Amores y dragones
Pensaba que el amor andaba por ahí, como el oxígeno. Pero cuando crecemos se convierte en el monstruo de los cuentos
No era un día aparatoso. Amasaba pan en una tarde de invierno mientras el hombre con quien vivo viajaba hacia mí una vez más desde la Patagonia, viniendo hacia esta casa en la que esperaba el pan. Yo no tenía mucho pensamiento más que el asunto de las cantidades y el amasado parejo cuando recordé los cuentos que mi padre me contaba en la infancia. En tardes iguales a esa, en vez de leerme un cuento lo inventaba. Preguntaba: “¿De qué...
No era un día aparatoso. Amasaba pan en una tarde de invierno mientras el hombre con quien vivo viajaba hacia mí una vez más desde la Patagonia, viniendo hacia esta casa en la que esperaba el pan. Yo no tenía mucho pensamiento más que el asunto de las cantidades y el amasado parejo cuando recordé los cuentos que mi padre me contaba en la infancia. En tardes iguales a esa, en vez de leerme un cuento lo inventaba. Preguntaba: “¿De qué lo querés?”, como si el cuento fuera un sabor de helado. Yo decía “de monstruos”. A veces decía “de aventuras”, pero nunca decía: “de amor”. Los cuentos de amor me dejaban impávida. La Cenicienta me gustaba, no por la parte del zapatito sino —esto solo puedo verlo ahora— por la decisión imprudente de esa muchacha que aceptaba cubrirse de magia por un rato para vivir un momento único aunque después tuviera que regresar a una vida miserable. Chesterton escribió: “Lo que los cuentos de hadas le dan al niño es su primera idea clara de la posible derrota del monstruo (…) Lo que el cuento de hadas le proporciona es un San Jorge para matar al dragón”. Yo tenía muchos dragones que matar, pero no necesitaba herramientas para el amor. Mis adultos jamás dijeron “te quiero”, pero se las arreglaron para que ese querer fuera la única cosa que tomé por cierta en aquellos años. Esa tarde de invierno, amasando el pan, pensé que, de niña, yo no estaba estropeada por el amor. No estaba interesada en el amor, no pensaba en el amor como lo que es —un enorme problema, las ganancias y las pérdidas, el miedo y el fragor, la calma y el conflicto—, sino como algo que andaba por ahí: oxígeno, agua. Algo que no había que construir ni forzar. Cuando crecemos, ese sentimiento se transforma en el monstruo de los cuentos de infancia y, por más relatos de amor que escuchemos, nunca se aprende a matarlo. Supongo que porque no queremos, porque es un monstruo al que tememos y anhelamos por igual.