —siempre es una decisión— que lo que ocurre es inevitable. Porque en el amor no se trata de dignidad, ni de elegancia, ni de estrategia, sino de sucumbir, de dejarse caer. Hay mucha belleza en el que sabe rendirse, en el coraje del que lleva la fatiga del sufrimiento hasta el final, sospechando que puede aguantarla pero sin garantía de que vaya a ser así.