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El laborioso oficio de construir un mundo

Resulta hasta revolucionario pensar en un espacio particular en el que sea posible aquello que nos gustaría

Una joven lee un libro en un parque. Frazao Studio Latino (Getty Images)

Al empezar la universidad me hicieron leer manuales de todo tipo: de guion, de redacción y, los que más, de marketing. Ninguno de los profesores me dio a leer a Leila Guerriero ni a Juan Rulfo, por citar dos nombres de autores que enseñan a mirar distinto. Les descubrí a tiempo, aunque ya tarde. De alguna manera, en clase esperaban que aprendiéramos a escribir con las reglas básicas de sujeto, verbo y predicado, y en las bibliografías resultaba raro que recomendasen una novela de ficción, como si e...

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Al empezar la universidad me hicieron leer manuales de todo tipo: de guion, de redacción y, los que más, de marketing. Ninguno de los profesores me dio a leer a Leila Guerriero ni a Juan Rulfo, por citar dos nombres de autores que enseñan a mirar distinto. Les descubrí a tiempo, aunque ya tarde. De alguna manera, en clase esperaban que aprendiéramos a escribir con las reglas básicas de sujeto, verbo y predicado, y en las bibliografías resultaba raro que recomendasen una novela de ficción, como si en ellas no hubiera enseñanzas para el periodismo. Algunas tardes, una profesora se presentaba en el aula queriendo saber si habíamos leído el periódico del día. Lo preguntaba igual que preguntan en los juicios los fiscales: con afán de acusarnos y hacernos ver que no teníamos remedio.

En el primer curso, un profesor de Lengua rompió la norma. Nos trajo un cuento y nos lo puso en el examen final. Era El discurso del oso, de Julio Cortázar. El ejercicio consistía en explicar qué había querido decir Cortázar en su relato, ante lo que por supuesto protestamos, porque una pregunta así seguro que tenía trampa. Me puse a escribir y me hice fuerte en una tesis: sostuve que Cortázar no había querido decirnos nada en particular, sino hacernos pasar el rato. Defendí que nos proponía, sin dobleces ni símbolos, que imaginásemos una dimensión en la que era posible que un oso hablase y se metiera por las estrecheces de los caños de una casa. No es poca cosa para un cuento, esa de querer construir un mundo no tanto para evadirnos de este, sino para ensanchar nuestra manera de estar en él.

Han pasado los años. Ahora el periódico casi ni se lee en papel y las noticias te vienen a buscar con alertas que compiten por nuestra atención en los teléfonos, en cuyas pantallas alimentamos nuevas adicciones que no sabíamos que necesitáramos. El mundo se ha complicado y han dejado de estar claras las seguridades más firmes con las que crecimos, como el avance imparable de la democracia. Unos pocos hombres custodian los secretos de los algoritmos y el desarrollo de la inteligencia artificial y cuesta más llegar a la verdad porque la quieren equiparar con la mentira.

Es imposible entender todo lo que pasa. Los bulos no se propagan ya para que cuelen las mentiras, sino para que no creamos en nada. Ni en nadie. Las noticias avanzan a tal velocidad que, a un ritmo indigerible, acaban por expulsar a quienes se interesaban por ellas. Desalientan. Por eso, en esta marea de confusiones y de miedos, resulta hasta revolucionario pensar en un mundo particular en el que sea posible aquello que nos gustaría. Empezando, claro, por que un oso se desenvuelva arriba y abajo por los caños de una casa. Puede parecer literatura pero, puestos a dedicarle un tiempo, mejor eso que un plan de marketing.

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