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Dos años del 7 de octubre

Seguimos sin despertar de ese sueño escalofriante, sino viviéndolo a diario como nuestra nueva rutina

Cuesta creerlo, pero han pasado dos años desde el 7 de octubre de 2023. Veinticuatro meses de terror y furia, 104 semanas de discursos en los que nos dicen que no falta nada para la victoria total, 730 días de muerte, bombardeos y hambruna. El tiempo vuela cuando está detenido. Hace solo dos años, una n...

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Cuesta creerlo, pero han pasado dos años desde el 7 de octubre de 2023. Veinticuatro meses de terror y furia, 104 semanas de discursos en los que nos dicen que no falta nada para la victoria total, 730 días de muerte, bombardeos y hambruna. El tiempo vuela cuando está detenido. Hace solo dos años, una nación entera vio con impotencia cómo de la oscuridad surgía una pesadilla; y aquí estamos hoy, sin despertar de ese sueño escalofriante, sino viviéndolo a diario como una parte continua y asesina de nuestra vida: nuestra nueva rutina.

Dos años de abrir los ojos cada mañana para encontrarnos con un día más de rehenes encerrados y hambrientos en túneles; un día más de bombardeos, muerte y privaciones para hombres, mujeres, niños y ancianos en Gaza; un día más de listas en los periódicos con los nombres de los soldados muertos, un gran círculo de dolor que se agranda de forma constante y amenaza con devorarlo todo.

En las playas de Tel Aviv, los culturistas sudorosos y la gente que hace pádel surf prosiguen con su ritual mientras el ruido lejano de las detonaciones llega a la orilla como un mensaje en una botella, la sordina de las noticias sobre lo que ocurre en Gaza, que los bañistas prefieren ignorar. Al fin y al cabo, aquí no podemos oír los gritos ni los llantos; y esas explosiones lejanas producen un sonido al que resulta que el oído humano se acostumbra con facilidad. Después de dos años, uno se habitúa a todo. Especialmente cuando cada día es igual al anterior y de noche nos desvelamos contando los rehenes vivos, los gazatíes muertos y los discursos llenos de odio y miedo de un líder acosado en cuyas palabras ya no cree nadie. Hoy promete que los israelíes vivirán en una Esparta en guerra permanente y no hace falta ser profeta para saber que mañana servirá el mismo plato de veneno y terror —sazonado con la sal y el amargor del sudor y la sangre— y el victimismo de nación perseguida que se ha convertido en la reacción invariable de Israel ante cualquier crítica.

Todavía recuerdo el día —dentro de unos días hará dos años— en el que estuve en un parque de un pintoresco pueblo, sentado en estado de shock, en medio de supervivientes de los ataques del 7 de octubre contra las comunidades de la frontera de Israel con Gaza, que estaban tratando a duras penas de sobreponerse a la pérdida de todo lo que tenían una semana antes y que había desaparecido en un instante. Hablé con una niña cuyo padre había muerto asesinado. Sus ojos eran un pozo profundo, oscuro e insondable, y recuerdo que los míos, que solo querían mirar, cayeron en él. También recuerdo que le prometí, en el tono más convincente que pude, que, al cabo de un año o incluso menos, la niebla negra que la rodeaba se disiparía. Que seguiría sintiendo dolor y miedo, pero solo como un recuerdo, una cicatriz que iría cerrándose poco a poco. No era más que una niña que acababa de quedarse huérfana. Una superviviente. Y vi en sus ojos que me creía. Eso fue hace mucho tiempo: han pasado dos años. En aquel entonces, yo mismo me creía mis palabras.

Escribo este artículo casi dos semanas antes del 7 de octubre. Podría haber esperado, pero confío en que, para cuando se publique, ya sea irrelevante. No es un temor, sino un deseo. En mi fantasía, recibo un incómodo correo electrónico del responsable de Opinión del periódico en el que me explica que los recientes acontecimientos políticos y militares han dejado obsoleta mi columna: ahora que se ha firmado un alto el fuego y tanto los rehenes israelíes como los habitantes de Gaza están regresando a casa, mis desesperados lamentos y quejas son innecesarios.

Así que aquí estamos, unos días antes, y Donald Trump, autoproclamado candidato al Premio Nobel de la Paz, ha anunciado su “plan de paz de 20 puntos” para acabar con la guerra, devolver a los rehenes y encontrar una solución política al conflicto. La Bolsa israelí se ha disparado, como si el plan ya se hubiera llevado a la práctica y con éxito, pero yo sigo aferrándome a mi artículo original. Quizá porque este no es el primer plan de Trump que veo —¿quién puede olvidar la “Riviera de Gaza”?—, o porque la mayoría de los 20 puntos son de una vaguedad extrema, sin calendario ni mecanismo de aplicación. Por ejemplo, ¿Hamás depondrá las armas o las entregará? Y, en ese caso, ¿cuándo? Cada “punto” suscita más preguntas y temas de negociación, así que no parece que la rutina letal de la guerra vaya a terminar pronto. Mientras seguimos con ansiedad cada nuevo titular, los rehenes israelíes encerrados bajo tierra y los habitantes de Gaza entre los escombros de la superficie tendrán otro día más de sufrimiento y muerte constantes, sin que se vislumbre aún el final.

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