Ir al contenido

La Francia de Macron, algo más que un problema de deuda

Los cambios cosméticos del presidente no servirán si no se afronta la crisis económica y política que vive el país galo

¿Qué está pasando en Francia? La pregunta se repite allá donde vayas. Porque Francia ha sido, históricamente, objeto de deseo o animadversión, pero nunca antes de tanta incomprensión. Ante el desconcierto, se señala a los sospechosos habituales: economía en decadencia, política sin horizonte. Y el insoportable vacío corren a llenarlo los diagnósticos rápidos: la sobredimensión del Estado, el infierno fiscal, el bloqueo de “los extremos”... Francia ha pasado en muy poco tiempo de la negación a la constatación de que el problema es serio. Los mantras que culpabilizan a los de siempre, por...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

¿Qué está pasando en Francia? La pregunta se repite allá donde vayas. Porque Francia ha sido, históricamente, objeto de deseo o animadversión, pero nunca antes de tanta incomprensión. Ante el desconcierto, se señala a los sospechosos habituales: economía en decadencia, política sin horizonte. Y el insoportable vacío corren a llenarlo los diagnósticos rápidos: la sobredimensión del Estado, el infierno fiscal, el bloqueo de “los extremos”... Francia ha pasado en muy poco tiempo de la negación a la constatación de que el problema es serio. Los mantras que culpabilizan a los de siempre, por supuesto, no faltan a la cita: “Los jubilados cobran demasiado”, “los emigrantes viven de las paguitas”, “los jóvenes no saben lo que es trabajar”... Entonces, acudimos a escenas que hace poco más de una década habrían parecido inconcebibles y que, sin embargo, se han vuelto parte de nuestra cotidianidad. Hace unos días, en el telediario de TF1, un economista desplegaba un cuadro comparativo con los niveles de deuda de los países del sur de Europa. Portugal, Grecia, España e Italia —los antaño denostados PIGS— aparecían ahora como ejemplos de disciplina por haber reducido su deuda. Francia, en cambio, quedaba en evidencia: un rendimiento deficiente y una conclusión obvia. Si los países del sur expiaron sus pecados con austeridad, a Francia le ha llegado su San Martín.

Esos días, la agencia Fitch rebajó la calificación de la deuda francesa por la crisis política. Por primera vez en la historia, la prima de riesgo francesa superó a la italiana. “En el plano financiero, Francia aparece más que nunca como el mal alumno de la clase europea. Aquel que debe demostrar sus capacidades y ya no tiene derecho a indulgencia”, sentenciaba Le Monde. Según el relato, la inestabilidad, los extremos y la polarización empujaban a la segunda economía del euro hacia el abismo. La economía se convertía en la víctima perfecta de la política.

Emergía entonces François Bayrou, el ya dimitido primer ministro, como figura moralizante de la grandeur francesa. Bayrou que habría aceptado sacrificarse para mostrar al pueblo su reflejo en el espejo ― “habéis vivido por encima de vuestras posibilidades”― pretendía mirar más allá de intereses personales o políticos. Y avisaba de que la penitencia colectiva sería inevitable.

El Gobierno insistió durante semanas en un mismo argumento: “Francia lleva 50 años sin aprobar un presupuesto equilibrado”. Décadas de irresponsabilidad habrían dejado una deuda insostenible y, por lo tanto, como si de la ley de la gravedad se tratase, solo quedaría reducir el Estado, retrasar jubilaciones o eliminar días festivos. Como en una familia, el Estado no puede gastar más de lo que ingresa. Sin embargo, casi inevitablemente, irrumpe el sentido común con un contraargumento keynesiano: ¿cómo es posible que un país mal gestionado durante cinco décadas siga en pie sin haber sucumbido antes a la quiebra? ¿No será que un Estado no funciona como el hogar de una familia parisina o marsellesa? ¿No será que las reglas de la contabilidad doméstica no pueden aplicarse mecánicamente a la economía nacional?

