Tierra sin nosotros
La exaltación de la fuerza está de regreso. Nos impulsan a admirar el poder sin restricciones y la crueldad, que es su despliegue
Nunca más, nunca más. Lo repetía el cuervo implacable en el poema de Poe: “Nunca más”. Lo mismo dijeron millones de voces tras la pleamar del horror, tras la Shoah y —menos recordado— ...
Nunca más, nunca más. Lo repetía el cuervo implacable en el poema de Poe: “Nunca más”. Lo mismo dijeron millones de voces tras la pleamar del horror, tras la Shoah y —menos recordado— el Holocausto gitano. Sin embargo, la advertencia de aquel pájaro fatal se desvanece una y otra vez: los nuncas y los siempres humanos son efímeros cual pluma al viento. Desde entonces, el monstruo del genocidio ha vuelto a despertar. Exterminios en Camboya, en Guatemala, en Ruanda, en Srebrenica, hoy en Gaza… Con el mismo arsenal de pretendidas justificaciones, los ejércitos siguen masacrando a civiles.
La exaltación de la fuerza está de regreso. Nos impulsan a admirar el poder sin restricciones y la crueldad, que es su despliegue. Nada tiene de novedoso: la sed de destrucción total y las matanzas masivas contra pueblos enteros tienen precedentes antiguos. Hace casi 20 siglos, encontramos una temprana mención a los crímenes contra la humanidad. En el libro VII de su Historia natural, Plinio el Viejo alude a Julio César y le atribuye humani generis iniuriam, es decir, un ultraje, un daño, una afrenta contra el género humano.
Durante sus campañas militares, mientras negociaba una tregua con los usipetes y tencteros, César lanzó un ataque indiscriminado. Lo sabemos por la crónica de sus hazañas, La guerra de las Galias, que escribía para afianzar su propia imagen de general glorioso. Su obra inauguró el recurso de hablar sobre sí mismo en tercera persona, para ocultar —insignificante detalle— que el cronista imparcial y el jefe máximo eran la misma persona. Según contó, “nuestros soldados irrumpieron en el campamento. Una multitud de personas —ancianos, mujeres y niños— huyó en todas direcciones. César envió a la caballería para darles caza. Muchos de ellos fueron asesinados; el resto se arrojó al río y pereció allí, vencido por el pánico, el agotamiento y la fuerza de la corriente". Orgulloso de su gesta, César se jactaba de haber asesinado a más de un millón de combatientes en las Galias, y a 430.000 almas en esa sola acción, a orillas del río ensangrentado. Más allá de la veracidad de las cifras, lo que importa e impacta es la ostentosa satisfacción del general por su ataque a sangre fría contra pueblos desprevenidos con el propósito de aniquilarlos por completo.
A lo largo de la guerra, César entendió el potencial de la hambruna para causar la muerte de familias, incluso de naciones. Gran parte de sus víctimas sucumbió por hambre cuando ordenó confiscar y destruir cosechas, además de quemar asentamientos y granjas. Otras murieron congeladas porque las legiones incendiaron edificios, aldeas y pueblos, expulsando a sus habitantes a la intemperie invernal. Enormes bosques fueron talados para impedirles buscar refugio en la compasión de los árboles. La marcha del ejército romano a través de los territorios enemigos los convirtió en paisajes de devastación y terror.
La masacre de los usipetes y tencteros sacudió Roma. Se nombró una comisión para investigar las acciones militares en las Galias. Catón el Joven exigió que el sanguinario caudillo fuera entregado a los galos por sus delitos. Aquel exterminio parecía violar incluso las laxas ideas romanas sobre las leyes de la guerra. Sin embargo, Julio César, precoz maestro de propagandistas, estaba convencido de que el relato de esas atrocidades afianzaría su reputación como líder invencible. Se aseguró de que sus compatriotas supieran que había sometido a varios millones de personas, muchas asesinadas o vendidas como esclavas, cuantificando minuciosamente sus matanzas. La magnitud de sus victorias acalló las voces críticas y lavó sus crímenes: desde antiguo, el éxito acostumbra a tramitar indultos instantáneos. Partiendo de las cifras de Plutarco y Apiano, se calcula que los ejércitos romanos asesinaron a un cuarto de la población total gala: numerosos historiadores acusan sin ambages a César de genocidio. Como tantas veces ha ocurrido, acto seguido el flamante y admirado general volvió las armas no contra nuevos enemigos extranjeros, sino contra los propios romanos, en una guerra civil.
