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Tribuna

Tiempos de ‘bullshit’

Cuando el discurso público está contaminado por la indiferencia hacia los hechos, la democracia se convierte en un teatro donde los actores solo improvisan para arrancar aplausos

Hace veinte años, cuando Harry Frankfurt nos regaló su pequeña joya filosófica Sobre la “mierda de toro” —perdónenme la traducción directa, pero creo que es la única honesta—, el mundo parecía un lugar más predecible. Más ingenuo, tal vez. Creíamos todavía que las mentiras tenían una forma reconocible, que la verdad y la falsedad eran territorios claramente delimitados, como esos mapas antiguos donde lo desconoc...

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Hace veinte años, cuando Harry Frankfurt nos regaló su pequeña joya filosófica Sobre la “mierda de toro” —perdónenme la traducción directa, pero creo que es la única honesta—, el mundo parecía un lugar más predecible. Más ingenuo, tal vez. Creíamos todavía que las mentiras tenían una forma reconocible, que la verdad y la falsedad eran territorios claramente delimitados, como esos mapas antiguos donde lo desconocido se marcaba simplemente como “aquí hay dragones”.

Qué equivocados estábamos.

Frankfurt (que en realidad publicó por primera vez su opúsculo en los años 80), con esa precisión quirúrgica que caracteriza a los grandes pensadores, nos alertaba sobre algo mucho más insidioso que la mentira común: la indiferencia absoluta hacia la verdad. El bullshitter, nos decía, no miente porque tenga una relación torturada con la realidad, sino porque la realidad le resulta completamente irrelevante. Es una forma de violencia epistemológica que ahora reconocemos en cada debate político, en cada conversación familiar que termina en portazo.

Pienso en esto mientras camino por Manhattan en una mañana cualquiera de 2025. Los altavoces de la ciudad —pantallas, móviles, conversaciones fragmentadas— vomitan un flujo constante de información que ya no aspira ni siquiera a ser verosímil. Solo aspira a ser viral, a ser memorable, a ser rentable. La distinción que Frankfurt trazaba entre el mentiroso y el embaucador se ha vuelto fundamental para navegar este paisaje tóxico donde la atención es la única moneda que importa.

El asesinato de Charlie Kirk, un bullshitter por antonomasia, llorado por una cohorte de bullshitters profesionales y elevado a la categoría de mártir por los mismos, es una prueba más del triunfo de esa realidad paralela en la que nos están obligando a vivir. Ver en directo al director del FBI atribuirse el mérito de la captura del presunto culpable, cuando sin la denuncia del padre esto sencillamente no se hubiera producido, es un espectáculo que produce vergüenza ajena, aunque no tanta como la repugnante satisfacción con que el partido republicano acusa a la “izquierda radical” (????) del crimen, a las feministas, a los trans, a los emigrantes, a los comunistas y por qué no, a mi tía Rosario, ya puestos.

Todo menos admitir que la muerte de Kirk es en primer lugar, la consecuencia del bíblico y sarnoso culto a las armas de un país que está viendo desaparecer su sistema democrático en caída libre.

El mentiroso, al menos, honra la verdad con su traición. Sabe qué está ocultando, qué está tergiversando. Hay algo casi romántico en esa relación conflictiva pero íntima con los hechos. El bullshitter, en cambio, ha abolido esa tensión. Habla desde un vacío moral donde las palabras son solo herramientas para conseguir un efecto, como un director de cine que solo se preocupa por el impacto visual sin importarle si la historia tiene sentido.

Y aquí estamos, veinte años después, ahogándonos en ello.

Lo vemos en los políticos que cambian de discurso según la audiencia, no porque hayan evolucionado en su pensamiento, sino porque han calculado qué palabras generarán más likes, más votos, más poder. Lo vemos en las redes sociales, donde la veracidad de una afirmación importa menos que su capacidad de confirmar nuestros prejuicios. Lo vemos, con una tristeza particular, en el periodismo que se ha rendido a los algoritmos y produce titulares diseñados para provocar indignación antes que comprensión.

Pero Frankfurt no era un pesimista. Era algo mucho más valioso: un diagnosticador. Y su diagnóstico cobra una urgencia renovada en estos tiempos de polarización extrema, donde parece que hemos perdido no solo el consenso sobre qué es verdad, sino incluso sobre por qué la verdad debería importarnos.

El bullshit, nos advertía Frankfurt, es antidemocrático por naturaleza. La democracia requiere ciudadanos capaces de evaluar argumentos, de cambiar de opinión ante nuevas evidencias, de mantener conversaciones difíciles sobre temas complejos. Pero cuando el discurso público está contaminado por esta indiferencia hacia los hechos, cuando las palabras se vacían de significado, la democracia se convierte en un teatro donde los actores han olvidado el guion y solo improvisan para arrancar aplausos.

Me pregunto si Frankfurt intuía, cuando escribía su ensayo, que viviríamos tiempos en los que un tweet podría influir más en la opinión pública que años de investigación periodística. Que veríamos a líderes mundiales gobernar a golpe de eslogan, tratando los hechos como material maleable, como arcilla que se puede moldear según las necesidades del momento.

La genialidad de Frankfurt fue identificar que el problema no era solo la proliferación de mentiras, sino algo más fundamental: la erosión de la idea misma de que la verdad importa. Y esa erosión, que entonces parecía un fenómeno académico, ahora se ha convertido en una crisis civilizatoria.

Pero quizás, paradójicamente, es precisamente en estos momentos de mayor confusión cuando la lucidez de Frankfurt resulta más necesaria. Su trabajo nos ofrece un vocabulario para nombrar lo que estamos viviendo, y nombrar es el primer paso para resistir. Nos recuerda que preservar la distinción entre verdad y falsedad no es un lujo intelectual, sino una necesidad democrática.

Veinte años después, On Bullshit no es solo un texto filosófico brillante. Es un manual de supervivencia para tiempos tóxicos. Una brújula moral para navegar un mundo donde las palabras han perdido su ancla con la realidad.

Y tal vez, solo tal vez, sea también una invitación a recuperar algo que hemos perdido por el camino: el respeto por la verdad como valor en sí mismo, independientemente de si nos resulta cómoda o incómoda, rentable o costosa, popular o impopular.

Porque al final, como nos enseñó Frankfurt, el bullshit no es solo ruido. Es silencio disfrazado de palabras. Es la ausencia de sentido pretendiendo ser discurso. Y contra eso, contra esa nada que se disfraza de todo, solo tenemos una herramienta: la insistencia obstinada, casi heroica, en que las palabras importan, en que la verdad importa, en que todavía es posible —y necesario— hablar en serio.

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