El malestar económico de Occidente
La desconfianza creciente hacia las garantías democráticas se combate también creando oportunidades de progreso
Las tres décadas transcurridas desde la segunda guerra mundial hasta los años setenta fueron algo más que la edad dorada del capitalismo industrial. El nacimiento del consumo de masas, el pleno empleo y el aumento del poder adquisitivo trajeron consigo la consolidación de las clases medias y la expansión de los derechos civiles, elementos que han contribuido a forjar el pacto entre capitalismo y democracia.
Esa etapa se cerró con las crisis del petróleo de 1973 y 1979, que dieron paso en los años ochenta a un nuevo régimen económico en el que el control de la inflación y la transición ...
Las tres décadas transcurridas desde la segunda guerra mundial hasta los años setenta fueron algo más que la edad dorada del capitalismo industrial. El nacimiento del consumo de masas, el pleno empleo y el aumento del poder adquisitivo trajeron consigo la consolidación de las clases medias y la expansión de los derechos civiles, elementos que han contribuido a forjar el pacto entre capitalismo y democracia.
Esa etapa se cerró con las crisis del petróleo de 1973 y 1979, que dieron paso en los años ochenta a un nuevo régimen económico en el que el control de la inflación y la transición hacia los servicios y la tecnología pasaron a ser la prioridad, en detrimento del empleo y las industrias tradicionales.
Las grandes democracias occidentales propiciaron entonces un programa de deslocalización industrial masiva, privatizaciones de sectores estratégicos, desregulación financiera, libre movilidad del capital, debilitamiento sindical, flexibilidad del mercado laboral y reducción de la progresividad fiscal.
A comienzos de los años noventa, la caída del muro de Berlín y el derrumbe del bloque soviético vinieron a sancionar dichas transformaciones, poniendo término a la gran disputa ideológica del siglo XX entre capitalismo y comunismo.
El final de la Guerra Fría, sin embargo, alteró profundamente la agenda política de las democracias occidentales, que habían hecho de la fiscalidad progresiva, de la seguridad social, y de la educación y la sanidad públicas condiciones de partida para el desarrollo de las clases medias.
Con el colapso del mundo soviético, en Occidente disminuyó el interés por la cuestiones distributivas. En el capitalismo había ganadores y perdedores, y estos últimos no debían ni tenían por qué ser un freno a la prosperidad: mientras el crecimiento económico garantizase un excedente con el que poder compensar a los perdedores del sistema (sectores productivos, regiones, empresas o personas), el crecimiento bastaba para dar respuesta al problema de la desigualdad.
El planteamiento, sin embargo, tenía dos fallas estructurales: una, que la compensación debía ser efectiva, no sólo teórica; y otra, que si las compensaciones monetarias no se traducían en una mejora de las oportunidades económicas, entonces los perdedores del capitalismo —incluso habiendo sido compensados— corrían el riesgo de ser orillados por el sistema.
En ese marco de cuño neoclásico y con el eurocomunismo reducido a su mínima expresión, la socialdemocracia asumió que las políticas públicas debían limitarse a corregir o regular los fallos del mercado (oligopolios, externalidades, bienes públicos, información asimétrica, etc.) y a garantizar la protección social a través de compensaciones monetarias efectivas, pero renunciando al papel del Estado como actor económico: que el Estado regule y asista, pero que el mercado sea el único que asigne.
El resultado ha sido la industrialización de regiones enteras del planeta —a cambio de cuantiosas rentas internacionales— y la reducción drástica de la pobreza mundial, pero también la eclosión de los capitales opacos (Zucman ha estimado que entre el 8% y el 10% de la riqueza financiera global, unos 7,6 billones de dólares, se oculta en cuentas offshore), el aumento de las desigualdades (el 1% más rico de la población en EE UU ha pasado de concentrar el 10,9% de la renta nacional en 1973 al 20,7% en 2023) y una acumulación de excesos financieros que condujo en 2008 a la mayor crisis económica del último siglo.
La crisis de 2008, genuinamente capitalista, puso punto final a la ensoñación de Fukuyama: la democracia y el libre mercado no iban a ser el fin de la Historia como lucha de ideologías. De esa lenta digestión nace el malestar que arrastra Occidente.