Hoy vivimos un retorno triunfante de líderes despiadados que asientan su autoridad en actitudes brutales e inflexibles. Para ellos, castigar sin contemplaciones es un espectáculo conveniente, un ritual público que enardece a sus seguidores y atemoriza a sus adversarios. Pone en escena las emociones dominantes: el apetito de orden, el miedo, la venganza, la violencia contra el adversario. La empatía y la compasión hacia las víctimas ajenas son descartadas como flaquezas, fracasos o falsedades. En el teatro del poder se escenifica la capacidad del gobernante para decidir sobre la vida o la muerte sin que le tiemble la mano, erigido en juez que dictamina culpables, escarmientos y condenas.
Las palabras “castigo”, “castidad” y “castración” comparten la misma raíz lingüística. Todas provienen del latín castus, que significa “puro”. El significado literal de castigar es, por tanto, “hacer puro”. Aunque en nuestros días el término pureza pueda sonar trasnochado, a damiselas de novela o telenovela, tiene dimensiones más trágicas que melodramáticas. Su origen está, tal vez, relacionado con el fuego —en griego pur— que purifica al precio de destruir la vida. Un concepto, como ya descubrieron los antiguos, que se demostró extremadamente eficaz para asegurar el control: sobre los cuerpos, por medio de la vigilancia del deseo y la virginidad custodiada; en la esfera social, a través de la idea de la pureza de sangre. De castus proceden las castas, grupos cerrados, con privilegios o desventajas. Llevado al extremo, lo sabemos, el castigo colectivo conduce a expulsiones y exterminios. En nombre de la pureza de sangre, España desterró a judíos, musulmanes y conversos moriscos.
En un episodio del Quijote, Sancho reconoce por los caminos a un vecino de su aldea que viaja disfrazado entre peregrinos. Ricote es un musulmán convertido que perdió su hogar por orden real, como todos los suyos. Los decretos del rey lo exiliaron al norte de África, a una patria que no conoce, una lengua que no habla y una religión que ya no practica. “En ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea”, dice Ricote. La expulsión de los moriscos obligó a marchar a más de 100.000 conversos, repudiados en su tierra natal, sospechosos también en tierras islámicas. Las consecuencias fueron ruinosas: empobrecimiento del comercio y la agricultura, despoblamiento, inseguridad y dolor. Conmovido por las penas de su viejo amigo, Sancho promete que no lo denunciará y ambos se funden en un abrazo. Con cervantina compasión, el fiel escudero toma partido por los exiliados.
Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos dividimos el mundo entre inmaculados e inmundos, es decir, entre nosotros —limpios— y los otros —mezclados y manchados—. Siglo tras siglo, la pureza y el castigo regresan con su danza macabra. Montesquieu señaló en El espíritu de las leyes: “Sería fácil probar que, en todos los gobiernos de Europa, los castigos han disminuido o incrementado en la medida en que dichos gobiernos favorecen o desalientan la libertad”. Hoy, la condena y la ejecución vuelven a la plaza pública, retransmitidas para intimidar cualquier gesto de oposición, cualquier abrazo quijotesco. Los nuevos profetas de la sociedad impoluta —sin suciedad— exhiben la expulsión y el exterminio como aviso a disidentes e impuros. Desde la más remota Antigüedad, matar por afán de poder y pureza es una gran mancha en la memoria de lo humano.