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Esperar la lluvia

La población no está preparada para afrontar los incendios, y los servicios de emergencia no crecen de forma proporcional

Tenía tres años cuando vi arder el monte desde la casa de mi abuela por primera vez. Recuerdo a mi padre salir con mi abuelo y mis tío a trazar surcos a ambos lados de la carretera con el tractor, mientras otros vecinos iban detrás llenándolos de agua. La cadena de tractores era un ciempiés en la oscuridad, con rojo de fondo. Recuerdo a mi abuela sacando agua de los pozos y llenando cubos, bidones y palanganas con la vecina y sus hijos para echarla sobre la vegetación. La idea era ...

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Tenía tres años cuando vi arder el monte desde la casa de mi abuela por primera vez. Recuerdo a mi padre salir con mi abuelo y mis tío a trazar surcos a ambos lados de la carretera con el tractor, mientras otros vecinos iban detrás llenándolos de agua. La cadena de tractores era un ciempiés en la oscuridad, con rojo de fondo. Recuerdo a mi abuela sacando agua de los pozos y llenando cubos, bidones y palanganas con la vecina y sus hijos para echarla sobre la vegetación. La idea era pararle las piernas al fuego o, al menos, frenar su propagación dejando sólo tierra mojada. El protocolo de alerta comunitaria eran las campanas de la iglesia. La llave estaba a 400 metros del campanario, en nuestra cocina. No había satélite, internet o WhatsApp.

Era 1989. Aquel verano hubo 8.673 incendios forestales en Galicia, ardieron 191.075 hectáreas de monte. Murieron cuatro señores, varios perros, cientos de ovejas y cabras, jabalíes, zorros, liebres, urogallos y caballos salvajes. La Xunta creó el Servicio de Defensa contra Incendios Forestales y empezó a contratar a gente de julio a septiembre para vigilar, detectar y apagar el fuego antes de que se hiciera grande. Lo llamaron el retén forestal. Eran los mismos vecinos, equipados con motobombas; organizados y entrenados por la Administración para detectar señales, frenar el primer ataque y hacer tareas de remate después de la extinción. Con el tiempo, esas habilidades se fueron profesionalizando y centralizando. Salvo algunas excepciones, ahora los vecinos no saben qué hacer salvo llamar al 911 y esperar la evacuación.

Agosto de 2006. Recuerdo oler el bosque quemado antes de aterrizar en el aeropuerto de Vigo y encerrarme en casa de mis padres porque la ceniza había convertido los días en noche y no se podía respirar. En octubre de 2017, esa casa quedó encajada entre los incendios de Vigo y Bayona. Quedamos esperando evacuación. Dos vecinas de 86 años y 78 años murieron detrás de casa tratando de huir en furgoneta. Iban siguiendo a un coche de la Policía cuando el viento cambió de dirección. Mi madre y yo pasamos las horas siguientes pegadas al televisor, sintiéndonos condenadas e indefensas. A las cuatro de la mañana, el viento cambió de nuevo y empezó a llover. Hubiese preferido pasar la noche con mis vecinos conduciendo tractores, cavando zanjas, sacando agua de las piscinas o preparando bocadillos para los demás.

El Indicador Combinado de Sequías muestra condiciones críticas en el sudeste de Europa. No sólo incendios; la otra cara del fuego es la inundación. Hemos comprobado, de Galicia a Grecia y de Australia a California, que la población no está preparada para afrontarlo, y los servicios de emergencia no escalan de forma proporcional. La estrategia centralizada no es eficaz, al menos si el objetivo es proteger las casas y salvar a la población.

No digo que el pueblo salve al pueblo. No somos una aldea medieval abandonada a su suerte, pero podemos afrontar la realidad como es, y no como nos gustaría que fuese. Todo está a punto de empeorar. Vamos a ser un Ejército Civil contra el Cambio Climático, tanto si queremos como si no. Juntos, entrenados y coordinados tenemos más posibilidades que cada uno en su casa mirando la televisión.

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