Mientras tanto, otras sociedades con valores distintos a los democráticos liberales y con modelos económicos propios, como China o las petromonarquías del Golfo —que no hace tanto tiempo estaban bajo dominio colonial— alcanzan niveles de prosperidad desconocidos.
Que EE UU se sienta agraviado por estas transformaciones, con estratos enteros de su población como víctimas de una globalización made in USA, sólo puede explicarse porque la primera potencia del mundo no ha sabido distribuir entre los suyos la prosperidad alcanzada durante estos años. La propia retórica MAGA está admitiendo, aunque sea implícitamente y con una traducción política calamitosa, que el problema de los ganadores y los perdedores importa. Y que el país del New Deal lleva décadas desatendiéndolo.
En cuanto a Europa, las desigualdades también han aumentado, aunque menos que al otro lado del Atlántico. Nos hemos convertido en un continente envejecido, que ahorra demasiado y no invierte lo suficiente, que sigue siendo rico pero cada vez menos relevante, y a menudo enredado en su laberinto institucional. No existe correspondencia entre las ambiciones que la Unión Europea exhibe, las capacidades que atesora y las decisiones que finalmente adopta —o las que no se atreve a adoptar.
La Unión ha sido crucial para afrontar las sucesivas crisis económicas de este primer cuarto del siglo XXI y sin ella nuestro lugar en el mundo sería sustancialmente peor. Ahora bien, y esto no significa impugnar el proyecto europeo, es obligado admitir un malestar económico enquistado y creciente, más allá de la coyuntura, que presenta una sintomatología diversa y un pronóstico reservado: en Alemania, los tres pilares de su modelo económico (exportaciones industriales competitivas, energía barata importada y seguridad exterior externalizada) tiemblan ante China, Rusia y EE UU respectivamente; en Francia, con el mayor gasto social del continente, la desigualdad y la pobreza relativa han alcanzado el máximo de las tres últimas décadas; en Italia, con un crecimiento estructural anémico, la renta per capita representa el 90% del promedio de la eurozona cuando hace treinta años equivalía a 106%; y, en España, a pesar de que actualmente disfruta de un periodo de bonanza muy particular, el salario real por trabajador sigue aproximadamente en el mismo nivel que hace veinte años. Y qué decir del Brexit, un enorme paso atrás en la integración económica europea.
La realidad es que, junto con los aspectos ideológicos e institucionales mencionados —no me extenderé en esta ocasión sobre las tareas pendientes de la Unión—, la relación singular que Occidente, y Europa en particular, ha mantenido desde el inicio de la Revolución Industrial con los cinco factores determinantes del progreso económico está cambiando. Y lo está haciendo como quien pasa las páginas de un libro de Historia.
- Del acceso privilegiado a los recursos naturales del planeta —gracias al poder colonial y la superioridad tecnológica—, a tener que disputarlos en mercados globales imperfectos;
- De liderar la inversión mundial, a liderar el ahorro —y ser incapaces de canalizarlo a nuestro propio futuro—;
- De ser Londres el centro de las finanzas internacionales —en menor medida, París y Berlín—, al liderazgo de EE UU y el creciente protagonismo de Asia;
- De una hegemonía tecnológica casi secular, a rezagarnos en la economía digital, la inteligencia artificial y la transición industrial —como ilustra el paso del motor de combustión al eléctrico—;
- De ser la referencia indiscutible en ciencia y educación superior, a perder posiciones en los rankings internacionales y en la formación de capital humano —superados sobre todo por el dinamismo de Asia—.
Como consecuencia, un pensamiento de suma cero se propaga como reguero de pólvora en Occidente: si las fuentes convencionales del progreso económico no garantizan el bienestar esperado, entonces la prosperidad de unos solo puede alcanzarse a costa de otros —falacia de la cantidad fija de riqueza. Y de ahí, de ese enfrentamiento ‘inevitable’, surge la desconfianza creciente hacia las garantías democráticas.
La caída del muro de Berlín no fue el fin de la Historia. Y el tortuoso primer cuarto del siglo XXI no va a ser el fin de Occidente. Pero, si queremos renovar el pacto entre democracia y bienestar, el Estado no puede limitarse a compensar a los perdedores del sistema, debe velar —además y sobre todo— por la creación de oportunidades. Y eso pasa por volver la mirada a las fuentes del progreso económico. Si es necesario, actuando desde dentro del mercado.