Es evidente que la explicación de la actual crisis francesa no puede reducirse solo a la deuda. De hecho, la mayoría de los países europeos se endeudó durante los últimos años debido a la pandemia. Durante esa crisis, los gobiernos europeos adoptaron medidas de gasto sin precedentes. Como subrayó el economista francés Olivier Blanchard, las respuestas fiscales fueron rápidas y contundentes: ayudas equivalentes al 5,9% del PIB en Francia, frente al 7,8% en Estados Unidos y al 11,3% en Alemania. Esa intervención masiva ―subvenciones directas, moratorias, protección del empleo― evitó un desastre social y económico. El contraste con 2008 es revelador. Mientras las políticas de austeridad impuestas en Europa condenaron a países como España a una década perdida, tras la crisis de la covid-19, la recuperación ha sido mucho más veloz. Por primera vez en años, la respuesta europea a una crisis fue coordinada, dejó atrás la Europa a dos velocidades y apostó decididamente por la protección estatal de trabajadores y empresas.

Superada la emergencia, sin embargo, los datos de recuperación de unos y otros divergen. En 2024, España creció un 3,2%, casi el triple que Francia (1,1%). Este año, las estimaciones apuntan a que España rozará el 2,5%-2,7%, mientras Francia apenas alcanzará el 0,6%-0,8%. Mientras España ha sabido aprovechar la nueva coyuntura, el motor de la economía francesa parece estar gripado. La retórica oficial oculta un ángulo decisivo del problema. No estamos ante un Estado que simplemente gaste demasiado, sino de un Estado empobrecido mientras la riqueza privada se dispara y, cada vez, se concentra más. Como recuerda Thomas Piketty, la deuda pública francesa —120% del PIB, esto es, actualmente unos tres billones de euros— equivale a la de antes de la Revolución francesa. Sin embargo, los patrimonios privados han pasado en medio siglo del 300% al 500% del PIB, unos 15 billones. Francia nunca fue tan rica y, al mismo tiempo, su Gobierno nunca fue tan pobre. La desigualdad es abismal: en 2023, el 20% más rico ingresaba de media 4.700 euros al mes frente a los 1.000 del 20% más pobre; el patrimonio del 40% superior casi se duplicó en dos décadas, mientras el de los más humildes permanecía estancado o caía. No sorprenden, por tanto, los lemas del movimiento Bloquons tout, aunque su lucidez supera a la de muchos analistas: “Macron, presidente de los ricos”, “vuestros privilegios, nuestra cólera”, “que paguen los millonarios y no las abuelas”.

La crisis francesa no responde a la inestabilidad de la política, sino que es la fragilidad económica y los malestares sociales los que explican la situación de impasse. Lo que ocurre hoy entre Matignon y el Elíseo responde menos a un proyecto político para el país que a la pura supervivencia de Macron, cuyo mandato se ha caracterizado por favorecer a las élites —con, entre otras cosas, notables rebajas fiscales— y erosionar la confianza ciudadana.

El “bloque central” busca mantener a toda costa la unidad del capital, imponiendo una austeridad selectiva contra el trabajo y el Estado social. Es lo que el filósofo Alfred Sohn-Rethel ha llamado la “gestión de la ruina”: dar oxígeno a un capitalismo en crisis a costa de destruir las condiciones de vida de la mayoría. Quien ha gobernado a golpe de decretazo por el 49.3 y sin mayoría parlamentaria durante casi una década responsabiliza a otros de su fracaso.

Y el marco internacional no da tregua. Los aranceles de Trump añaden presión a una Europa que ya arrastra déficits estructurales en sectores industriales como el automovilístico y en ámbitos estratégicos como la inteligencia artificial. Frente a China y a Estados Unidos, Francia y la UE carecen de una estrategia industrial. La crisis energética, derivada de la guerra de Ucrania, y los costes de la dependencia energética solo agravan el diagnóstico. Por contraste, España se beneficia de un diferencial competitivo en precios de la energía: la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) estima que se mantendrán un 30% por debajo de Francia y Alemania en la próxima década.

Más que mirar al Sur para repetir errores del pasado, Francia y Europa deberían hacerlo para encarar las transformaciones presentes. Lo que está en juego no es la deuda, sino quién paga la factura de la crisis y con qué proyecto de futuro. Francia no necesita más sacrificios ni sermones televisivos, sino justicia fiscal y una salida política a la profunda crisis de la V República. Sacrificar a Bayrou no cambiará nada, si Francia se deja arrastrar al camino de la penitencia.

Más información

Archivado En