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Columna

Esplendor y derrota

Quizá, por miedo a perder lo poco que nos queda, generalmente ya viejos o en camino, los seres humanos desenterramos algo nuevo e insólito para evitar rompernos

Jorge Luis Borges, en la Biblioteca Nacional de Argentina.Eduardo Comesana (Getty)

Un día de finales de los 40 o principios de los 50, él no lo pudo precisar, Borges se subió al tren para ir a Mar del Plata. Llevaba con él una novela policial que abrió nada más sentarse, y desatendió, como siempre, la recomendación de su oculista de que no leyese con poca o mala luz. Leyó –leía– con tanto fervor que cuando se hizo de noche apoyó la cabeza en la ventanilla para aprovechar los últimos rayos del crepúsculo. Consiguió terminar la novela adivinando las palabras, pues era noche absoluta, y después se quedó dormido. ...

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Un día de finales de los 40 o principios de los 50, él no lo pudo precisar, Borges se subió al tren para ir a Mar del Plata. Llevaba con él una novela policial que abrió nada más sentarse, y desatendió, como siempre, la recomendación de su oculista de que no leyese con poca o mala luz. Leyó –leía– con tanto fervor que cuando se hizo de noche apoyó la cabeza en la ventanilla para aprovechar los últimos rayos del crepúsculo. Consiguió terminar la novela adivinando las palabras, pues era noche absoluta, y después se quedó dormido. Cuando volvió a abrir los ojos, escribió su biógrafa María Esther Vázquez (Borges. Esplendor y derrota), tuvo delante “un festival de luces de colores que se movían brillantes y hermosísimas”. Eso duró un momento: luego se hizo la oscuridad. Se había quedado ciego. Por fin ciego, habría que decir, porque sucesivos desprendimientos de retina habían dejado ya su vista maltrecha a la espera de una estocada final y esperada, que seguro tenía que ver con la lectura compulsiva. Pero, milagro, por uno de sus ojos aún podía ver algo, un rincón mínimo de realidad con unos pocos colores cambiados (el azul era verdoso, el marrón era violeta) que se traducía, por ejemplo, en que podía intuir una baraja de cartas, pero no el jugador que las barajaba. Borges no quería perder ese delicado hilo, y como el doctor le advirtió que si agachaba la cabeza podría desprenderse del todo la retina, su postura pasó a ser siempre erguida, con el mentón en alto, la espalda recta, provocando a su paso admiración y envidia: el aspecto del viejo Borges era mejor que el del inmediatamente anterior, el encorvado señor; la ceguera le había regalado un porte nuevo, una manera nueva de andar por las calles. Quizá, por miedo a perder lo poco que nos queda, generalmente ya viejos o en camino, los seres humanos desenterramos algo nuevo e insólito para evitar rompernos: lo que en Borges podría parecer altivez o soberbia, era miedo. Todo es miedo a partir de cierta edad, especialmente la belleza. Como recuerda Vázquez, árboles sin raíces y sin ramas que sólo desean llegar en pie al final.

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